Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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"text-align:center">"font-size:16pt">En torno al Estado ideal</p>

 

"text-align:right">Criterio</i>, 1.177-1.178 zk., 1952-12-15

 

      Dos concepciones poltico-religiosas del Estado atraen la atencin de los catlicos de nuestro tiempo. Entre los partidarios del Estado confesional catlico</i>, por una parte, y los del Estado de inspiracin cristiana</i>, por otra, se ha entablado y se prolonga a travs de libros y revistas una discusin bastante viva. Cul es, desde el punto de vista de la Iglesia, la ms deseable de estas dos frmulas? La cuestin se plantea «hic et nunc ante situaciones concretas; pero no deja de proponerse tambin sobre el terreno de los principios —y aqu es donde el asunto empieza a ser verdaderamente delicado—. No se trata, pues, nicamente de enunciar una simple cuestin de prudencia poltica, sino de rehacer la doctrina clsica en una forma ms adaptada a los tiempos presentes.

      Ahora bien, la Iglesia no ha declarado caducada su enseanza tradicional respecto de la Ciudad temporal y, por tanto, el intento de los innovadores se hace, desde este punto de vista, difcil e incluso espinoso. A pesar de esto, estos innovadores no se muestran desanimados, creen poder llegar a frmulas plenamente ortodoxas y satisfactorias desde todos los puntos de vista y experimentan la necesidad de clarificar las actitudes de los catlicos frente a los Estados laicos y de evitar toda sospecha de duplicidad, toda desconfianza por parte de sus conciudadanos no catlicos. Este doble empeo les anima a trabajar sin descanso.

      Entre los pensadores catlicos que se han ocupado de este problema hay algunos que se han limitado al terreno de las realidades concretas, sin tratar de transformar los principios, sino simplemente de aplicarlos segn el espritu de nuestra época. Este es, mi opinin, el caso de M. Maritain y de su «ideal histrico concreto. Maritain se defiende contra los que le acusan de poner en duda la doctrina clsica, expresada sobre todo en las Encclicas Pontificias de Po IX, Len XIII y Po X: trata, al contrario, de establecer de qu modo los principios enseados en estas Encclicas deben ser aplicados</i> en las circunstancias concretas del mundo de maana. Es una insensatez —dice refirindose a su libro sobre los derechos del hombre— pretender que (este libro) niegue los principios, ya que precisamente se trata en él de buscar las mejores condiciones de realizacin efectiva (de esos mismos principios) para un perodo histrico dado. Proponer una solucin prctica como la mejor en determinadas circunstancias no es, en modo alguno, declarar que esta solucin sea la única buena en derecho y absolutamente la única justa</i>». «M. Maritain se ha aplicado, pues, a demostrar que nuestra época exige otros modos de realizacin de los</i> mismos principios (de la Edad Media)». «¡Yo no digo, absit! —agrega M. Maritain— el abandono de estos mismos principios, abandono que se halla en la raz misma de los errores del liberalismo! Yo digo lo contrario, porque aplicar un principio es lo contrario de abandonarlo! He aqu toda la confusin que la calumnia pone en juego contra m. No se pretende de ninguna manera por esto que la verdad y el error tengan los mismos derechos, ni que las diversas confesiones religiosas tengan, por s y en s mismas, los mismos derechos, ni que «el progreso del tiempo obligue a considerar como abolidos los derechos superiores de la Iglesia, ni que haya que rechazar en principio toda estructura del Estado en que la religin catlica tenga una situacin jurdica privilegiada y condenar as lo que ha existido durante siglos de civilizacin cristiana! Se dice únicamente que, en las condiciones histricas de nuestra edad, es ventajoso para el bien comn temporal y tambin para la Iglesia que ésta consienta en no hacer uso del derecho superior que le pertenece y en aceptar para los suyos una condicin jurdica de acuerdo con la igualdad de derechos entre los ciudadanos que el Estado reconoce en su propia esfera temporal"ohar5-2a"></a>"#ohar5-2b">[2].</p>

      Otros, como el P. Congar, despus de haber reafirmado en sus lneas fundamentales los principios clsicos admitidos por la teologa catlica, tratan de completarlos mediante un estudio ms profundo de la tolerancia, la cual, es sin duda, un elemento sumamente importante en el conjunto de la doctrina. Este es, al parecer, el mtodo ms fecundo y ms seguro.

