Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Existencialistas

 

La Voz de España, 1949-07-30

 

      Valga lo que valiere como indagación de la verdad, el existencialismo constituye un despertar o, más bien, un retornar a la prístina fuente de la filosofía: a la urgente necesidad de saber lo que somos y lo que estamos destinados a ser.

      La mayor parte de los filósofos han sido impenitentes arquitectos. Lejos de respetar la cristalina ingenuidad de la fuente, se han dedicado a rodearla de esos imponentes monumentos de mármol lógico que son los sistemas. Parece que ningún filósofo que se estime puede renunciar a construir su sistema. por eso los sistemas se amontonan hoy por docenas, entrechocándose y negándose mutuamente con sus terminologías recargadas y convencionales. Cada hombre puede elegirlos a su antojo, según su temperamento y realizar así el dicho de Fichte: «Qué clase de filosofía se elige depende de qué clase de hombre se es».

      Pero a pesar del lujo arquitectónico de los sistemas, el hombre de hoy experimenta, cabe a la fuente de la sabiduría, una sed que ninguna aridez sistemática es capaz de apagar.

      Después de 25 siglos, el descubrimiento socrático de nuestra radical ignorancia no ha sido superado. «Sabed, humanos, que el más sabio de entre vosotros es aquel que sabe que, en resumidas cuentas, no sabe nada».

      La sabiduría socrática se limita, pues, a decidir lo que hemos de hacer de nuestra existencia, es decir, a un saber práctico y moral. «Dios me impuso como misión vivir filosofando e inquiriendo en mi y en los demás». «Todo mi tiempo lo he empleado en esta tarea, de tal modo, que no he podido ocuparme de los asuntos públicos ni tan siquiera de los míos propios. Por ello vivo con extremada pobreza: todo por servir a Dios».

      Los presuntos sofistas creían saberlo todo, aun las cosas más difíciles: frente a ellos, Sócrates consideraba preferible acariciar la idea de su propia ignorancia y enseñar a los jóvenes a vivir austeramente. «La regla de oro es que no hay regla de oro», ha dicho Bernard Shaw. El sistema socrático es que no hay sistema. Mas, ¿no volvemos así a la gran paradoja de nuestro Fray Juan: «Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada»?

      El existencialismo renueva hoy la misma preocupación ante la insinceridad de tanta arquitectura filosófica.

      Â«No se trata de construir, sino de cavar», ha dicho Gabriel Marcel, el existencialista cristiano. Cavar, ahondar en la tierra muelle de nuestra interioridad alumbrándonos, como mineros del espíritu, con la lámpara de la Esperanza.

      El existencialismo se presenta, pues, no como un sistema, sino como un antisistema. Nada tiene de extraño que muchos no quieran considerarlo como «una filosofía». Y en realidad no lo es; ni puede pretender serlo, ni llegará a serlo jamás. Porque el día que intentase erigirse en sistema se habría contradicho a sí mismo, cerrándose a todo nuevo contacto con el Misterio que «somos».

      El existencialismo, si algo es, es la inquietud viva, en perenne contradicción con todo saber pretendidamente concluso.

      Pero esta inquietud, que se agita al margen de toda cotidianidad, no puede ser encerrada en fórmulas conceptuales.

      Con razón se ha dicho, pues, que el existencialismo no existe, que sólo existen los existencialistas.

      Cada existencialista es un testigo: de la sinceridad de su conducta depende, pues, el juicio que podamos formar sobre su persona, y sobre el valor de su supuesta inquietud.

 

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