Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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¿Se está iniciando la fase final de la Historia del Mundo?

 

La Voz de España, 1945-08-11

 

      Como si fuese poco el haber vivido una larga guerra —«más violenta, más extensa y más cruel que ninguna otra»—, nos hallamos ahora ante este invento extraordinario que arrastra la atención universal y nos hace pensar, no sin fundamento, en la iniciación de una fase final, apocalíptica, en la Historia de la Humanidad.

      Â¿Somos, acaso, una generación privilegiada? ¿No basta lo que ya hemos visto para colmarnos de vida y de historia? Acaso estemos destinados a presenciar el espectáculo final, la última escena, la mejor, sin duda, del drama de la vida humana...

      Casi nadie se permitía pensar seriamente de esta manera hasta hoy. Sólo los literatos que cultivan el género futurista, un tanto desacreditado ya, desde el momento en que la realidad ha superado en mucho casi todas sus creaciones fantásticas.

      Sin embargo, el nuevo descubrimiento que acaba de anunciarse por los norteamericanos, en forma manifiestamente suasoria —díganlo si no los supervivientes de Hiroshima— nos autoriza a hablar en estos términos sin peligro de ser calificados de visionarios.

      Parece que el hombre culmina en sus afanes destructores. Pulverizaba ayer rocas, partículas y moléculas. Comienza hoy a romper átomos, protones y electrones. ¿Mañana?... Mañana habrá aprendido a deshacerlo todo y desbaratará para siempre este planeta que fue tan grato de vivir en otros tiempos...

      Hasta hace poco tiempo el átomo permanecía indestructible como un término ideal a los intentos vesánicos del hombre.

      Hoy, el mismo vocablo «átomo» resulta trasnochado, pues su significado etimológico «indivisible» está reñido con las experiencias de los sabios. Y ocurre con él lo que con tantas otras palabras, que persisten todavía a pesar de haber perdido todo contacto con la realidad. Son como prendas cursis con las que seguimos vistiéndonos hasta que el sastre nos fabrica unas nuevas.

      El átomo ha dejado de ser átomo. La materia ha sido desintegrada, o dicho aún con más exactitud, se ha avanzado un paso más en el camino de la desintegración de la materia.

      Los físicos suponen que la materia está formada por moléculas. Todo el mundo lo sabe ahora y es casi redundancia el decirlo. Una molécula es algo tan pequeño que resulta imposible imaginársela: en un metro cúbico «lleno» de moléculas cabrían por ejemplo cuarenta billones de estas enanas, número tan elevado que ya no nos dice nada sensible.

      Cada molécula consta a su vez de unos cuantos átomos, relativamente pocos: tres el agua, catorce el nitrobenceno. Cada átomo, en fin, está formado por protones, cargados de electricidad positiva, electrones, cargados de electricidad negativa y neutrones, eléctricamente neutros. El átomo de hidrógeno está integrado por un protón y un electrón; el átomo de uranio por noventa y dos protones y otros tantos electrones, a más de ciento cuarenta y ocho neutrones. Son los dos extremos de la escala de los cuerpos simples conocidos.

      El núcleo, constituído por los protones y neutrones, es como un pequeño sol, innúmeras veces microscópico, alrededor del cual giran, semejantes a diminutos planetas, los electrones. Las acciones eléctricas entre el núcleo y los electrones los mantienen unidos y hacen del átomo un conjunto, en general, bien equilibrado y estable.

      Pero no siempre reina la paz en estos universos infinitesimales. Casi desde comienzos de siglo se sabe, por ejemplo, que el polonio, el radio y el actinio son cuerpos en «desintegración». Esta palabra fue usada por primera vez en un momento de singular emoción científica (la experiencia de Ramsay en 1904) para designar la destrucción espontánea del átomo. Por un fenómeno de desequilibrio, el átomo de uranio, por ejemplo, despide de su núcleo hasta diez de sus protones y otros tantos electrones y queda finalmente convertido en plomo. Es un largo proceso de empobrecimiento que dura más de cuatro mil cuatrocientos millones de años, en el curso del cual el uranio va «trasmutándose» —he aquí un vocablo de la vieja terminología alquimista que hoy revive— pasando por estados intermedios en los que se llama sucesivamente jonio, radio, polonio...

