Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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En plena «psicosis inventiva»

 

La Voz de España

 

Un ingeniero español estudia la energía cósmica de la atmósfera. — Y un cabo de Infantería ha inventado un motor que no necesita combustible.

 

Psicosis inventiva

 

      La sorprendente invención de la bomba atómica y el anuncio de diversos descubrimientos técnicos realizados en el curso de la guerra ha desatado una fiebre inventiva, una verdadera psicosis entre los aficionados a la ciencia.

      Energía atómica, electrones, ondas, estratosfera, rayos cósmicos... ¿quién no baraja ya estos términos con la mayor familiaridad? Nunca fue más popular el átomo. Jamás dieron tanto que hablar las ondas electromagnéticas. Puesta a volar la fantasía no falta el que se promete una excursión a Marte en el verano del cuarenta y ocho, aunque supone que antes de esa fecha la civilización habrá desaparecido en el curso de una espantosa contienda atómica...

      Son muchos los que se disponen ahora a «investigar». Pero con un reostato, un voltímetro, una batería de acumuladores y un ejemplar de la última edición del Ganot, no se pueden realizar grandes estudios ni descubrir hechos nuevos, hasta ahora ocultos a los ojos de los investigadores.

      Esta actividad, este sarampión inventivo acomete a la humanidad periódicamente y no representa ninguna novedad histórica. El tipo del maniático, del iluso más o menos demente, que acomete, con toda ingenuidad, la resolución de cualquiera de los problemas clásicos —la cuadratura de círculo, el movimiento perpetuo, etc.— ha existido y existirá, sin duda, hasta la consumación de los siglos. En los negociados de patentes, lo mismo que en las Escuelas de Ingenieros, son bien conocidos estos individuos que con increíble tenacidad, día tras día, poseídos de una sola idea, se hallan dispuestos a convencer al primer transeúnte con que topen de la exactitud de sus métodos y de la autenticidad de sus descubrimientos. Muchos de estos desgraciados, se arruinaron, malogrando su existencia y la de sus familiares, en aras de la «feliz idea».

      Es cierto, sin embargo, que muy pocas invenciones fueron realizadas al primer intento: en la mayor parte de los casos los investigadores dieron un sinnúmero de pasos en falso. Siglos antes de que los modernísimos Spitfaires cruzasen los aires con la velocidad del rayo, una turba de ingeniosos se esforzaba, proyectando millares de tipos de estructuras voladoras. Desde el «globo pez» de Jullien de Villejuif hasta el «pájaro de hierro», especie de sacacorchos aéreo, debido a la sagacidad de un dentista, el lionés M. de Pompéien ¡qué variedad de engendros aerostáticos ha producido la imaginación del hombre! Dirigibles a vapor, montgolfieras arrastradas por águilas, helicoides, navíos con alas de pájaro, sombrillas volantes, aerostatos plúmeos, hoy nos hacen reír, pero representan el esfuerzo intelectual de una legión de precursores.

      Ninguna época debe despreciar a las que la precedieron en la sucesión de los tiempos: hoy recogemos el fruto de aquellas fantasías y no es el hombre actual más sabio ni menos ingenuo que el de otros siglos. Hoy pugnan por brotar nuevos descubrimientos; presenciamos el balbuceo de las invenciones que el mañana ha de ver realizadas y no debemos confundir al indocumentado, al loco, con el espíritu genial que abre horizontes a los progresos de la Técnica.

 

La energía cósmica

 

      Las columnas de los periódicos han dado cuenta en lugar preferente de los estudios de un ingeniero español que intenta extraer la energía cósmica de la Atmósfera. Existe, según estas informaciones, el propósito de llegar al establecimiento de centrales cósmicas, que suministrarían la electricidad al precio de nueve milésimas de peseta el kilowatio-hora. La exhibición que había de tener lugar en la plaza de la Cibeles ha sido, sin embargo, aplazada.

      A nuestro juicio se ha exagerado al explicar los propósitos del inventor. Seguramente trata éste de realizar tan sólo experiencias en pequeña escala, muy lejos de la industrialización la cual es, por otra parte, sumamente improbable en este caso.

