Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Ni verdad ni mentira

 

El Diario Vasco, 1965-05-16

 

      Ha llovido mucho desde que, hace unos veintisiete siglos, el cretense Epiménides lanzó a la circulación su famosa frase anfibológica «los cretenses son siempre mentirosos». De esta misma frase resulta que Epiménides no pudo menos de contradecirse al pronunciar tales enigmáticas palabras. ¿Qué dijo entonces? ¿Verdad o mentira? «Ni verdad ni mentira, sino todo lo contrario», tendríamos que responder en términos codornicescos.

      La lógica tradicional afirmó siempre que no hay más que dos clases de proposiciones dotadas de sentido: las verdaderas y las falsas. Según esto, resulta imposible un tercer término, es decir, lo que los escolásticos suelen llamar el «tercio excluso». Así, lo que no es verdadero es falso y lo que no es falso es verdadero.

      La lógica ternaria, en cambio, afirma la existencia de una tercera postura lógica, que corresponde a lo que no es verdad ni mentira. Es decir, una especie de puerta secreta del silogismo, por donde el intelecto humano se escaparía, de cuando en cuando, a correr aventuras en barrios extramuros de la férrea realidad.

      Unamuno ha sido entre nosotros uno de los más grandes burladores del tercio excluso. Todo el mundo conoce el odio mortal que le profesaba a la «cochina» lógica bivalva. Pero sus silogismos eran como caballeros andantes del espíritu que tenían un seso un poco sorbido y pertenecían más al mundo mágico que al mundo lógico —razón por la cual los escarbadores de la deducción nunca han querido concederles importancia alguna.

      Ha habido en cambio otros filósofos «profesionales» que se han dedicado a desmontar al principio del tercio excluso desde el interior mismo de la lógica, tratando de fabricar paradojas y antinomias, de las más variadas hechuras, para probar que existen proposiciones coherentes al margen de la verdad y el error.

      Así, entre otras muchas, la divertida parábola inventada por el intuicionista Brouwer acerca de un soberano xenófobo que, queriendo evitar la presencia de extranjeros en su isla, dio orden de que a todo recién llegado se le obligara a hacer una afirmación. Si ésta resultaba cierta, el hombre debería ser ahorcado, y si falsa, decapitado. Hasta que un día apareció en la isla un sabio muy sabio, el cual supo burlar la poco apetitosa disyuntiva lanzando la siguiente camelística frase: «Seré decapitado». La perplejidad del funcionario encargado de juzgar acerca del destino de los desdichados viajeros fue enorme. ¿Cómo cumplir la orden del rey sin incumplirla al mismo tiempo? Si la afirmación era verdadera, había que ahorcar al sabio, con lo que la misma resultaría falsa, mientras que si era falsa, había que decapitarle y entonces el fatídico presagio resultaría trágicamente verdadero. Así lo dicho por el sabio no era ni verdadero ni falso y esto salvó su vida de ambas suertes amenazadoras.

      También el escritor siente muchas veces una especie de necesidad o de tentación de afirmar algo que no sea verdad ni mentira porque ha podido comprobar que tanto lo uno como lo otro, tanto la verdad como la mentira, hieren e irritan a las personas.

      Cierta gente no quiere que se le mienta; pero tampoco soporta que se le diga la verdad. Así, pues, suele hacer falta inventar un tercio excluso, algo que no sea verdad ni mentira, «sino todo lo contrario».

      Hoy, lo mismo que en el siglo V antes de Cristo, la mayoría de los mortales no quiere sabios y prudentes que les digan la verdad, sino simplemente sofistas que entretengan, una especie de arlequines de la literatura, que sin decir nada parezca que afirman mucho. Y este tipo de escritores abunda y prolifera extraordinariamente entre nosotros.

      Según estos señores, las verdades, ciertas verdades sobre todo, molestan extraordinariamente y hay que guardarse de decirlas, aunque no sea más que por pura cortesía. Incluso hay que evitar el confesárselas uno a sí mismo para poder vivir tranquilo.

      Pero todo hombre necesita que alguien le muestre la realidad desde fuera de sí mismo. Hasta el Papa —y perdonen ustedes esto que puede parecer una irreverencia—, hasta el Papa tiene que tener alguien al lado que le diga las verdades.

      El escritor debe, pues, rehuir la tentación de refugiarse en el tercio excluso. En la medida de sus fuerzas y de sus posibilidades, cada hombre debe decir la verdad o lo que el cree que es verdadero. Y todo lo demás son meros subterfugios.

 

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