      Uno a uno se desprende de sus protones y electrones, los lanza al espacio disparados en forma de rayos alfa y beta, los proyecta a velocidades inverosímiles y con un inmenso despliegue de energía. Un cuerpo que se desintegra es un universo ultramicroscópico que explota.

      La inquietud humana no puede menos de ver en estos fenómenos un campo amplísimo de experimentación. Desde 1924 vienen realizándose experiencias para «intervenir» en la vida de esos mundos atómicos, bien sea en el sentido de aumentar o de disminuir el número de sus elementos, mediante procesos artificiales de trasmutación y de desintegración.

      Todavía no acabamos de creer que estos esfuerzos hayan llegado a culminar: durante tantos años permanecimos escépticos ante la posibilidad de un éxito de esta naturaleza que hoy nos cuesta aceptarla y no hemos tenido tiempo aún para pensar en las insospechadas consecuencias que traerá para la vida del hombre.

      Fue primero Rutherford en Cambridge. Más tarde Kirsch, Schmidt y Petterson en Viena. En 1930 Curie, Joliot y Chadwick. En 1932 Cockeroft y Walton en Cambridge y Lawrence y Livingston en California... Experiencia tras experiencia y esfuerzo tras esfuerzo se ha ido abriendo el camino para llegar al éxito, un poco escalofriante de hoy.

      El procedimiento seguido para alterar la estructura de un átomo es en síntesis el de un bombardeo. Bombardeando una película de litio, berilio y carbón con protones lanzados a la velocidad de 10.000 kilómetros por segundo se logra, por ejemplo, hacer que la película despida algunos de sus propios protones, quedando trasmutada la materia que la forma. ¡Para dar salida a una sola partícula protónica se precisaban mil millones de proyectiles de la misma naturaleza, es decir cantidades fabulosas de energía! Esta operación se realiza mediante gigantescas máquinas electrostáticas, capaces de producir diferencias de potencial de diez millones de voltios y chispas de varios metros de longitud.

      Â¿Se ha llegado, tal vez, siguiendo este procedimiento a fabricar «estructuras inestables» capaces de deshacerse luego devolviendo en un sólo instante la energía que se empleó en su formación? Si es así nos hallamos todavía en los pórticos del gran invento: esta suerte de «tiragomas atómico» no merecería aún la atención expectante que se le ha prodigado.

      Pero, si se juzga por los términos de las declaraciones publicadas, se trata de algo verdaderamente nuevo. Hemos de suponer que se ha llegado ya al punto álgido, a la médula del problema: a provocar en los cuerpos semiestables y de elevado número de protones un desequilibrio de tal intensidad que en un breve espacio de tiempo llegue a operarse en ellos el proceso completo de su desintegración y al consiguiente desprendimiento de energía.

      Cuanto se ha dicho sobre la violencia de las explosiones de Hiroshima es perfectamente verosímil y existen datos experimentales en número suficiente para sustentar un juicio a este respecto.

      Se calcula que una porción cualquiera de radio emite una energía un millón de veces mayor que un trozo equivalente de hulla en plena ignición. Esto significa que nadie podría permanecer encerrado en una habitación en la que se guardase un kilogramo de radio en proceso normal de desintegración. La descomposición nuclear de un solo metro cúbico de uranio podría suministrar energía suficiente durante un año para toda la industria europea, afirma Maurice de Broglie.

      Si llegásemos a suponer que en un solo instante se desplegara toda la energía que corresponde a la desintegración de un kilogramo de masa, en la hipótesis de que esta masa se descompusiera por completo, resultaría, según la fórmula de Einstein, una explosión capaz de levantar a 100 kilómetros de altura 100 acorazados de 90.000 toneladas cada uno.

      Aun en el caso de que no se haya llegado a la total desintegración, la simple suposición de que se haya podido aprovechar una fracción sensible de la misma, empequeñece todo cuanto hasta ahora haya podido soñarse sobre las posibilidades energéticas de la Humanidad. Casi quedan justificadas cuantas afirmaciones sensacionales vienen haciendo las agencias periodísticas.

      No hay explosivo capaz de producir semejantes cantidades de energía ni existe ninguna reacción química que, de un modo o de otro, origine resultados comparables a los de la desintegración de la materia.

      El átomo es, según esto, la fuente de energía más poderosa que se conoce y, en realidad la única que permite explicar ciertos fenómenos siderales como, por ejemplo, el calor solar.