      Hay todava otros pensadores catlicos que, emplendose ms a fondo, caen, acaso, en el mismo defecto de que se acusa tan frecuentemente a los telogos de la Edad Media: el de insertar en las tesis expresiones, maneras de pensar, estructuras y concepciones, vlidas solamente para su tiempo, transformando as, de una manera inconsciente, las ideas y los hechos histricos en principios. Hay, sin duda, una exageracin formal en expresiones como ésta: (el Estado) como tal no tiene ms que una manera de ser cristiano, que es precisamente, la de ser laico, con esta laicidad de esencia personalista, que consiste, para el Estado, en detener la pretensin estatal del Csar en el umbral de la autonoma de la persona espiritual, reconocida por él como trascendente a todo poder de coaccin material"ohar5-3a"></a>"#ohar5-3b">[3].</p>

      Como quiera que el principio de la inviolabilidad de la conciencia ha sido siempre defendido por los apologistas cristianos, todo Estado que no sea tirnico y por tanto anticristiano, debe evidentemente detenerse ante el santuario de la conciencia en el umbral de la persona espiritual</i>. El Estado ideal sera, pues, en este sentido, un Estado laico. Pero hay que reconocer que en todo caso hay aqu una cierta confusin en el empleo de los trminos. La laicidad sera elevada de esta suerte, gracias a la magia de las palabras</i>, al plano de la tesis como la única frmula posible y autntica de Estado cristiano.

      Yo no creo sin embargo que esta discusin est condenada a la esterilidad. Desde el punto de vista de la accin, no es completamente intil analizar las ventajas y los inconvenientes de cada una de estas dos concepciones y sus probabilidades de realizacin en el mundo presente. A este respecto se han hecho ya observaciones interesantes sobre ciertos puntos que pasaban casi desapercibidos hasta ahora, observaciones que sern acaso útiles en el porvenir para dirigir la accin poltica de los catlicos. La crtica del Estado confesional ha demostrado que éste est expuesto en la prctica a muchos peligros y vicios que sera preciso esquivar o corregir. La corrupcin de lo mejor, lo «peor. La experiencia ha demostrado tambin que la Iglesia puede hallarse muy a sus anchas y desarrollarse ampliamente en medios neutros, completamente tolerantes y respetuosos para las diferentes confesiones, aunque no se haya puesto todava en claro el modo de que tales sociedades lleguen a cumplir ciertos deberes sin caer en un vago desmo.

      Respecto de la doctrina o de los principios, la polmica podra tambin aportar algunos resultados útiles: las nociones fundamentales seran enriquecidas con nuevas perspectivas, los propios principios seran enunciados de una manera ms completa y ms precisa. La nocin de Estado confesional, cuidadosamente pulida y depurada de su ganga histrica, se hara seguramente ms comprensible para el hombre de hoy. La tolerancia —que no es, en modo alguno, un elemento accesorio de la teora, sino una pieza de una gran importancia para el conjunto— sera puesta en valor ms profundamente, utilizando a este efecto algunas de sus races cristianas, no estudiadas o enteramente olvidadas en el pasado.

 

"tartekia">La conciencia de la libertad</p>

 

      Hoy se manifiesta una actitud de desconfianza y de reserva hacia el Estado, el cual amenaza con invadir ms y ms el dominio privado. La actitud de los ciudadanos frente al Estado ha cambiado mucho desde hace dos siglos, o mejor dicho, es el Estado mismo quien se ha modificado, provocando reacciones legtimas en defensa de la persona. Esto produce tambin un cambio de frente en el problema de las relaciones entre la Iglesia y la sociedad temporal: en tanto que la Iglesia es por naturaleza, inmutable, el Estado se transforma profundamente y se ha transformado cien veces en la Historia"ohar5-4a"></a>"#ohar5-4b">[4].</p>

      Ante monstruos como los Estados totalitarios modernos, es muy natural que reaccionemos con energa para salvar nuestra intimidad personal gravemente amenazada: cuando se tiene el sentido de la trascendencia no gusta ver a los Estados desempeando el papel de maestros, de padres de familia o doctores de la Iglesia"ohar5-5a"></a>"#ohar5-5b">[5]. Si no se quiere que el hombre sea tragado por estas mquinas gigantes, hay que delimitar con mucha inteligencia el dominio estatal, y ésta es, por otra parte, una de las grandes preocupaciones de nuestro tiempo. Ahora bien, la Iglesia no ha defendido nunca la dictadura religiosa y menos todava el Estado totalitario. Un Estado ideal desde el punto de vista de la Iglesia sera al contrario el Estado menos totalitario del mundo. El sentido de la transcendencia de la Iglesia y el respeto de la persona</i> —caracteres esenciales de un Estado ideal— se lo impediran.

