Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Escuela y laicidad

 

El Diario Vasco, 1981-07-26

 

      Â¿La guerra escolar va a estallar de nuevo en Francia? ¿Vuelven, quizás, los tiempos de Combes y de Ferry? ¿Podrá el prudente Mitterrand evitar el encontronazo entre laicistas y católicos?

      Señalemos, por de pronto, que acaba de producirse un hecho importante: el poderoso sindicato de «instituteurs» (SNI) ha pedido la nacionalización laica de la enseñanza y la supresión de la ayuda económica que hasta ahora había prestado el Estado francés a las escuelas libres. Es decir: una verdadera declaración de guerra, que coloca al presidente Mitterrand en una posición incómoda.

      La citada ayuda se realizaba hasta ahora en dos formas: el contrato simple y el contrato de asociación. En la primera de ellas, el centro escolar se compromete solamente a adaptar su escolaridad, planes, horarios, etcétera, a las normas generales del Estado, y recibe, como contrapartida, una modesta ayuda económica. En cambio, en el contrato de asociación la escuela se convierte prácticamente en un centro semi-público: la fiscalización del Estado es mayor; pero los profesores se benefician de un contrato estatal y el erario público contribuye además con los gastos de funcionamiento «à forfait»: unas mil pesetas por alumno y mes.

      Frente al ataque de los laicistas, el Gobierno adopta una postura dilatoria y conciliatoria y mantiene —por ahora al menos— el presupuesto de ayuda.

      Pero la actitud de fondo es la misma intransigencia de siempre. «Nosotros —ha dicho el ministro de Educación, Alain Savary— reconocemos el derecho a crear y mantener centros docentes privados que se inspiren en principios propios, de carácter filosófico, religioso o étnico; pero no corresponde al Estado hacerlo y tales centros deberán vivir de sus propios recursos».

      Una vez más se repite, pues, la misma historia: se reconoce un derecho pero no los medios para ejercerlo. Como en tantas otras ocasiones lo denunciaron los propios socialistas, ésta fue la gran trampa de las «Cartas de derechos del hombre» del liberalismo burgués: en la práctica muchos de los derechos que éstas afirmaban lo eran para el rico, pero no lo eran para el pobre.

      Mitterrand declaró antes de las elecciones que su fin último en este asunto era también la integración escolar; pero que no sabía todavía cuándo ni cómo podría realizarse ésta. «Tenemos que tener en cuenta —dijo— las tradiciones heredadas de la historia; allanar las diferencias y apaciguar las pasiones. Tratamos de convencer, no de coaccionar. Por eso no tenemos plazos fijos para la negociación ni para la integración».

      Â¿Habrá, pues, una negociación? Y, en el caso de haberla, ¿será esta lo suficientemente profunda? Porque lo que en realidad está ahí en juego es el concepto mismo de laicidad.

      El rector del Instituto Católico de París dijo recientemente que los dirigentes de los centros confesionales están dispuestos a aceptar la integración a condición de que tales centros no pierdan dentro de ella su propia originalidad: «Nosotros aceptamos también la idea de laicidad; pero distinguimos esa laicidad de combate con la que ahora nos amenazan, de la verdadera «laicité d'accueil», abierta a todos los ciudadanos franceses, que es la que deseamos los católicos.

      Retirando la ayuda económica los laicistas piensan que el Estado se ahorrará trece mil millones de francos anuales, los cuales pasarán —según ellos— a beneficiar a la enseñanza estatal. Pero esto es pura entelequia, porque, ¿a dónde irán los alumnos de las escuelas confesionales, una vez que éstas desaparezcan por falta de fondos? Y si los padres «hicieran el primo» —valga la frase— de seguir pagando sus escuelas, ¿no se daría así la sangrienta paradoja de que fueran ellos los que subvencionasen al Estado y no al contrario? ¿Sería esto justo? ¿Las escuelas privadas no prestan también un servicio al Estado cubriendo casi dos millones de plazas escolares?

      Dejémonos de «macanas»: el asunto es ideológico y no financiero. Mucho nos tememos que en torno a esta grave cuestión el espíritu sectario del viejo laicismo jacobino no esté a punto de resucitar viejas y ya olvidadas querellas.

 

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