Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Las lecciones de la historia

 

El Diario Vasco, 1980-11-30

 

      Un vistazo simplificador a la historia de España desde el final de la guerra de la independencia hasta el presente, permite presentar aquella como una sucesión alternada de períodos democráticos y de períodos anti-democráticos.

      Pero hay en ese fenómeno una particularidad muy conocida y no por eso menos aleccionadora: a lo largo de todo ese proceso los períodos democráticos han sido casi siempre cortos y anarquizantes mientras que los períodos antidemocráticos han sido largos y represivos.

      Nos encontramos así con una serie de espacios cronológicos breves, de carácter democrático: el «trienio constitucional»; el «bienio progresista»; el azaroso trienio populista de la monarquía democrática de Amadeo y de la primera república y, finalmente, el seisenio republicano de la segunda república. Períodos todos ellos cortos, como se ve.

      En cambio, por el otro lado —por el lado antidemocrático— los períodos son notoriamente largos, el «decenio absolutista»; la década moderada; la duodécada pseudo-democrática de los generales O'Donnell y Narváez; el septenio del general Primo de Rivera y la cuarentena del general Franco.

      Los efímeros períodos democráticos terminan casi siempre por intervenciones cesáreas; así, el trienio constitucional, aplastado por los cien mil hijos de San Luis; el bienio progresista por el golpe político de O'Donnell; la primera república, a manos del general Pavía y la segunda por el «alzamiento» del general Franco.

      En todas las experiencias democráticas el principio es eufórico, el final por el contrario, triste y lamentable. Nada más lamentable, por ejemplo, para un espíritu democrático, que aquel dos de enero de 1874 cuando un capitán acompañado de una docena de soldados penetra en el salón de sesiones de la Asamblea Nacional y da término a la primera república con el grito: «¡Todos fuera! Esto se ha acabado».

      Ahora bien si se miran detenidamente las cosas se ve que la verdadera causa del hundimiento de las situaciones democráticas se encuentra más en los presuntos amigos de la democracia que en sus propios adversarios. En España es la «enfermedad infantil de la izquierda» lo que auténticamente destruye los intentos democráticos. El no ponerse de acuerdo entre sí los demócratas y la acción agitadora de los anarquizantes. Y de ciertos extremistas de derecha y de izquierda que aplican de modo incansable el «cuanto peor, mejor».

      Siguiendo la ley «fatal» de los periodos alternantes, algunos falsos profetas anuncian como inevitable el fin de la monarquía democrática y su reemplazamiento por una dictadura. Una operación a la turca o, si a mano viene, un golpe a la chilena.

      Pero en este caso los demócratas permanecen realmente unidos y aquella profecía no se cumplirá o, más bien se cumplirá al revés.

      Tendrá aquí aplicación la teoría de Merton sobre las profecías que él llamaba «self-defeating propheties», profecías que se destruyen a sí mismas. Profecías que no se cumplen precisamente porque han sido hechas. En estos casos es la profecía lo que pone en guardia a las gentes para que no ocurra lo que dice la profecía.

      Si entre nosotros hay un mínimo de sentido histórico la democracia no caerá, precisamente porque esos profetas han profetizado que va a caer. La historia se ha repetido ya demasiado para que pueda volver a repetirse una vez más.

 

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