      Las cantidades de energía luminosa, calorífica y química irradiadas por el sol han sido cuidadosamente calculadas por los astrónomos y proporcionan resultados asombrosos: se evalúan en 150 millones de kilowatios hora por segundo. Al precio de saldo de un céntimo el kilowatio hora, el valor de esta energía repartida por todo nuestro sistema planetario equivale a trillón y medio de pesetas por segundo.

      Aún en el supuesto de que el astro central fuese una gran bola de hulla en combustión, se hubiera consumido por completo en un par de miles de años. Los sabios admiten hoy que el sol es una gigantesca bomba atómica, es decir una masa en que se opera la desintegración, trasformándose en energía cinco millones de toneladas por segundo. Se calcula que en el centro del sol la temperatura es de 40 millones de grados y la presión de 1.330 millones de atmósferas. Estas cifras pueden dar una idea de lo que es un foco de desintegración en funcionamiento.

      Hasta qué punto el efecto de la bomba atómica pueda ser lejanamente comparado con los fenómenos de la desintegración solar es algo que no podemos saber, naturalmente. Baste decir que la calidad del hecho es la misma y que, por tanto, disponemos de algún elemento de juicio para indagar lo que allá en el centro de la desdichada ciudad oriental haya podido ocurrir. Extraordinaria elevación de temperatura, irradiación calorífica capaz de agostar la vida en una gran extensión de terreno. Presiones fantásticas, tal vez de millones de atmósferas, ondas explosivas de efecto destructor nunca igualado. Irradiaciones protónicas y electrónicas, de gran potencia química. Tampoco es de desdeñar la hipótesis de que estas irradiaciones al bombardear las masas circundantes al lugar de la explosión inicial hayan podido transmitir a ellas el fenómeno de la desintegración, acrecentando las proporciones del cataclismo en todos sus aspectos. No debe llegarse a suponer que el desequilibrio, una vez iniciado pueda extenderse a todo el planeta hasta llegar convertirlo en un sol de pequeñas proporciones, en un infierno inhabitable. No se ha llegado todavía a eso pero todo se andará... si la burra no se muere.

      El efecto destructor del nuevo invento es, por tanto, formidable y temible. Comienzan a surgir voces de protesta por su empleo y la generalidad de los comentaristas se expresan con un tono de tristeza y de preocupación perfectamente explicables. La gente ha comenzado a asustarse, en buena hora, de la Técnica, nueva divinidad, Moloch amenazador, que amaga devorar a la Humanidad pacífica.

      Esta impresión de ansiedad temerosa viene a ser compensada por los alegres comentarios que sugiere el aspecto constructivo de la energía atómica, las amplias posibilidades que, según muchos, nos abre. Contaremos, se dice, con una fuente inagotable de actividad energética: la locomoción terrestre y aérea en condiciones mucho más ventajosas que hasta ahora, el transporte de masas gigantescas de materia, la acción sobre el clima y los fenómenos meteorológicos, la colonización de nuevas tierras y aun de nuevos mundos, los viajes a la Luna y a los planetas, el veraneo en Neptuno y la invernada en Mercurio... Todo esto y mucho más se dice, sin serio fundamento, será posible desde ahora en adelante.

      No creemos en la posibilidad de que por el momento pueda ser aprovechada la energía atómica en beneficio de la sociedad humana.

      Nos encontramos en una situación parecida a las del hombre prehistórico, que acaba de descubrir el fuego. Fuego: llama mágica, que arrasa y aniquila cuanto abraza, convierte bosques en cenizas y quema al desdichado que trata de apresarla. El hombre la teme, acaso la adora... pero es incapaz de utilizarla. han de transcurrir años, quizás siglos, hasta que empiece a comprender los beneficios que el fuego puede proporcionarle, hasta que la llama, contenida, domada, arda con mansedumbre en el hogar casero, caldeando el aire de la habitación y haciendo hervir la sopa en el puchero...

      Â¿No conoce el hombre hace tiempo la fuerza expansiva del agua, la llama del petróleo y el estrépito del rayo? Y sin embargo se ha tardado mucho en llegar a construir la locomotora, el automóvil y el motor eléctrico...

      En esta situación nos hallamos. La fiera atómica ha sido descubierta. Pero ahora hay que domarla... si no nos devora ella antes.

 

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