Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La política y lo político

 

El Diario Vasco, 1982-08-08

 

      En España se ha pasado de un clericalismo desaforado —(baste recordar el título II de la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958: «La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación»)— a una actitud beocia, cargada de prejuicios y tensiones contra el hecho religioso.

      En las nuevas relaciones entre la Iglesia y el Estado, establecidas en teoría sobre la base de una separación amistosa —(«Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones, artículo 16 de la Constitución)— falta de hecho naturalidad o espontaneidad. Tanto los políticos como los pastores o dirigentes de la Iglesia se mueven en este momento con recelo o desconfianza hacia la otra parte.

      Por lo que hace a los obispos esta reserva parece justificada. Basta que los mismos tomen la palabra o la pluma sobre un asunto de interés público que afecte directa o indirectamente a la política, para que sus adversarios del Gobierno o de la oposición echen los pies por alto, acusando a los representantes de la Iglesia de intromisión en la política. Si los obispos son vascos, todavía mucho más, porque al anticlericalismo inveterado se une entonces el antivasquismo —hoy más exacerbado que nunca— y vuelven a repetirse las mismas acusaciones que en los primeros años del franquismo llevaron a la absurda —y en ocasiones sangrienta— persecución contra los curas vascos.

      Todo esto debiera ser historia antigua, pero resulta que no lo es.

      Es evidente que los políticos tienen derecho a hacer una lectura política de la pastoral de los obispos vascos. Este documento puede y debe ser leído políticamente por la simple razón de que él mismo —es decir, el propio documento— es político.

      Ahora bien, los políticos españoles deben acostumbrarse a la idea de que lo político no es patrimonio exclusivo suyo. Lo político no se reduce en modo alguno a la política.

      Lo político está formado e informado por otras muchas cosas y causas en las que los políticos no tienen, en general, competencia. Lo político está hecho de historia, de moral, de economía, de humanismo, de usos, lenguas y culturas; de vivencias patrióticas e incluso —aunque esto no les quepa en la cabeza a algunos— de religión y de creencias colectivas.

      El político que no haya comprendido esto no puede comprender el problema vasco. (Tampoco el catalán, ni el andaluz, ni el gallego —claro está. Ni siquiera puede comprender a España en su grandeza histórica, íntima y plural).

      A mi modesto entender, los obispos vascos han prestado una contribución importante a la comprensión del problema vasco. No lo han hecho, ciertamente, como políticos, sino desde una perspectiva moral integrada en lo político, tal como acabamos de describirlo. Han recordado la dimensión histórica y profunda del problema vasco, que no es cuestión que se pueda zanjar alegremente por medio de unos pactos momentáneos entre partidos, ni por votaciones parlamentarias abrumadoramente mayoritarias (y que no pueden menos de serlo cuando se trata de problemas que afectan a nacionalidades minoritarias). Han afirmado la necesidad de un paso decisivo, de un compromiso histórico, que haga posible la solución de este viejo conflicto y una paz verdadera y han subrayado la idea de que: «la pacificación comporta un fondo ético-espiritual constituido por la fe en la palabra dada, la confianza entre los pueblos, la voluntad de resolver los problemas por la vía del diálogo y de los acuerdos».

      Todas estas afirmaciones llevan la cuestión vasca a su verdadero terreno. Se sitúan en el plano de lo político, y por eso mismo están por encima de la política, en el que los políticos, en su concepción reduccionista, quieren encerrarlas. No hay pues intromisión, sino, en todo caso, «extramisión» de los políticos. La política, para ser honesta, tiene que estar siempre al servicio de lo político.

 

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