Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Problema

 

El Diario Vasco, 1966-07-31

 

      Uno de los problemas más importantes y peor conocidos que existen hoy en Guipúzcoa, como en otras regiones de análogas características económico-sociales, es el problema de «enracinement». Recordemos de paso que «L'enracinement» es el título de un libro de Simone Weil, que aquella elegantísima mujer escribió con el corazón, al mismo tiempo que con la cabeza, que es como debieran escribirse todos los libros que hacen referencia al hombre y a lo humano.

      Por desgracia, muchos de los que pretenden salvar al «Hombre», rescatarlo de las diversas tiranías a que está sometido, son gentes de poca imaginación y de ningún instinto poético. Los alumnos que se preparan para ingenieros, economistas y politicistas, debieran dedicar por lo menos una hora diaria al cultivo de la poesía lírica y popular. Esta sería quizás la única manera de inmunizarlos contra la gran enfermedad de hoy: la «calcificación» del espíritu. Sí. En efecto, es así. Muchos hombres modernos tienen el espíritu calcificado y lo peor es que no lo saben.

      Pero, volviendo al vocablo «enracinement» observemos que es palabra prácticamente intraducible al castellano. Y no se nos diga que ahí está el término «arraigo», porque «arraigo» no llega a cubrir, en modo alguno el mismo frente de ideas que «enracinement». Como todo el mundo sabe, las palabras, o por lo menos ciertas palabras, pierden al ser traducidas una gran parte de su riqueza conceptual y vivencial. ¡Qué le vamos a hacer! La culpa es, sin duda, de los habitantes de una ciudad llamada Babel.

      Arraigar es echar raíces y esto vale tanto para los hombres como para las plantas. Un hombre arraigado es un hombre que ha echado raíces físicas y espirituales en una tierra. Entre este hombre y la tierra en que ha nacido, o vive, existe una trasvasación de jugos vitales y una comunicación profunda de toda especie de sustancias humanas y humanizantes.

      El desarraigo es lo contrario. El desarraigo es vivir sin tierra, con las raíces del alma a la intemperie o introducidas dentro de una tierra extraña, arisca que no alimenta el alma, que la mata.

      Oímos decir a muchas personas que hoy hay que ser «universal» y esto nos hace sonreír, aunque más debiera hacernos llorar. Porque ese presunto hombre universal no es más que un hombre sin rostro ni entrañas.

      Hoy se confunde «cultura» con «instrucción» y con «información», cuando en realidad la palabra cultura debiera hacer inevitablemente referencia al cultivo de una tierra humana, concreta y determinada.

      La verdadera cultura no consiste en el manejo de unos conceptos intercambiables, de unas piezas «standard», que pueden ser adaptadas a cualquier clase de máquinas humanas, sino algo que está profundamente ligado a un medio humano determinado, con su fisonomía y su figura propias.

      El desarraigo es una de las causas más profundas y menos conocidas de la angustia existencial, ese mal que aqueja tan bárbaramente al hombre urbanizado de nuestro tiempo. El desarraigo ha hecho por sí solo más esclavos que todos los poderes tiránicos de este mundo, puesto que le priva al hombre de su fisonomía y con ella de su propia sustantividad personal.

      Presumen algunos que liberado el hombre, por la técnica y por una legislación económica y social adecuadas, de sus esclavitudes materiales, se elevaría después en el dominio cultural («instruccional» diríamos más bien, porque para ellos este viene a ser el significado de dicho término). Pero no es esto lo que vemos en nuestra civilización occidental. Nada más bárbaro que el hombre «civilizado» de hoy, el hombre «deraciné», al que se le ha privado de un modo particular de ser humano. Su instrucción puede ser elevada. Su cultura es prácticamente nula, mucho menor que la del último casero de Régil o de Lesaca.

      Existen hoy en Guipúzcoa muchos hombres y mujeres desarraigados que perdieron, por triste necesidad del vivir, el calor de una tierra. Haría falta que pudieran encontrarlo aquí de nuevo, que lograran asimilar nuestro clima y nuestro modo de ser, que pudieran incluso aprender nuestra lengua, tan íntimamente asociada a todo lo nuestro, sentir nuestros mismos afectos y esperanzas. Pero para ello sería necesario que nosotros pudiéramos ofrecerles una personalidad de la que nosotros mismos nos sentimos cada vez más desprovistos, por razones históricas y sociológicas de diversa especie.

      Así la tragedia de estos movimientos migratorios es doble. 1) Por una parte, nosotros perdemos nuestras tradiciones, sin que a muchos de los nuestros, que alardean de tener los pies bien puestos en el suelo, parezca dolerles lo más mínimo, porque también éstos están desarraigados por el «progreso», a pesar de no haber salido del propio país.

      2) Por otra, hombres y mujeres, venidos de otras tierras, no encuentran aquí muchas veces sino barriadas sin carácter, donde ya no se puede seguir siendo andaluz ni extremeño, porque falta el sol y el campanario del pueblo pero tampoco se puede ser vasco, porque nada invita a serlo. Sólo les invitamos a ser «hombres universales», supremo sarcasmo para un desarraigado.

      Â«L'enracinement —ha escrito Simone Weil— est peut-être le besoin le plus important et le plus méconnu de l'âme humaine».

      Estas palabras, sólo estas palabras, debieran bastar para que algunos se pusieran a meditar sobre nuestro problema.

 

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