Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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El ecologismo

 

El Diario Vasco, 1980-06-08

 

      La palabra griega «OIKOS» significa «casa». De esta raíz procede el término «Ecología».

      La Ecología —como se sabe— es la parte de la Biología que estudia la vida de los seres animados en relación con el medio en que habitan.

      La naturaleza es, en efecto, algo así como una gran casa: la casa del hombre y de las plantas y animales todos que con él conviven.

      Dentro de esa gran casa de la naturaleza cada especie tiene su «OIKOS», es decir su medio, su ambiente, un «chez soi» fuera del cual difícilmente puede la misma sobrevivir.

      Evidentemente, entre el ser vivo y su medio existe siempre una inter-acción. El medio modifica el desarrollo y la evolución de las especies que en él habitan; pero éstas pueden también —hasta cierto punto— transformar el medio haciéndolo más propicio y habitable para sí mismas. Así la pura Física y la Biología se interfieren dando lugar a los más sorprendentes resultados.

      Ciencia apasionante, la Ecología conoce hoy una especial popularidad, pero no precisamente por motivos científicos, sino por otros de los que luego hablaremos.

      El problema se plantea de la siguiente manera: puede decirse que, hasta ahora, en la naturaleza había reinado una relativa paz, un relativo equilibrio. Relativos decimos, porque —como todos sabemos por experiencia propia— en la naturaleza se produce una constante, implacable y universal lucha entre las especies, que así se limitan y destruyen mutuamente.

      Ahora bien, todo esto entra en lo que pudiéramos llamar el «orden natural de las cosas». Actualmente es el hombre el que ha venido a complicarlas extraordinariamente.

      El escritor francés Gustave Thibon hablaba hace ya bastantes años sobre la violencia, afirmando que ésta se extiende a todo el universo, sin perjuicio de que —al mismo tiempo— orden y armonía sigan reinando en éste.

      Â«La gacela —decía Thibon— sufre violencia entre los dientes del tigre, pero la paz reina en el movimiento de los astros y en el retorno periódico de las estaciones».

      Es cierto —sí— que «la gacela sufre violencia entre los dientes del tigre» —delicioso eufemismo. Pero yo me pregunto: ¿qué pretende el señor Thibon? ¿Que el tigre se haga vegetariano?

      El tigre es carnívoro y se alimenta —por ejemplo— de gacelas. ¿Tiene esto algo de particular? Tan natural es que el tigre devore a la gacela como que ésta se apaciente de hierbas y flores en los prados y boscajes que estén a su alcance.

      En nada de eso hay todavía violencia, tomada esta palabra en su sentido riguroso y estricto.

      La verdadera violencia viene después: viene con el hombre y sólo con el hombre. Porque sólo el hombre tiene capacidad para proceder en la naturaleza de modo anti-natural.

      Así, en los últimos tiempos, el hombre, armado de sus artificiales técnicas, ha introducido un gran desorden en la «casa natural» de los seres vivos, comprometiendo, no sólo su propia existencia, sino también la de los demás inquilinos de ese medio común.

      Desde el siglo XIX el industrialismo y el consumismo parten —al parecer— de un principio tácito que consiste en suponer que el hombre puede explotar indefinidamente a la naturaleza para satisfacer los deseos y las necesidades sin límites de una Humanidad desaforada.

      Gandhi echa en cara a los occidentales este desaforo en su libro: «Su civilización y nuestra independencia». Gandhi lanza como un desafío a la mentalidad occidental, ideas como —por ejemplo— la del «culto a la vaca», que no pueden menos de extrañar y escandalizar a los occidentales. Lo que no han comprendido aún la mayor parte de éstos, es el significado simbólico que este culto tiene en el cuadro de la cultura hindú. El mismo Gandhi lo ha explicado alguna vez: la vaca simboliza «el mundo de los seres animados que no hablan», es decir, el mundo «infante» de las plantas y de los animales.

      El culto de la vaca viene a ser, pues, algo así como una especie de sacramento ecológico, lleno de profundas vivencias, mediante el cual el hinduismo trata de infundir a los creyentes un inmenso respeto hacia ese mundo de los animales y de las plantas que el bárbaro occidental cree poder explotar y destruir a mansalva.

      Frente a la enorme destrucción producida por el desarrollismo surge ahora la protesta. En este momento puede decirse que dos «ismos» han nacido casi a la vez, el uno contra el otro. al mismo tiempo que el desarrollo se convierte en desarrollismo —ideología del desarrollo a todo precio— la ecología tiende a transformarse en ecologismo.

      Pero la ecología es una ciencia y el ecologismo —en cambio— una ideología.

      Â¡Peligroso trueque! ¡Peligrosos siempre los «ismos»! Cada vez que surge uno de ellos, por elevada y bella que sea la idea que lo inspire, pueden temerse los más grandes desórdenes. Malo es —por ejemplo— que los cristianos pierdan su fe; pero peor aún que los mismos se conviertan en «cristianistas», defensores, más o menos armados, de una determinada ideología. (Sobre este tema escribí yo hace muchos años —en plena teocracia— en este mismo periódico).

      Es evidente que la mayor parte de los ecologistas no son ecólogos. ¿Qué son pues?

      La respuesta que exige esta pregunta es muy compleja. En algunos momentos no se llega a ver claro el panorama; no se sabe bien si los ecologistas son gente de extrema izquierda o —por el contrario— gente de extrema derecha.

      El análisis de este asunto es complicado: volveremos pues a él en una próxima ocasión.

 

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