      Â¿Qué es, pues, la energía cósmica? Desde hace una veintena de años los físicos vienen realizando pruebas de laboratorio y arriesgadas expediciones con objeto de conocer la naturaleza de determinada radiación cuyo verdadero origen permanece todavía en el misterio. Trátase de un bombardeo de corpúsculos atmosféricos algunos de ellos ultrapenetrantes y capaces de introducirse profundamente en el interior de los cuerpos más duros. Ascensiones estratosféricas hasta los 17.000 metros, observaciones de montaña a 16.000 pies sobre el nivel del mar y en pozos y galerías a varios hectómetros de profundidad en el seno de la corteza terrestre, ensayos en el agua de los lagos y en las simas abismales de los océanos... Todo se ha ensayado multiplicando el número y la variedad de las pruebas para eliminar o localizar cualquier influencia exterior. La radiación cósmica no deja de observarse en ningún caso, siquiera sea en menor cuantía a medida que el lugar del experimento se aproxima al centro de la Tierra.

      Hace medio siglo que los físicos saben «ionizar» una masa gaseosa, es decir sembrarla de proyectiles infinitesimales y electrizados, mediante una influencia exterior como la de los rayos X y ultravioletas o la de cualquier cuerpo radioactivo. Una atmósfera ionizada es pues una atmósfera bombardeada eléctricamente.

      Además de la «ionización artificial» existe una «ionización espontánea» del aire atmosférico. Débase ésta a la circulación de iones errantes, que peregrinan sin rumbo determinado en el espacio, moviéndose velozmente en todas las direcciones. Se trata, pues, de un bombardeo cruzado y no cabe señalar el núcleo de donde directamente procede esta acción ofensiva.

      La ionización espontánea del aire crece con la altura: a 9.000 metros es 60 veces más intensa que al nivel del mar. Esta circunstancia prueba que la atmósfera absorbe la mayor parte de estos corpúsculos eléctricos, rodeando a la Tierra, a modo de gasa protectora y evitando la llegada hasta la superficie del misterioso bombardeo cósmico, cuyas consecuencias serían seguramente fatales para la vida animal tal como actualmente se halla organizada.

      Se ha determinado que una capa de agua de 7 metros de profundidad ejerce una acción protectora equivalente a la de toda nuestra envolvente gaseosa. El poder penetrante de los rayos cósmicos es pues muy superior al de los rayos ultravioletas: se precisa de un blindaje de plomo de varios metros de espesor para protegerse por completo contra ellos. Los astrofísicos confían en que las investigaciones que se realicen en lo sucesivo sobre estos rayos ultraduros pondrán en claro muchos extremos relativos al gran problema energético del Universo. Entre tanto estas partículas atraviesan nuestra atmósfera continuamente, con igual intensidad durante el día que en el transcurso de la noche, sin que el hombre acierte a aprovechar la energía de que son portadoras en su movimiento.

      El sol y las estrellas, gigantescas bombas atómicas cuya explosión perdura durante millones de años, no cesan de lanzar al espacio radiaciones de gran poder energético. ¿A dónde van a parar? ¿Es que se pierden para siempre en un espacio sin límites? Tal cosa no puede admitirse con arreglo a las teorías modernas sobre la forma del Universo. Se supone que aquellas radiaciones permanecen, como perdidas, navegando en todas las direcciones y son la causa de la energía cósmica.

      Â¿Cabe aprovechar ésta? En principio debemos inclinarnos por la negativa. La energía cósmica se halla demasiado diluida para que el hombre pueda lograr concentraciones útiles a sus fines técnicos. Aunque en su totalidad el caudal de la energía cósmica es fabuloso, sólo representable por cifras astronómicas, no está al alcance de los habitantes de la Tierra, escapa a su intervención porque se pierde en la inmensidad de los espacios estelares.

