Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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A propósito de un libro de Jules Isaac. Jesús e Israel

 

La Voz de España, 1949-08-30

 

      Â«Jesús e Israel» es el título de un libro sorprendente que acaba de publicar el conocido historiador israelita Jules Isaac. Se trata de demostrar en este libro que el pueblo judío, el verdadero pueblo judío, no tuvo participación alguna en la muerte de Cristo. El odio que, en opinión del autor, profesa la Cristiandad a la nación israelita es, pues, tremendamente injusto. Esta es la tesis de Jules Isaac.

      He hojeado las páginas de este libro con ávida curiosidad: el misterio de Israel es, a mi juicio, uno de los enigmas claves de la Historia del Mundo. Por otra parte, siempre me ha parecido interesante conocer la opinión que a los judíos de nuestro tiempo merece la figura de Jesucristo. La esperanza mesiánica se ha conservado en la nación judía, pero extraordinariamente diluida en una especie de racismo profético, una escatología en la que los israelitas están llamados a dominar el mundo. Muchos judíos consideran a Jesucristo como un exponente de su raza, sin llegar, naturalmente, a reconocer su carácter mesiánico ni su divinidad.

      En el alma de cada judío hierve una profunda inquietud religiosa, una mezcla de ambición de poder, de orgullo y de insatisfacción, un ansia de espiritualidad insaciable. El judío es, en general, de una receptividad y de una sensibilidad extraordinarias. Artistas, científicos, filósofos de primera línea, atestiguan la enorme dimensión humana de esta raza elegida.

      Sin duda, Cristo ejerce una atracción muy fuerte sobre la mentalidad judía. Muchos israelitas se convertirían si no fuese por el abismo de incomprensión y los prejuicios raciales que les separan de la Cristiandad. La conducta de los pueblos cristianos, que muchas veces no tiene nada de cristiana, es, en ocasiones, causa de escándalo para los judíos y también para otros pueblos pertenecientes a antiguas civilizaciones. Las expresiones «pueblo deicida», «nación criminal», «verdugos de Cristo» y otras análogas son frecuentemente empleadas en países cristianos, incluso por los predicadores (aunque éstos lo hagan en un sentido sutil y teológico que nada tiene de insultante para los miembros de la nación israelita). Existe además un desprecio instintivo hacia los israelitas cuya suciedad y avaricia son proverbiales. Periódicamente estallan crisis de antisemitismo completamente ajenas al problema religioso y que arranca, exclusivamente, de causas raciales y económicas. Pero muchos judíos creen ver en ellas la expresión de un odio religioso que en realidad no existe.

      Precisamente en «Jesús e Israel» trata el autor de deshacer este supuesto antisemitismo cristiano que él considera como la raíz de todos los antisemitismos. Advirtamos de paso que la Iglesia Católica no es ni ha sido nunca antisemita. Amar a los judíos y amarlos caritativamente como hermanos y, en cierto modo, como precursores en la Fe, es la actitud genuinamente cristiana que la Iglesia ha mantenido siempre.

      Pero para J. Isaac la causa del antisemitismo radica precisamente en el odio que el Cristianismo imbuye en los espíritus contra el pueblo que dio muerte al Salvador. Ahora bien: dice el autor, nada más injusto que esta imputación. En primer lugar, Palestina es en el momento en que se desarrolla el gran episodio histórico de la vida y muerte de Jesucristo, un país «ocupado». Al frente de sus destinos religiosos se halla Caifás «infame colaboracionista». El «ocupante» Pilatos tiene en su mano todos los resortes del mando, y salvo una minoría de «saduceos brutales y cínicos y de doctores desacreditados» sin el menor arraigo popular, nadie tiene libertad de movimiento. Por otra parte, el pueblo permanece al margen de los acontecimientos, apenas si llega a su conocimiento la predicación de Cristo, y cuando esto ocurre, no vacila en mostrar su entusiasmo hacia El. Dada la gran densidad de población y el elevado número de aldeas y ciudades que cubren la región palestinense el autor opina que sólo una reducida minoría de privilegiados puede escuchar la palabra del Señor u obtener una referencia de ella. ¿Con qué derecho, se pregunta Jules Isaac, se culpa, pues, al pueblo israelita de la muerte de Cristo y por qué se inculca a los niños cristianos esta idea lamentable? Puesto que la «voluntad popular» estuvo ausente del proceso, como se desprende de los mismos textos evangélicos, cuya autenticidad admite el autor, concluye éste que la inculpación señalada es tremendamente injusta y que la Cristiandad debe corregir su errónea actitud.

      Pero, en realidad, no hace falta corregir nada, pues, como hemos dicho antes, la Iglesia nunca sostuvo la posición que le atribuye Jules Isaac. Estrictamente hablando, no son los judíos los que conducen a Cristo al patíbulo, sino los pecadores de todos los pueblos y de todos los tiempos, sean o no judíos, los actores secundarios del drama del Gólgota se hallan infinitamente sobrepasados por la grandeza del acontecimiento en el que inconscientemente participan, como instrumentos del Eterno. Nada ofensivo o vejatorio hay, para los judíos en esta visión de la gran tragedia bíblica.

      Extender la responsabilidad del proceso a la colectividad israelita olvidando a los auténticos promotores y sostenedores del mismo sería demasiado ingenuo. Y los teólogos católicos no acostumbran a ser ingenuos.

      Yo me inclino más a creer en la ingenuidad de sus contradictores.

 

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