Carlos Santamaría y su obra escrita

 

«Dios sin Dios»

 

El Diario Vasco, 1967-05-07

 

      El obispo anglicano de Woolwich, John A. T. Robinson, publicó en 1963 una obra («Honest to God») que fue muy discutida en los medios religiosos, sobre todo en Holanda y en Estados Unidos.

      Al año siguiente, Louis Salleron la traducía al francés bajo el título «Dieu sans Dieu», no son hacerlo proceder de una cautelosa «advertencia del traductor al lector católico».

      Ahora acaba de salir una edición en catalán («Sincer envers Déus») fuertemente atacada por la revista «Cristiandad», de acusado matiz conservador, que se publica en Barcelona. «Cristiandad» se lamenta de que el prólogo de la edición catalana sea —¿cómo diría yo?— menos «proteccionista» que el de la francesa.

      El hecho es que el libro está ya ahí, con sólo cuatro años de retraso. A pesar de esa primera embestida a la que hemos aludido, es muy de temer que entre nosotros no se levante polémica alguna. A nuestros católicos ultra-dogmáticos, y como tales infinitamente perezosos, les tiene en el fondo sin cuidado la reflexión y el pensamiento religioso porque, como es sabido, nosotros «ya» estamos en la verdad.

      No entraremos aquí a juzgar esta obra lo que sería demasiado aventurado. Hemos de señalar únicamente que la revista «Esprit» de este mes publica un minucioso comentario sobre las ideas de Robinson, que ahora vuelven a estar de actualidad en Francia con motivo de la aparición de otro libro suyo, «La nueva Reforma».

      Opina Robinson que el Dios de los teístas, el Dios razonable, etéreo y silogístico de los teístas, está ya completamente periclitado, pero que con él mueren también muchas de nuestras viejas concepciones o imágenes religiosas, ligadas a cierta cultura hoy completamente anticuada. Como hombres sumergidos en una nueva cultura científica y filosófica, casi completamente desmitificada, «debiéramos ser ateos». «¿Por qué no lo somos?». Esta es la cuestión que se formula a sí mismo el Dr. Robinson. Y su último libro es su respuesta la cual ha de dejar más inquietos que apaciguados a los verdaderos creyentes.

      El comentarista de «Esprit», J.J. Natanson, llega a la conclusión de que puede haber en este libro todas las proposiciones modernistas, relativistas, existencialistas y freudianos que se quiera, pero que lo que más cuenta en él es «la autenticidad de una fe que, en último extremo se recupera en la contemplación de la cruz de Cristo». «Hay cosa mejor que hacer que tirar piedras contra el libro».

      Valdría, en efecto, la pena, de que los directores religiosos de nuestra juventud —a veces tan ausentes de lo moderno y de todo lo que suponga «estar al día— en lugar de limitarse a lanzar piedras, o prohibiciones, que para el caso viene a ser lo mismo, se estudiasen estas obras a fondo y vieran lo que de real y de auténtico pueda haber en su modo de plantear el problema de Dios.

      La necesidad de «transformaciones audaces» a la que el otro día aludíamos refiriéndonos al campo económico-social se deja también sentir, con mayor intensidad todavía, en el terreno del pensamiento religioso. De no adoptarse nuevas posturas, pronto nos encontraremos ante un ateísmo mucho más hosco del que ahora empieza a entreverse.

 

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