      En realidad el hombre vive rodeado de fuentes importantes de energía, como la del mar y la de las tormentas, que escapan a todo aprovechamiento apreciable. Tampoco creemos que la nueva invención llegue, en ningún caso, a adquirir el carácter industrial que las referencias publicadas le atribuyen.

 

Una vez más el movimiento continuo

 

      Examinemos ahora otro «descubrimiento» recientemente anunciado. Se trata del que acaba de realizar el cabo del Regimiento de Mallorca, de guarnición en Lorca, Jaime Sánchez Pérez, inventor de un motor que no necesita combustible. La energía necesaria la produce, según parece, una palanca (una verdadera varita mágica a juzgar por los datos que se nos proporcionan).

      Cuatro años de estudios y ensayos ha invertido el ingenioso lorquino en perfeccionar su aparato que está fundado en la existencia del movimiento continuo.

      Â¿Se trata, pues, de algo verdaderamente sensacional que revolucionará toda la Física, echando abajo la hipótesis clásica de la imposibilidad del móvil perpetuo?

      Calcúlese en varios millares el número de personas que, sólo en España, han pretendido haber descubierto mecanismos dotados de movimiento continuo. En algunos países se rechaza ya sistemáticamente y en virtud de una disposición legal, toda demanda de patente que se funde en la idea del móvil perpetuo. Ha sido preciso adoptar esta medida porque los «movilistas», gentes siempre desprovistas de toda base científica, inundaban las oficinas del Registro de la Propiedad Industrial dando, personalmente, un ejemplo de movimiento continuo, tan admirable como inútil.

      Lo más singular del caso es que la Ciencia no excluye la hipótesis de que este movimiento llegue algún día a realizarse. Es decir, que el primer principio de la Termodinámica equivalente al de la imposibilidad del móvil perpetuo de primera especie («artefacto de funcionamiento periódico que produce trabajo sin consumir energía») es un «postulado» que la Ciencia acepta «sin demostración» sencillamente porque la demostración no puede darse. Este postulado es por otra parte necesario para construir la Termodinámica, de tal suerte que si algún día se probara su falsedad, aquella Ciencia se derrumbaría totalmente, pero al mismo tiempo se habría resuelto el problema de obtener energía de la nada y la Humanidad resultaría sobradamente compensada con el cambio.

      Si es así, si la imposibilidad del movimiento continuo no está demostrada, ¿por qué se impide a los «movilistas» el registro de sus invenciones y se desecha a priori lo que puede llegar a ser un descubrimiento sensacional?

      Sencillamente porque ninguno de ellos posee los conocimientos más elementales de Física y sus invenciones ignoran siempre la economía energética en sus aspectos más sencillos.

      Si alguna vez un sabio realizara una experiencia contradictoria con el primer principio de la Termodinámica, no sólo en el Registro de patentes, sino en las Academias Científicas más prestigiosas del mundo, sería acogido con un extraordinario interés, y la Ciencia sufriría una revolución superior a la que produjo la teoría copernicana, allá en los siglos del Renacimiento.

      Este ingenioso cabo que funda su invención en un juego de palancas, análogo al de la balanza, desconoce por ejemplo la existencia de las resistencias pasivas que, lentamente, van consumiendo el caudal de energía que, en un principio, se imprime a su mecanismo. No sabe que ese trabajo inútil se transforma en calor, que este calor se pierde y que, en resumen, «quita y no pón se acaba el montón»... y el móvil se detiene.

      Resulta dificilísimo, prácticamente imposible, convencer a tales «inventores» de la falsedad de sus ideas. Faltos de una mínima cultura científica, no es posible establecer contacto intelectual con ellos: no comprenden el lenguaje de la Física y desconocen el valor de los razonamientos que se les hacen.

      He aquí por qué al leer la noticia que comentamos nuestra compasión vino a recaer no sobre el cabo Sánchez, que al fin y al cabo no la aceptaría, sino sobre los tres peritos que el Ayuntamiento de Lorca ha designado a fin de «que se entrevisten con el joven inventor para emitir informe».

      Ciertamente. La industria, la navegación y el transporte de todo género deberán aguardar ocasión más propicia.

 

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