      Al referirse al «Estado confesional, tal vez se piense sobre todo en realizaciones histricas concretas, en gran parte opuestas al espritu de nuestra época, en tanto que se idealiza la concepcin de la «laicidad abierta, como algo puro y reluciente. Pero el ideal parece triunfar siempre sobre la realidad en este mundo de pecado: el porvenir tendr tambin a buen seguro, algo que decir sobre las nuevas concepciones cuando éstas sean cargadas, a su vez, por el peso de la Historia.

      La conciencia, hoy ms viva, de la propia personalidad, reacciona contra los abusos del colectivismo. Se tiene miedo del Estado, y sobre todo del Estado-Iglesia. «Con qu ttulos va el Estado a decirnos lo que debemos creer o practicar en materia religiosa?». Este modo de expresarse es razonable y, por otra parte, el caso de un Estado que se erigiese en maestro y en seor único de la sociedad no sera el de un verdadero Estado cristiano, sino ms bien el de un Estado totalitario.

      «Ante el Estado el hombre conserva una plena libertad de conciencia. En el santuario interior de sus creencias y de sus ideas es responsable respecto a Dios, pero no respecto al Estado: ste no posee ningn derecho, ninguna facultad de dictar o de imponer determinada forma de pensar, de creer y de practicar el culto. Si lo hace, como ocurre a menudo en los Estados totalitarios, traspasa las fronteras de la justicia, lesionando un derecho sagrado y fundamental de la persona humana"ohar5-6a"></a>"#ohar5-6b">[6]. Estas palabras son enteramente aplicables al Estado confesional, porque hay una tolerancia de alcance universal, que no depende ni de circunstancias ni de situaciones particulares</i>"ohar5-7a"></a>"#ohar5-7b">[7].</i> La declaracin siguiente hecha por S. Em. el Cardenal Griffin, Arzobispo de Westminster, en 1946, es, en mi opinin, perfectamente vlida en todas sus clusulas en un Estado cristiano: todo Estado debe garantizar la libertad de culto y asegurar a todos sus ciudadanos una libertad igual para seguir la religin que les dicte su conciencia; y todos ellos deben poder disponer de sus iglesias, de sus escuelas y de sus pastores"ohar5-8a"></a>"#ohar5-8b">[8].</p>

      Un Estado que negase a sus ciudadanos el derecho a la tolerancia</i>, consecuencia lgica del principio de la libertad religiosa, no sera un Estado legtimo.

      No se puede condenar la conciencia moderna cuando se rebela contra ciertas brutalidades que la crtica histrica ha puesto en relieve en la historia de los Estados. Es justo y conveniente que se reaccione en este sentido.

      En la conciencia, que el hombre de hoy posee, de su propia libertad, hay, pues, un progreso, aunque puede ser que al mismo tiempo se retroceda en otros sectores de la vida moral. Actualmente la conciencia de los pueblos experimenta de una manera ms viva que en los siglos pasados la dignidad personal del hombre, y, por la misma razn, profesa un culto particular de la propia libertad. Sentimiento noble cultivado por el cristianismo, fruto por tanto de su educacin, en lo que tiene de sano y de ordenado. Se puede, pues, admitir sin ninguna dificultad que la hiptesis contempornea presenta a la autoridad poltica de todas las naciones civilizadas una exigencia social objetiva que viene de este vigor difuso adquirido por la conciencia individual y colectiva en la defensa de la libertad humana contra toda ordenacin social positiva en materia religiosa"ohar5-9a"></a>"#ohar5-9b">[9].</p>

 

"tartekia">El «fair play confesional</p>

 

      En los pases en que ha sido establecido y se mantiene en equilibrio leal entre las diferentes confesiones, se tiene cierto miedo a hablar demasiado sobre esta cuestin: se teme que ello pueda alterar el estado de paz espiritual en el que se encuentran a sus anchas. Es el caso de los Estados Unidos, de Australia, del Canad, de los pases nuevos sobre todo, que no han conocido las luchas religiosas y que preferiran pasarse sin ellas. Algunas declaraciones episcopales cantan las excelencias de la convivencia armoniosa"ohar5-10a"></a>"#ohar5-10b">[10]</a>. En realidad el Estado ideal no se opondra tampoco a una convivencia armoniosa de los ciudadanos de diferentes confesiones; al contrario, la exigira como uno de sus elementos fundamentales.

