Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El desván

 

El Diario Vasco, 1960-08-21

 

      En la mayoría de las casas modernas ya no existe aquella pieza ultramontana y eminentemente romántica que se llamaba —y se sigue llamando— el desván. Yo, ciudadano privilegiado, dispongo de una casa con desván y me siento orgulloso de ello.

      El caso es que el desván apenas sirve para nada práctico: durante años y años guarda uno en él un objeto cualquiera y al fin termina descubriendo que no le sirve para nada y que lo mejor hubiera sido desprenderse de él desde el principio.

      El valor del desván es más afectivo que utilitario. Uno se resiste a destruir o abandonar objetos venerables a los que ha tomado cariño. Tal vez los heredó de sus padres o fueron de los primeros con que alhajo su hogar de recién casado. Cuándo quedan absolutamente inservibles y llegan a constituir un estorbo, cuesta trabajo condenarlos a muerte porque con ellos moriría también un poco de uno mismo. Queda el recurso del desván, que es una solución de compromiso, un truco para tranquilizarse y hacerse la ilusión de que estos objetos siguen viviendo: «No, no lo tiraremos, lo guardaremos en el desván».

      Y así va uno amontonando cosas y cosas, libros, papeles, trastos de todas clases, en ese lugar evocador, donde el pasado subsiste en cierto modo, como un mundo aparte, un mundo desdeñado de los vivos y al que los muertos no pueden aun considerar como propio.

      Un viaje de exploración por el desván es siempre aleccionador, da al espíritu cierta serenidad, cierta paz. En el desván se encuentra uno con las cartas que escribió cuando joven, los libros con que se entusiasmó en sus años mozos, los apuntes de sus primeros estudios, quizás con sus primeros juguetes o con los primeros juguetes de sus hijos.

      Claro que el afán de rebuscar cosas viejas en el desván puede resultar morboso y que en algunos casos lo mejor sería liberarse del recuerdo, quemando de una vez todas esas cosas venerables para dedicarse a vivir en presente. Pero en otros, la meditación sobre el desván puede constituir una medicina saludable.

      El proceso del tiempo con sus sucesivas edades, y estratos geológicos, el neolítico y el paleolítico de uno mismo, las capas del propio ser, que han ido sedimentando en el transcurso de los años, tienen su reflejo en los mil y un cachibaches almacenados en el desván. Se aprende mucho en esta exploración.

      Conviene, sin embargo, reaccionar contra el espíritu nostálgico del desván. Debemos aceptar nuestra condición de seres finitos, aceptar la muerte de las cosas y de las personas en derredor nuestro. Dejar que los muertos entierren a los muertos y consagrarnos, mientras vivimos, a quehaceres de vivos.

      Comprendo perfectamente que en una casa moderna no haga falta desván, porque a nadie se le ocurre guardar cosas viejas. Me da pena, pero reconozco que es más práctico y hasta más sano.

      Paso, pues, a la juventud. Paso a las nuevas generaciones. No les carguemos con el peso de nuestros viejos recuerdos, con tantas cosas deterioradas como guardamos en nuestro desván. Procuremos que nuestra herencia esté formada sólo de cosas vivas.

 

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