Carlos Santamaría y su obra escrita

 

De discriminación lingüística

 

El Diario Vasco, 1981-11-29

 

      Alguna vez hemos escrito en esta misma columna sobre las relaciones entre democracia e igualitarismo. Más que el igualitarismo la democracia es en efecto, desigualitarismo, es decir armonización y organización de las legítimas diferencias en un Estado de libertad y de derecho. Mientras la pretensión de uniformidad conduce a menudo al totalitarismo, el reconocimiento del derecho a la desigualdad es expresión de libertad y principio de democracia.

      Â«Quien se irrita de ver tratados desigualmente a los iguales pero no se inmuta al ver tratados igualmente a los desiguales, no es demócrata, es plebeyo» —escribía Ortega y Gasset en una de sus clásicas fórmulas lapidarias.

      Un caso evidente de obligado pluralismo es el de las diversidades lingüísticas dentro de un estado. Bajo este aspecto el pretendido uniformismo de los igualitarios es particularmente insensato.

      El genocidio lingüístico que durante largos años se intentó realizar en España, a través principalmente de la escuela y de la administración, no sólo fue una palmaria injusticia sino también un error político de grandes dimensiones.

      Había en aquel sistema una presión brutal contra los hablantes de las lenguas minoritarias la cual se traducía en hechos deplorables y casi sangrientos en la escuela, en las relaciones públicas, en el servicio militar, etcétera. Sus propias tristes experiencias hicieron que muchos padres renunciasen a hablar a sus hijos en euskera a fin de evitarles el calvario que ellos mismos habían tenido que pasar. Y ésta ha sido sin ninguna duda una de las principales causas de la pérdida de nuestra lengua en los últimos tiempos.

      La nueva Constitución ha querido hacer frente a estos problemas con ánimo democrático y pienso que el camino elegido por ella es enteramente razonable. El deber de los ciudadanos de conocer la lengua oficial del Estado es a todas luces una necesidad esencial para la normal existencia de éste. Pero al mismo tiempo la Constitución establece la posibilidad de que las otras lenguas se conviertan en idiomas oficiales de sus respectivas comunidades y así ha ocurrido, como todo el mundo sabe, con la lengua vasca en virtud del estatuto.

      En virtud de esta oficialidad el ciudadano «euskaldún» va a tener derecho desde ahora a dirigirse en su propia lengua a la Administración del País Vasco. Y quien dice a la Administración dice a sus funcionarios, claro está, que son quienes la encarnan. Sin duda, el ciudadano castellano-hablante gozará del mismo derecho, y en este sentido no deberá producirse ninguna presión discriminatoria por una u otra parte.

      Ahora bien, el derecho del ciudadano vasco-hablante implica una obligación correlativa por parte de la Administración. Para responder al principio de la oficialidad del euskera de un modo leal y correcto, todos los funcionarios de la Comunidad Autónoma deberían conocer perfectamente, aparte del castellano, la otra lengua oficial de la misma.

      Sin embargo, por aquello de «summum jus summa injuria» —es decir, que la justicia llevada al extremo se convierte en injusticia— semejante exigencia sería por completo absurda, por lo menos en la situación lingüística actual.

      Felizmente, no ha sido este el camino elegido por el Ejecutivo vasco. Este ha reconocido la necesidad de un largo período de adaptación para llegar a una completa oficialidad de hecho de la lengua vasca.

      De todas maneras, para que la oficialidad del euskera no se convierta en una palabra vacía, hace falta que la Administración comunitaria disponga ya de una cierta proporción de funcionariado vasco-hablante a fin de hacer frente a las necesidades inmediatas y a corto plazo en esta materia.

      Parece pues perfectamente correcta la medida de que el conocimiento del euskera sea considerado como mérito en oposiciones y concursos, a fin de que, de esta manera la Administración pueda disponer del personal necesario para cumplir sus obligaciones más elementales y perentorias en materia lingüística.

      Yo no veo en esto el más leve rastro discriminatorio. Las condiciones de acceso a un empleo deben responder lógicamente a las necesidades y conveniencias de éste, y así se hace en toda clase de pruebas para la provisión de plazas de cualquier suerte que sean, sin que nadie vea en ello nada opresivo. El funcionario debe estar al servicio de la función y no la función al servicio del funcionario.

      En último extremo, las pretensiones de los que quieren que el euskera sea barrido de las condiciones de acceso al funcionariado vasco nos obligaría a preguntar sin rebozo: «¿Aquí quién quiere discriminar a quién?».

 

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