Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Puntos de vista

 

Ya

 

Intelectuales divididos

 

      Que nuestros intelectuales católicos están seriamente divididos es un hecho patente y no hace falta subrayarlo con nombres propios.

      Lo malo no es la discrepancia, sino la discordia. La discrepancia puede y aun debe manifestarse en el plano de las opiniones, pues es el signo de una diversidad, normal y deseable, de perspectivas y de puntos de vista.

      En cambio, la discordia alcanza estratos más profundos e implica pasiones menos nobles.

      En nuestra sociedad están haciendo mucha falta espíritus-puente que se consagren a la tarea franciscana de aglutinar y unir a los hombres y establecer comunicación entre ellos, de suerte que, por encima de sus naturales divergencias, se conozcan y se amen.

      Pero no creamos que este trabajo sea fácil ni liviano. Es propio de los puentes el soportar cargas muy pesadas, el no guardar nada para sí, el ser pisoteados por las gentes; han de ser firmes y seguros, al mismo tiempo que abiertos en sus dos extremos. Cualidades son éstas que se conjugan difícilmente. Siempre se echará sobre los hombres-puente la acusación de irenismo. De «fariseos de la concordia» hablaba ya Maeztu.

      Pero no acierto a comprender qué clase de geografía espiritual cabría en nuestro país el día que —Dios no lo quiera— se acabasen de romper todos los pueblos.

 

Revolución y contrarrevolución

 

      Â¿Los conceptos de «revolución» y de «contrarrevolución» pueden ser fijados dentro de una terminología juridicopolítica?

      El análisis realizado por Gonzalo Fernández de la Mora en los capítulos III y V de su interesante libro «Maeztu y la teoría de la revolución» prueba la dificultad de esta empresa.

      Los cibernéticos distinguen entre la «función evocativa» del lenguaje y su «función códica».

      Las palabras tienen una significación codificable y, por decirlo así, mensurable, en la que, aunque no se llega a eliminar todo subjetivismo, la correspondencia entre el símbolo y la idea queda, al menos, fijada con bastante precisión dentro de ciertos límites. Pero, además, tienen un valor evocativo prácticamente irreductible a formulaciones exactas.

      En el lenguaje técnico —es decir, científico, filosófico, jurídico, teológico, etc.— la función «códica» se realiza en las condiciones más favorables y juega un papel predominante, si bien el campo de expresión se reduce al mínimo.

      Al contrario, hay muchas cosas importantes que no pueden ser «vocadas» —llamadas por su nombre—, sino sólo evocadas, traídas misteriosamente a la imaginación por una conjunción de fluidos imponderables.

      En algunas palabras, la fuerza evocativa es tan grande que el significado estrictamente técnico, si es que existe, queda totalmente relegado a un segundo plano y es casi imposible de discernir. Así ocurre, por ejemplo, con el término «revolución» y su opuesto «contrarrevolución», tras los cuales se anda queriendo darles significaciones universales y precisas. A mi modo de ver, la carga pasional de estas voces es tan grande que no cabe generalizarlas ni encerrarlas en unos estrictos términos técnicos. De ahí la complicación y el interés del análisis llevado a cabo por Fernández de la Mora, que señalo a la atención de mis lectores.

 

Psicología profunda

 

      En los dos primeros números de la revista «Religión y Cultura» —cuya reaparición saludo con verdadera alegría—, el padre César Vaca aborda un tema espinoso del que en España apenas nadie se atreve a hablar. Los mismos títulos de sus artículos. «Teología y sexualidad» y «Sexualidad y moral», habrán sido, seguramente, motivo de inquietud para más de un lector escrupuloso. Y, sin embargo, parece cada vez más necesario y urgente que estos problemas sean afrontados con altura y rigor científico.

      Â«Es muy digno empeño —dice el padre Vaca— el intento de que el mundo no peque por causa de los espectáculos inmorales; pero trae peores consecuencias al concebir la vida a ras de tierra y que la sexualidad se la tenga sólo como fuente de placer y como un instinto de violentas exigencias. En la medida en que al concepto de la sexualidad se le dé una trascendencia y un contenido más ricos y más elevados, los hombres se inclinarán a cumplir esas funciones con más conciencia y responsabilidad y con más profunda seriedad, lo cual, en definitiva, redundará en una moralización de la vida».

      Al tratar estos temas hay sin duda que exigir razonables cautelas, pero no cabe cerrar los ojos ante la realidad ni desdeñar las investigaciones de la moderna ciencia psicológica.

      Â«El verdadero escándalo— dice el padre Régamey en un número reciente de «La Vie Spirituelle» no consiste en los descubrimientos de la psicología, sino en el espiritualismo ingenuo a que la religión de Cristo había sido reducida y a la reacción de miedo y de agresividad de este mismo espiritualismo».

      Â¿Son estas palabras exageradas o demasiado duras? Tal vez: pero yo me atrevo a afirmarlo. De todas suertes, hará falta un «tiempo» para que las nuevas ideas se abran paso y puedan ser aplicadas en el dominio de la teología sin que los espíritus se turben o las pasiones se agiten.

 

Bienaventurados los que lloran

 

      En el prólogo de una obra muy reciente que no citaré —precisamente porque soy demasiado amigo de su autor— se encuentran estas palabras que me han impresionado. «Al leer las páginas de este libro no faltará quien me objete que no me pertenece a mí reformar a la Iglesia. Ciertamente, no abrigo tan ridícula pretensión... Me limito tan sólo a ver, a gemir, a desear...».

      Esta actitud podrá extrañar a muchas buenas personas, convencidas de que en nuestra sociedad católica vivimos en el mejor de los mundos y de que, por tanto, no hay nada que cambiar ni nada que reformar, sino, a lo sumo, ponerle algún parchecito a lo ya existente, ni hay necesidad de ir hacia ese mundo nuevo de que con tanto fervor nos habla el padre Lombardi.

      Claro está que aquella opinión «conformista» no está de acuerdo con las inquietudes expresadas por los mismos hombres que gobiernan la Iglesia —a empezar por Su Santidad Pío XII—, pero eso no tiene demasiada importancia para estas buenas personas, que, como han dado su adhesión incondicional y están de antemano de acuerdo con todo lo que diga la Jerarquía, y no tienen necesidad de enterarse de lo que realmente dice la Jerarquía.

      Esta suerte de tranquilidad resulta fuertemente intranquilizadora.

      Es muy importante que las gentes que giman porque estos [?] que las vanas palabras y sonarán más fuertemente en los oídos del que dijo: «Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados».

 

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