Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La socialisation et l'Encyclique «Mater et Magistra»

 

Service social dans le monde, 1962-01

 

      Un autorizado sociólogo, el jesuita francés P. Villain en un minucioso análisis comparativo de la nueva Encíclica con relación a los documentos sociales de los anteriores pontificados ha puesto de relieve los principales puntos en los que puede decirse que la Master et Magistra añade algo a la Doctrina Social de la Iglesia y aporta realmente una enseñanza nueva.

      Estos puntos son, a juicio del P. Villain: la socialización, la promoción obrera y la propiedad.

      En qué puede consistir dicha novedad todos lo sabemos perfectamente. Con relación a la Rerum Novarum o a la Quadragésimo Anno y los numerosos discursos sociales de Pío XII, la Mater et Magistra no supone un cambio de postura. Lo que ocurre es que a medida que el repertorio de actitudes, de problemas y de posibilidades va extendiéndose, aumentando, la doctrina social de la Iglesia se completa con nuevas facetas, dentro siempre de una perfecta unidad intencional, una perfecta unidad de espíritu y una concepción estable del hombre y de su destino.

      Si se examina bien la trayectoria de la enseñanza pontificia en materia social en el transcurso de los últimos setenta años se descubrirá fácilmente que el propósito principal de la misma es el de salvar al hombre. Evitar que ciertos valores humanos esenciales sean destruidos o puestos en peligro, lo cual puede ocurrir tanto por una insuficiente como por una excesiva socialización de la vida humana.

      Este carácter fundamentalmente humano de la enseñanza social de la Iglesia, se pone todavía más en evidencia en la nueva encíclica Mater et Magistra. Como dicen en su reciente declaración los Cardenales y Obispos franceses «lo que llama la atención en éste documento es que todo en él ha sido pensado, juzgado y propuesto en función del hombre, de su dignidad, de su plena expansión humana, de su destino eterno y de su salvación. Defender al hombre y sus valores personales he aquí el gran problema de hoy.

      Como en tantos otros terrenos la IGLESIA se ve aquí también obligada a moverse entre monstruos de signos opuestos. Una visión de conjunto de ésta gran batalla solo podrá tenerla la posteridad a través de la Historia. No hay duda de que entonces se verá y se comprenderá mejor que ahora el significado y el valor de la actitud que en ésta cuestión adopta la Iglesia. Cuando la Humanidad salga de la crisis «socialismo-liberalismo-capitalismo» tal vez pueda verse con mayor claridad que hoy las presiones y los peligros a que había estado sometida y el profundo equilibrio de la sociología personalista en medio de semejante tormenta.

      Frente al abuso, frente al exceso y el extremismo, los hombres nos dejamos llevar fácilmente al abuso, el exceso y el extremismo contrario.

      Así al comprobar las enormes injusticias económicas y sociales que ha producido en el mundo contemporáneo el individualismo económico y el abuso capitalista de los hombres y de los pueblos más ricos contra los más pobres, muchas personas se sienten atraídas hoy a un ideal socialista extremo, la colectivización de todas las empresas sociales y eliminación de la iniciativa privada, considerada como manifestación de un condenable egoísmo de individuos o de clases.

      En el momento actual se encuentra el mundo entre dos amenazas extremas: por una parte un neoliberalismo económico que hábilmente disfrazado de fórmulas técnicas, trata en el fondo de seguir manteniendo la exclusiva del poder económico en unas pocas manos privilegiadas. Por otra parte, un colectivismo totalitario que para alcanzar la igualdad y la distribución de los bienes entre los hombres intenta atribuir todos los órdenes de la vida social a la acción de un Estado gigantescamente hipertrofiado.

      Salvar al hombre, salvar a la humanidad, de uno y otro peligro, no es tarea fácil. A los ojos de los parciales de una y otra solución, las actitudes de justo medio pueden parecer tibias e inconsistentes. De cualquier modo muchos honrados capitalistas piensan hoy que la Iglesia se ha vuelto socialista, el léxico que ahora emplea, las libertades y reivindicaciones que ahora defiende como justas y necesarias, les resultan incomprensibles y escandalosas.

      Es cierto que cuando se habla de socialización muchas personas se sienten incómodas. Por una parte determinados experimentos estatificadores en la época contemporánea han dejado una estela de pésimos resultados. Por otro lado es normal que quien tiene asegurada una existencia confortable libre e independiente, se sienta amenazado por la invasión de lo social. Es normal esta actitud, es explicable, pero esto no significa que sea justa. Si la socialización nos resulta incómoda a los que vivimos bien, pero se presenta como necesaria, o como conveniente para los que viven mal, si se nos revela como el único camino para elevar el nivel de vida de los hombres y de los pueblos proletarios, debemos aceptarla y propugnarla como algo bueno y justo.

