Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Cine y Teatro

 

El Diario Vasco, 1965-06-06

 

      Â«ESPRIT» de mayo dedica su cuaderno al teatro. fiesta o rito, diversión o paraliturgia, el teatro sigue siendo, hoy como ayer, un tema importante.

      La época del teatro falsamente realista, es decir un teatro sin misterio ni compromiso, a la manera, por ejemplo, del teatro de Benavente, que no era en el fondo sino una manifestación expresiva de los convencionalismos y alienaciones de una sociedad burguesa, está hoy casi completamente superada.

      Por encima de las polémicas actuales, los nombres de Ionesco, Claudel, Lorca, Beckett y otra docena más, bastan para garantizarnos que el teatro es algo más importante que una diversión distinguida, destinada al placer de damas y caballeros repantingados.

      Más aún, puede decirse que la importancia del teatro crece a medida que el hombre de la gran ciudad va sintiéndose más solitario dentro de esa inmensa máquina que llamamos la civilización técnica.

      Porque el hombre, todo hombre, necesita una comunicación y la máquina no es capaz de proporcionársela.

      Entre el teatro y el cine hay muchas diferencias, claro está, pero una de ellas, que me parece sustancial, consiste en que el primero implica una presencia humana efectiva, una comunicación «inter vivos», que en el segundo no se da de la misma manera.

      En el teatro esta presencia humana es real, mientras que en el cine la cámara y la pantalla se interponen entre el actor y el espectador dejando a ambos encerrados en sus propios hermetismos.

      Por eso, al salir de una sala de cine uno se siente casi siempre algo así como fracasado o defraudado. Es un fenómeno parecido al que le ocurriría a un enamorado, separado por muchos kilómetros de distancia de su amada, y condenado a hacerle el amor únicamente a través de los hilos del teléfono. Faltan, en un caso como éste, las efusiones y compensaciones propias de un auténtico diálogo de enamorados.

      En el teatro, por malos que sean los comediantes, uno se encuentra en presencia de seres humanos, provistos de sangre, cuerpo y alma, viviendo al mismo tiempo que ellos la aventura de una misma farsa.

      La pantalla no oye, ni ve, ni siente. La emoción puesta por los actores en su trabajo constituye un hecho ya pasado, que aconteció alguna vez, frente a una cámara, en medio de una fatigosa tramoya. Quizás el actor ha muerto ya cuando le vemos hablar y moverse ante nosotros y su presencia en la pantalla adquiere un sentido extraño de fantasmagoría macabra e irreverente.

      Tanto el público de cine como el actor de cine sufren del mismo mal: ausencia del «otro», falta de comunicación humana. La cámara cinematográfica es para el actor un muro, como lo es la pantalla para el espectador. Ante ese muro el actor de cine debe experimentar una frustración fundamental al verse privado de todo eso que el público da al actor de teatro y que éste conoce y espera de él: la atención silenciosa y expectante de la sala al plantearse el tema, los movimientos diversos con que el público acoge tal o cual frase, tal o cual parlamento, previstos ya de antemano por el comediante, el murmullo, la risa y la carcajada colectiva y, finalmente, el aplauso que confirma, por un instante, al actor, el valor de su trabajo.

      Toda esta serie de fenómenos, gestos y actitudes, con los que los espectadores van subrayando su participación en la obra, es lo que el actor espera y recibe de «su» público. Porque el público es «suyo», el actor lo hace suyo por un momento, de la misma manera que el espectador hace «suyo» al actor.

      En el cine es inútil aplaudir; resulta un poco estúpido aplaudir a una máquina. Nadie recibe la expresión de los sentimientos y emociones del espectador, si no es la acomodadora o el empresario.

      En relación con el teatro, el cine —y perdonen ustedes la comparación— es algo así como una especie de fecundación artificial.

      No es que yo quiera disminuir la importancia del cine, ni desconocer los enormes valores y posibilidades que encierra, y, menos aún, en pleno Festival donostiarra, sino apuntar ciertos aspectos que distinguen esencialmente ambas artes.

      Sinceramente, echo de menos el teatro y el número de «Esprit» me hace recordar que ustedes y yo vivimos en una pequeña ciudad privada de escenarios permanentes y no en el gran París con sus cincuenta tablados abiertos a todas las inquietudes del mundo.

      Sólo nos queda un recurso, que es aun más artificial que el cine: «leer» teatro en lugar de verlo y de «participar» en él.

 

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