Carlos Santamaría y su obra escrita

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«Gizona ta Kidea»

 

El Diario Vasco, 1966-08-07

 

      Â«El teatro es algo colectivo; es donde el público interviene más y el poeta menos» —escribía Unamuno.

      Y en efecto en el teatro el autor es algo así como el augur de la fantasía colectiva. Si ésta no existe, si el pueblo está dormido o ausente de su propia alma, el teatro no pasa de ser un artificio más o menos espectacular. El teatro debe ser «comunión», comunión más que espectáculo.

      Y así lo era en la antigüedad, cuando existía una cultura popular auténtica que engendraba dramas nacidos de sus propias entrañas.

      E. P. Errandonea, máximo especialista del teatro griego e investigador de fama internacionalmente reconocida en este terreno, ha demostrado y confirmado la tesis aristotélica de que, en el teatro de Sófocles, el coro es un verdadero personaje, pero un personaje de carácter colectivo, que encarna en realidad al pueblo y a la conciencia de la comunidad.

      Hoy estamos lejos de aquella comunión trágica de ideas y sentimientos. Por eso el teatro decae de su antigua grandeza; porque decae el pueblo, porque la conciencia colectiva apenas se ocupa más que de cosas banales.

      Pero aún se producen algunos hechos esperanzadores. Me decían hace unos días, por ejemplo, que la representación de «Der Doppelgaenger» —una obra teatral de la mejor estirpe trágica, original de Friedrich Dürrenmatt, traducida al vascuence por don Antonio María de Labayen, bajo el título «Gizona ta Kidea»— ha sido seguida con auténtico interés por pequeños auditorios aldeanos de esos que suelen ser considerados como «incultos».

      Cosas raras que ocurren y que nos hacen pensar que la atención hacia los grandes problemas trascendentales del hombre aún se refugia en algunos rincones del alma popular.

      En «Gizona ta Kidea» se plantea un problema profundo, de rango calderoniano, pero rigurosamente existencialista, que nos recuerda mucho la trama de «El proceso», de Kafka.

Intervienen en este drama el Hombre y su Doble (Gizona ta Kidea). También la Mujer. Y, por otra parte, el Autor y el Empresario, que hacen el papel del «Coro personaje», tal como nos lo describe el P. Errandonea en su importante estudio sobre el teatro de Sófocles.

      El asunto de este drama es en el fondo el sentimiento de «culpabilidad», la idea latente de que se nos ha jugado una mala pasada trayéndonos a un «mundo perro», donde todos tenemos que acabar por resultar culpables ante un tribunal misterioso e incognoscible.

      — «Yo no soy culpable» —grita el Hombre.

      — «Todos somos culpables de la muerte de ese» —contesta el Doble inexorable.

      Y el Hombre del drama acaba por matar y lo hace precisamente «porque no quería matar», extraña paradoja de la culpabilidad, la cual sirve siempre a un destino ajeno.

      La acción es pausada, penetrante, extraña, irritantemente lógica en algunos momentos. Nos hace sentir el círculo de hierro que determina la condición humana.

      O, tal vez, como un eco de esta angustia metafísica, la opresión psicológica típica de las situaciones totalitarias, donde el ciudadano vive aplastado por un aparato social de culpabilidad colectiva, la situación judía en la Alemania de Hitler, por ejemplo.

      Es esperanzador que la representación de esta obra teatral haya podido ser seguida con interés y comprensión por auditorios sencillos y rurales.

      Yo estaba atento a la experiencia; si he de ser sincero, temía que fracasase. Pero el verdadero pueblo siempre está a la altura de los temas eternos; siempre, si hay alguien que se las quiere poner a tiro.

 

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