      Pero antes de seguir adelante en ésta disertación es obligatorio que nos planteemos la inevitable cuestión del significado de los términos. Debemos preguntarnos qué es lo que la palabra socialización significa en los labios de Juan XXIII y en las plumas de los sociólogos católicos más destacados.

      La propia encíclica nos proporciona elementos para éste análisis, distinguiendo dos perspectivas, una sociológica o fenomenológica relativa a lo que es y otra jurídica, organizativa o institucional relativa a lo que la socialización puede y debe ser.

      La socialización tiene en primer lugar un significado sociológico: representa un proceso de transformación de la vida humana caracterizado por un desarrollo creciente de lo social a expensas, al menos aparentemente, de lo privado o individual. Decir que la vida humana se socializa significa que lo social va invadiendo terrenos que hasta ahora pertenecían al área de lo individual, que van pasando al campo de las relaciones públicas actividades que antes eran del dominio de las relaciones domésticas e interpersonales.

      Este fenómeno de la socialización creciente de la vida humana es un hecho indiscutible, una realidad sociológica evidente que está ahí ante nosotros y que inútilmente trataríamos de ignorar.

      Cuál puede ser el origen de éste movimiento es cuestión difícil de resolver, porque en la historia las causas y efectos aparecen siempre confusamente entretejidas unas con otras. Sin duda alguna la socialización es en parte consecuencia de las grandes técnicas modernas. De la misma manera que la artesanía medioeval engendraba a su propia imagen y semejanza pequeños espacios domésticos y municipales, las técnicas modernas tienen necesidad y en cierto modo son generadoras de grandes espacios: espacios económicos, espacios urbanísticos y culturales, espacios humanos. Piensen por ejemplo en los medios de transporte y de difusión de ideas de que disponía el hombre medioeval. Los diminutos Estados, las pequeñas comunidades autárquicas de aquella época eran proporcionadas a las dimensiones de espacio y tiempo de que el hombre podía entonces disponer.

      Las categorías físicas del hombre se han ido multiplicando, su paso se ha hecho mucho más largo, su voz puede ahora alcanzar ámbitos mucho mayores gracias al empleo de técnicas más poderosas. De ahí que el espacio ciudadano se haya también acrecentado hacia fuera y hacia dentro. Por una parte se ha extendido hasta alcanzar magnitud planetaria o extraplanetaria. Por otra se ha hecho más penetrante interesando esferas del vivir humano que permanecían casi enteramente independientes de lo social.

      El ciudadano de otros tiempos construía su propia casa, cuidaba a su manera su salud y la de sus familiares, aprendía un oficio, instruía a sus hijos, se buscaba sus diversiones y todo ello sin salir de un pequeño ámbito interfamiliar. Hoy en cambio es la sociedad quien asume los cuidados sanitarios, la sociedad quien educa e instruye, la sociedad quien reglamenta el trabajo y el descanso, la sociedad incluso quien fabrica los medios de diversión en serie. Cuando digo la sociedad me refiero sobre todo a cierto espectral y misterioso sujeto social impersonal que nadie sabe ciencia cierta quien es, ni donde radica, un sujeto que se envuelve en una especie de anonimato y frente al cual el hombre individual, el hombre concreto, se siente impotente, y desesperado. Ese misterioso sujeto social, impersonal, en el que nadie se reconoce a sí mismo, le engloba, lo conduce, y se le impone en innumerables aspectos esenciales de su propia existencia.

      Signos de éste fenómeno de la socialización son, por ejemplo, la profesionalización del deporte, la estandardización del espectáculo la presión publicitaria, la invasión del hogar por la radio, el teléfono y la televisión, la organización exhaustiva y mecanizada del turismo, la creciente importancia de los transportes colectivos en la vida urbana y otros muchos que podían citarse y analizarse aquí.

      Todo ello no son más que signos externos, síndromes característicos de un proceso de transformación interior de la sociedad.

      Ahora bien, como advierte la propia Encíclica, haríamos mal en considerar éste proceso de socialización como algo fatal e inexorable.

      Desgraciadamente el hombre moderno, o por lo menos muchos hombres modernos, parecen haber reemplazado la creencia en el Fatum, el Hado o el Destino de los antiguos por la de una nueva fatalidad, un nuevo destino, que nos vendría impuesto a los hombres por cierta irreversible progresión de la vida social.

      He aquí algo que en la perspectiva personalista no podríamos aceptar. Si la socialización es un hecho histórico nadie debe impedir que los hombres, los ciudadanos, tratemos de enjuiciarlo, de intervenir en él para que no se convierta en una inhumana y violenta corriente que nos arrastre a todos.

