Carlos Santamaría y su obra escrita

 

San Juan de la Cruz

 

El Diario Vasco, 1966-11-27

 

      Dedico siempre por estas fechas (24 de noviembre) un comentario al pensamiento o a la figura de San Juan de la Cruz, y es esto para mí una satisfacción esencial que el lector —tan atareado, tan afanosamente atareado— sabrá, sin duda, perdonarme.

      Hoy corren malos vientos para la «mística». La idea de que está pasada de moda y de que actualmente se impone un cristiano activista y social, se halla muy extendida y revela, a mi juicio, un desconocimiento completo del significado preciso de aquella importante palabra y de lo que el propio cristianismo encierra en sus más puras esencias.

      Precisamente ahora que la religión se va deshaciendo poco a poco de la costra de supersticiones, mitos y convencionalismos que la envolvían —en esto estamos de enhorabuena, pero conste que aún queda muchísimo que hacer en este terreno— vamos aproximándonos cada vez más a la postura de la fe desnuda, la única que merece la pena de ser vivida a fondo.

      Para mí, San Juan de la Cruz es un doctor completamente moderno, el más apropiado a la situación de vacío filosófico y espiritual de la Humanidad contemporánea.

      Me haría falta mucho más espacio, y más tiempo, del que dispongo, para demostrar que las «nadas» de San Juan no se oponen en modo alguno a la acción ni al conocimiento del mundo, ni a la lucha por la promoción humana en el tiempo y en la historia.

      Se acusa a los «místicos» —empleo todo el tiempo esta palabra en un sentido un poco menor, que no es el propiamente técnico de la misma— de «amundanos» o de «antimundanos». Se opone a ellos un sentido nuevo de cristianismo mucho más «deportivo» y más «tratable», a la manera de un Teilhard de Chardin.

      Sin embargo, no existe tal oposición. Si se leen con atención los escritos ascéticos del jesuita francés, se verá que, en el fondo de ellos, se agita el mismo espíritu de anonadamiento, que es la quinta-esencia del pensamiento del fraile carmelitano.

      Teilhard ha escrito que «tenemos el derecho y el deber de apasionarnos por las cosas de la Tierra». Pero, al tratar de lo que el llama las «negatividades» o las «pasividades» (el fracaso, el envejecimiento, la enfermedad, la muerte, temas esquivados por Marx) no ha ocultado el doble fondo de la condición humana. «En la actitud del optimismo cristiano late siempre un fondo oculto de renunciamiento. El hombre que se entrega al deber humano, según la fórmula cristiana, aunque exteriormente puede parecer sumergido en los cuidados de la Tierra, es en realidad un ser profundamente desasido de todo. Convencido del valor y del interés contenido en la más pequeña de las victorias terrestres, no está menos persuadido de la nada radical de todo éxito humano fuera de Dios».

      En algunos pasajes, la noche teilhardiana, «noche impenetrable cargada de presencias divinas», aparece muy cercana de la doble noche oscura, de los sentidos y del espíritu, poetizada por San Juan de la Cruz.

      Â«Todo es negro y, sin embargo, todo está lleno del Ser alrededor de nosotros mismos. Estas son las tinieblas cuajadas de promesas y de amenazas que el cristiano tiene que iluminar de presencia divina».

      Verdaderamente estos dos espíritus, aparentemente tan distantes, están muy cerca el uno del otro en lo profundo de su pensamiento.

      Porque en realidad, para Teilhard también —¡cómo no!— lo único que queda al término del camino de las desnudez y de la nada, es la vida de la fe. Vivir de fe desnuda, sin formas, ni imágenes, ni artificios, ni convencionalismos que puedan interponerse.

      Â«He sentido planear sobre mi mismo —escribe— el vacío y la miseria esencial del átomo perdido en el Universo. La única cosa que me ha salvado es el oír la voz evangélica: «Soy Yo, no temas»».

      No. No hay un cristianismo activista y social que pueda oponerse al cristianismo esencial de la cruz. Y Teilhard no es tampoco hombre para andar «en busca de dulzuras» y de «golosinas de espíritu».

 

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