Carlos Santamaría y su obra escrita

 

La sociedad orwelliana

 

El Diario Vasco, 1983-06-26

 

      La informática policial no ha hecho todavía más que empezar. Esperemos todavía un poco y tal vez podamos comprobar que las ideas de Orwell no eran tan absurdas y paradójicas como podía parecer a primera vista.

      En la sociedad orwelliana que comenzamos ahora a disfrutar, la clásica presunción de inocencia tan querida de los demócratas —«todo ciudadano es inocente mientras no se demuestre lo contrario»— es sistemáticamente reemplazada por una presunción generalizada de culpabilidad: todo ciudadano es presuntamente culpable mientras no pruebe su inocencia. Sociedad de presuntos culpables en la que la vida ciudadana no va a resultar demasiado cómoda.

      Además de la presunción de inocencia los métodos informático-policiales tienden a hacer desaparecer cada vez más esa cosa tan importante que se llama el derecho a la intimidad personal, es decir, el «respeto al fuero interno» del que tanto nos hablara el inolvidable amigo don Juan Zaragüeta.

      Creo que no hay ninguna exageración al afirmar que vamos avanzando lentamente —y solapadamente— hacia este tipo de sociedad al que acabamos de aludir. Y no solamente nosotros los euskadianos —particularmente visados por el control policial— sino todo el mundo civilizado sometido a una creciente informatización.

      Resulta bastante entretenido leer cosas como éstas en las novelas de ciencia-ficción, o verlas en la pantalla, cómodamente ensillonados. pero no va a ser tan cómodo el tener que sufrirlas en las propias carnes.

      Creo que ha sido el filósofo, literato y dramaturgo, Fernando Savater, quien ha dicho recientemente algo así como esto: las catástrofes están muy bien para presenciarlas en el cine; pero no son nada prácticas cuando le toca a uno vivirlas personalmente.

      Suelen justificarse las limitaciones de la libertad ciudadana por la necesidad de combatir las violencias de tipo terrorista que «amagan por doquier». Pero esos planes y métodos pueden convertirse fácilmente en un mal mayor. Pueden significar un paso importante en la carrera de ahogamiento, muerte y sepelio de la libertad.

      Se nos dice y se nos repite que en todo esto el inocente no tiene nada que temer. Pero ¿quién puede hoy presumir de inocencia? ¿Quién no ha pecado alguna vez, al menos de pensamiento, contra los poderes fácticos que nos controlan? ¿Quién estará en condiciones de escapar de toda sospecha frente a una máquina inquisitiva, capaz de penetrar en las mentes de los ciudadanos todos?

      Esto que digo no es pura ficción. Cuando la revuelta húngara del 56 contra las medidas represivas de Erno Gero, me decía un refugiado que pasó por Donostia rumbo a alguna nación sudamericana —se llamaba Theodorovitch y nunca volví a saber nada de él— que en su país no sólo no se podía hablar contra el Gobierno, sino que muchas personas se habían acostumbrado a no pensar siquiera en este sentido para evitar que estos malos pensamientos pudieran traslucirse alguna vez por pura casualidad.

      Llegará a caso un momento en el que nadie que no sea, o parezca, completamente idiota, podrá librarse del aparato controlador del Estado y de los múltiples mecanismos manejados por éste.

      La única defensa contra la sociedad orwelliana será hacerse el idiota o —como yo decía hace muchos años en un «Aspectos» titulado: «El elefante y la pulga»— convertirse en pulga.

      Los fabulistas han ideado el diálogo de la cigarra y la hormiga, el del lobo con el cordero, el del zorro con la cigüeña, el del león con las ranas, y otros muchos no menos instructivos que éstos. Pero nadie ha pensado —que se sepa— en el del elefante con la pulga, apólogo que yo me fabriqué un poco de «extranjis» en aquellos tiempos en que era bastante difícil decir cosas sin caer bajo la espada justiciera de los servicios de información.

      La pulga no puede hacer nada contra el elefante, esto está claro. Pero notemos que el elefante tampoco puede hacer nada contra la pulga. ¿Cómo lo haría?

      Toda grandez tiene su pequeñez y toda pequeñez tiene su grandeza. Bienaventuradas las pulgas, a las que el elefante no puede aplastar.

 

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