      Debemos pues examinar sus ventajas y sus inconvenientes. Puede ser en efecto que algunos de éstos movimientos, que parecen producirse a expensas de lo personal, contribuyan por otra parte a dar a lo personal una mayor profundidad. Es indudable que el hombre de hoy, gracias a los medios técnicos de que dispone adquiere una mayor independencia y unas mayores posibilidades de vivir personal. En realidad en la socialización como en la técnica, existe una ambivalencia propia de todo lo que es instrumental. La socialización puede aplastar al hombre, pero convenientemente dirigida, puede también servir y debe servir para elevarle y humanizarle más y más.

      En realidad se enfoca mal el problema cuando se considera que lo social y lo individual son como dos polos opuestos o contradictorios y que los progresos de lo social se realizan siempre a costa de lo individual. La verdad es que lo social si está correctamente concebido es una auténtica dimensión de lo personal, que la persona es un ente esencialmente social. Podemos pues admitir que en la socialización reciente de las relaciones humanas, puede haber, y de hecho hay un gran bien, un enriquecimiento extraordinario de la persona humana.

      Por otra parte, el balance de la socialización debe ser establecido desde un punto de vista general, desde el punto de vista del bien común y no mirando exclusivamente a los intereses de ciertas clases o grupos sociales.

      Si algunos sectores privilegiados de la sociedad que disfrutan de un elevado nivel de vida y de independencia económica pueden sentirse perjudicados y privados de una parte de su libertad por las corrientes socializadoras no hay que olvidar que gracias a ésta se produce la elevación del nivel de vida de otros muchos hombres y pueblos hasta ahora relegados a situaciones que pudiéramos calificar de infrahumanas.

      La socialización entendida a la manera personalista, significa pues, al mismo tiempo, cierta mengua de libertad para unos pocos y aumento de posibilidades de desarrollo propiamente humana para muchos.

      Muchos de los males que se atribuyen a la socialización no proceden de ella misma sino del totalitarismo que a menudo la acompaña en las realizaciones históricas contemporáneas. El efecto de una socialización personalista (repito que no hay contradicción entre éstos términos, si se concibe correctamente lo personal y lo social) consiste en aumentar la fluidez del organismo social, en vivificarlo, en hacerlo más ágil, más genuino, más humano, en extender la libertad de movimientos de la persona en el interior de la comunidad. La socialización totalitaria tiende al contrario a coartar los movimientos espontáneos de los ciudadanos, su iniciativa, su visión personal.

      En éste sentido la socialización totalitaria aniquila la verdadera vida social tanto como el anarquismo, entendido como negación de la vida social, aunque de modo muy distinto a él. El anarquismo pulveriza la sociedad. El totalitarismo la convierte en piedra o en máquina y entrambas cosas viene a ser lo mismo, puesto que los movimientos de una máquina por ser puramente fatales, automáticos, determinados desde fuera, son también algo puramente físico e inhumano.

      No debe pues extrañarnos que Juan XXIII al tratar el tema de la socialización establezca como condición necesaria para el éxito de ésta el que los organismos intermedios y las múltiples iniciativas sociales gocen de una autonomía efectiva respecto a los poderes públicos, y que sus miembros sean considerados y tratados como personas y estimulados a tomar parte activa en la vida comunitaria.

      Si profundizamos en el espíritu de la Encíclica llegaremos a la conclusión de que para que la socialización sea aceptable hace falta que sea PROFUNDAMENTE HUMANA. Esto elimina los modelos de socialización mecánica en los cuales la libertad humana no está presente, o lo está solo en el orden de las altas decisiones reservadas a un número muy reducido de dirigentes sociales.

      Si socialización va a significar empobrecimiento del ámbito personal, entonces el pensamiento personalista no puede aceptar la idea de socialización. Pero si socialización significa liberación, esfuerzo común para liberar al hombre de cargas materiales, para asegurarle un mínimo de condiciones de vida, de suerte que él pueda vivir más libremente su vida personal, entonces el pensamiento personalista no puede menos de alabar la socialización.

      Ahora bien en nuestro caso, no se trata de condiciones materiales. En la perspectiva de una socialización personalista la iniciativa y el desarrollo de responsabilidad del hombre concreto deben hacer acto de presencia en todos los engranajes del orden social.

      Para lograr una socialización genuina debe realizarse pues un trabajo permanente de humanización de lo social. De nada sirve el crear grandes máquinas, grandes instituciones, en las que el hombre es manejado y zarandeado, y en cierto modo triturado como el grano de trigo por los rules de un molino hasta ser convertido en una harina perfectamente uniforme.

