Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

¿Política fetiche?

 

El Diario Vasco, 1981-06-07

 

      La idea de la «política fetiche», a la que hemos aludido en un artículo anterior, podría ilustrar, acaso, algunos aspectos de nuestra situación actual.

      Uno de los mayores peligros que pueden afectar a una democracia es, en efecto, el de la «fetichización», es decir, la suplantación del diálogo entre las personas por una «maquinaria» separada de la sociedad real.

      La democracia debe ser, en principio, una relación de personas, un diálogo entre los ciudadanos todos, con vistas a la realización del «bien común».

      Jacques Maritain trabajó mucho sobre esta noción del bien común y demostró que éste no puede consistir en una cosa o bien «material», ni siquiera en una forma de «bienestar colectivo» impuesta autoritariamente desde arriba. Para Maritain el bien común radica sobre todo en la realización armónica y moral de una sociedad de hombres libres, es decir, de una sociedad de personas. Aunque actualmente las ideas de este pensador francés puedan parecer trasnochadas, sigo creyendo que hay en ellas grandes aciertos. Uno de estos aciertos es precisamente el análisis maritainiano del concepto de bien común, básico para una correcta teoría de la democracia.

      Como decimos, la democracia es, fundamentalmente, diálogo. Ahora bien, dada la enorme diversidad de opiniones que existe en cualquier sociedad moderna, las ideas y las voluntades de los ciudadanos deben ser compensadas y moderadas entre sí por la constitución de una opinión pública, no sólo bien formada, sino también bien informada.

      Notemos que la buena información, la información verídica y sincera —caiga quien caiga— es una condición necesaria para la buena formación ciudadana. Esta no podrá existir en ningún caso si la gente tiene la impresión de que se le engaña o de que se le oculta la verdad.

      La verdad —en definitiva— es parte sustancial e inalienable del bien común. Uno tiene la impresión de que la sociedad española actual, no sólo no está bien formada —no tiene motivo para estarlo después de tantos años de autoritarismo cultural y político— sino que ni siquiera está bien informada.

      Por otra parte, no hay diálogo: el diálogo parlamentario, tal como se realiza, hoy, no responde a esta necesidad básica de una sociedad democrática.

      En principio ¡qué cosa más noble y generosa que esa libre conversación entre los representantes del pueblo para el buen gobierno y administración de la cosa pública! Sin embargo, muchos politólogos han señalado la deterioración que ha sufrido en este aspecto el sistema parlamentario. Ha habido —dicen— un gran cambio desde las anteriores democracias liberal-representativas a las modernas democracias de partidos.

      En el primitivo sistema liberal los representantes del pueblo gozaban de una auténtica independencia. Una vez elegidos, podían dirigir su gestión de acuerdo con sus propios criterios, formando uniones parlamentarias eventuales a las que ellos mismos no estaban sometidos por disciplina de partido. Esto favorecía, ciertamente, la aparición de grandes oradores y figuras políticas que lo eran al mismo tiempo de las letras, del Derecho, etc. Hoy, en cambio, como dice el profesor Duverger: «Los propios parlamentarios están sometidos a una obediencia que la transforma en máquinas de votar, guiadas por los dirigentes de los partidos». Resultado: no hay en los Parlamentos auténtico diálogo personal.

      Este maquinismo no es sino uno de los aspectos —y no de los menos importantes— de lo que hemos llamado fetichismo de la política.

      Hoy en día —triste es tener que reconocerlo— la verdadera política —nobilísimo arte— va siendo sustituida cada vez más por el «marketing electoral».

 

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