Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Acerca del improperio

 

El Diario Vasco, 1966-05-22

 

      El profesor Ãlvaro d'Ors ha escrito en un reciente artículo que «la inmensa mayoría de los estudiantes son menores de edad y, en consecuencia, carecen de capacidad jurídico-política: el que no puede votar tampoco debe gritar».

      Recordar a estos estudiantes su minoría legal de edad, no lo considero acertado por parte de un profesor, y menos aún en un país como el nuestro, en el que zonas demasiado extensas de la sociedad se hallan reducidas a un trato de minoridad permanente.

      No, no es por ahí por donde se puede dialogar con los jóvenes. Y la respuesta la hemos visto en esa pancarta de Montejurra que rezaba: «Los estudiantes no somos párvulos».

      Por otra parte, parece desprenderse de la frase que comentamos —aunque es seguro que su autor no quiso darle tal sentido— una especie de relación directa entre el derecho al voto y lo que pudiéramos llamar «el derecho al grito».

      La afirmación «el que no puede votar tampoco debe gritar» induce a pensar que la facultad de votar confiere automáticamente a los ciudadanos cierto derecho a gritar. Principio altamente dañino y perjudicial para la sociedad.

      Porque precisamente es lo contrario. Precisamente, en aquellas sociedades en las que el derecho al voto se halla reconocido y garantizado por la Ley y tiene una trascendencia grande en la vida política y social de la nación, es donde el grito resulta menos necesario y, sobre todo, menos justificable. Es decir, que si se hablase y se votase más quizás hubiera menos necesidad de gritar.

      Estos días se observa que, con motivo de algunos hechos recientes, en cuyo análisis no pretendo entrar en este momento, ha crecido la propensión al grito al improperio. Usado contra quien no puede fácilmente explicarse ni defenderse, dicho procedimiento me parece aún menos aceptable.

      Mi pensamiento no ha variado nunca sobre este punto. Hace bastantes años me expliqué acerca del mismo tema en la conferencia que di en la Universidad de Verano de Santander sobre el tema «La intolerancia en el Catolicismo español» («Catolicismo Español», E. Cult. Hisp., Madrid, 1955).

      Entre otras muchas cosas recordaba yo allí la polémica de Menéndez Pelayo con el Padre Fonseca, en la que este religioso calificaba al ilustre polígrafo de «torpe», «impostor», «calumniador» y «perturbado», hasta el punto que don Marcelino llegaba a exclamar dolorido: «Si esto hace con los católicos, ¿qué guarda el Padre Fonseca para el señor Salmerón?».

      Como verá el lector, el mal es antiguo y está hondamente arraigado en nuestras costumbres.

      El periódico «La Voz Social» aplicaba recientemente a los dirigentes de algunos movimientos obreros católicos que no le son simpáticos, los siguientes epítetos: «compañeros de viaje», «tontos útiles», «anarquistas», «rebeldes», «impíos», «falsos neocatólicos», «falsos pastores y consiliarios zelotes», «curas que han leído más a Marx que el Evangelio»...

      Y todavía más recientemente, en otros diarios de mayor difusión, se nos ha hablado de «bonzos incordiones» y de «curas desmelenados».

      Estas formas de expresión pública me han parecido —y, como a mí, a otros muchos— enteramente inaceptables. Y no porque las personas insultadas sean de esta o de la otra condición o ideología, no porque sean católicas o porque vistan tales o cuales hábitos, sino pura y simplemente porque son personas.

      Para mí, el improperio, el insulto, la detracción personal, vengan de donde vinieren, siempre serán el lenguaje de la pasión y del instinto. En ningún caso el de la justicia y el de la razón.

 

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