      Es preciso que la socialización no destruya ninguna de las estructuras delicadísimas que forman en su base la sociedad, estructuras naturales de índole muy diversa y que son la emanación directa e inmediata del vivir personal.

      Cuando se piensa en que no solamente el Estado sino también las grandes sociedades capitalistas, manejan ejércitos de personas convertidas en números de escalafones, desvinculadas y desarraigadas en muchos casos de sus propios pueblos y ambientes naturales, haciendo de ellos seres amorfos desprovistos de características propias, se pone uno inmediatamente en guardia contra los peligros de una socialización indiscriminada que no respete la necesaria inserción del hombre en su medio familiar y social.

      Hasta el equilibrio psico-somático del hombre podría verse comprometido por aquel tipo de socialización mecanicista, que se inspira más en las técnicas de la materia que en el conocimiento profundo de la síntesis humana.

      En un reciente estudio publicado por un médico sociólogo, el Dr. Chauchard en la revista «Economie et Humanisme» leía yo uno de éstos días las siguientes razonables palabras: «Es necesario confrontar las condiciones de vida que emanan del progreso económico y social con la higiene psico-somática del hombre para que la socialización del medio sea cada vez más liberadora en lugar de resultar más y más desnaturalizante».

      En buenos términos socializar debe pues equivaler a hacer más y más personal, más y más libre la actividad humana.

      En el fondo esto tiene mucho que ver con la función propia de la Asistencia Social. El asistente. El asistente o la asistente social están llamados a desempeñar un papel muy importante en una socialización bien entendida, entendida a la manera personalista a que acabo de referirme.

      La Asistencia Social actúa precisamente como nexo entre las instituciones y los hombres concretos que las forman o benefician de ellas. La Asistencia Social debe ser concebida en grande como una función humanizadora de lo social.

      El peligro de deshumanización que llevan consigo las corrientes socializadoras debe ser compensado por una acción inteligente destinada a evitar precisamente la multiplicación de los hombres masa.

      La situación proletaria más que una degradación económica es una degradación moral: la inconsciencia de la propia dignidad, la ausencia de libertad para determinarse uno a sí mismo para conducir sus propios destinos. En éste sentido el vivir proletario es un vivir impersonal: se trata de una verdadera enajenación desde el momento en que el hombre queda de esa suerte convertido en cosa.

      Una socialización más entendida, aunque fuese acompañada de un progreso material, podría contribuir a aumentar la proletarización porque se puede incluso disfrutar de un elevado nivel de vida material y seguir siendo un auténtico proletario.

      Una función de Asistencia Social en gran escala debería pues apuntar no solamente hacia la solución de los problemas materiales de los individuos y de las familias, sino también y sobre todo, estimular por todas partes el sentido de responsabilidad, un sentido de libertad y de espontaneidad, de modo que las opiniones, los deseos y las aspiraciones concretas en lugar de quedar represadas en una especie de subconsciente colectivo, se expansionen y tengan plena realización en un vivir comunitario digno de éste nombre.

      Que los hombres conozcan sus derechos que aprendan a ejercerlos que adquieran el sentido de su propia dignidad y el hábito de defenderla por procedimientos honestos aunque no desprovistos de la necesaria energía. he aquí lo que a mi juicio debe ser la gran tarea de la asistencia social concebida a gran escala. Función desproletarizadora. Función amplísima que no solo alcanza a los que han elegido ésta profesión concreta, de la que hoy se presenta en Guipúzcoa el primer plantel, sino que afecta también a gran número de personas que de un modo o de otro ejercen o desempeñan un papel social.

      Sin duda alguna una comunidad constituida por ciudadanos conscientes puede en algunos casos ser más difícil de conducir que una sociedad mecanizada, integrada por solo ruedas y engranajes, por piezas automáticas desprovistas de toda noción de independencia personal. Pero aquella dificultad no debe ser un motivo para que el hombre de hoy renuncie a un vivir «social-personal» para que se eche en brazos de las soluciones mecanicistas. Ello equivaldría a aceptar de antemano un fracaso ulterior a cambio de una facilidad inmediata.

      En resumen, para que la socialización no engendre un monstruo hace falta que el cuadro en que se desarrolle sea eminentemente personalista, es decir que su contexto político-social se apoye en una libre, responsable eficaz y auténtica participación de los individuos todos en la actividad pública.

      Esto requiere una función de educación y de estímulo, de contacto y de conocimiento que no puede ejercerse sin amor y que en algunos aspectos tiene una estrecha relación con misiones propias de la Asistencia Social.

      El tema de la socialización no es pues en ninguna manera extraño a las preocupaciones propias de ésta Escuela.

      He aquí porqué me he permitido atraer y entretener vuestra atención durante un rato sobre esta cuestión tan actual hoy en todo el mundo.

 

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