      La idea de revancha es sin duda alguna muy contraria a la mentalidad de la Iglesia: el profundo respeto de ésta hacia las situaciones de hecho y hacia los compromisos adquiridos no puede ser puesto en duda. hay un «fair play confesional que debe ser puesto en prctica, no slo en los Estados neutros, sino tambin en los «Estados catlicos. En la medida en que éstos sean conformes al espritu de la Iglesia, es decir al espritu evanglico, esta actitud de honradez y de respeto se har ms franca y ms visible. Esto no modifica, a mi entender, la estructura de la concepcin ideal: nada de su vigor lgico y teolgico se pierde de esta manera.

      Ya Vermeersch se planteaba la cuestin siguiente: cul sera la actitud de la Iglesia si los catlicos llegasen a ser la mayora poltica y moral, una mayora aplastante, en un pas? La Iglesia se encontrara todava frente a disidentes e incrdulos en posesin pacfica de su libertad: pues bien, contesta él, stos no tendran nada que temer: sus franquicias permaneceran en pie.

      ¿Qu haran los catlicos si todo el pas volviese a la verdadera fe? Trataran, sin duda, de conservar el inmenso beneficio de esta concordia. Pero, a este efecto, tendran que considerar la hereja como un delito y perseguirla con multas y encarcelamientos? Nada lo prueba. Hemos citado ya la excelente frase de V. Jacobs: Si la unidad religiosa renace, se reflejar en las leyes; pero el espritu de la época no dejar tambin de reflejarse. Lamennais no se equivocaba cuando escriba: Nadie puede prever en qu trminos volvern a establecerse, cuando llegue el momento, las relaciones de la Iglesia y el Estado. Es seguro que una íntima alianza se establecer de nuevo entre las dos sociedades, espiritual y poltica; pero, cul ser la forma de esta alianza? Se ignora"ohar5-11a"></a>"#ohar5-11b">[11]</a>.</p>

      La declaracin del Cardenal Manning"ohar5-12a"></a>"#ohar5-12b">[12]</a> es a este respecto muy importante: Si los catlicos llegase a ser en Inglaterra la mayora, si fuesen los dueos del poder, no cerraran un solo templo ni una sola escuela protestante. Trataran solamente de hacerlo mejor que sus rivales y de atraerles por sus virtudes y beneficios.

 

"tartekia">Equivocidad de un trmino</p>

 

      La expresin «Estado catlico</i> que acabo de emplear y que se emplea a menudo, no es muy feliz. No me gusta porque se presta a un equvoco: da lugar a que se piense, en efecto, en una sociedad verdaderamente digna del nombre de «catlica. Ahora bien, no hay ms que una sociedad que sea digna de este nombre, la cual, por naturaleza, no puede ser confundida con ninguna otra: esta sociedad es la Iglesia</i>. Un Estado propiamente catlico debera ser —si las palabras conservasen todava su significado— un reino de Amor y de Justicia, en el cual el pecado no encontrara sitio. Los Estados que se conocen actualmente y los que podrn ser conocidos en el provenir estn desgraciadamente muy lejos de poder ser considerados como reinos de Amor y de Justicia: ms bien seran reinos de pecado y de injusticia</i> (aunque esto no sea tampoco completamente verdad, primero, porque el hombre conserva todava, a pesar del pecado, un cierto impulso natural de bondad, y segundo, porque los cristianos que intervienen en la vida poltica, pueden contribuir a elevarla parcialmente a un nivel de honradez y de moralidad menos deplorable): una sociedad temporal no es nunca una sociedad santa.

      No es extrao, pues, que al escrutar la realidad histrica de los Estados cristianos en la Edad Media se descubran en ellas violencias incompatibles con el mensaje evanglico e incluso una incomprensin lamentable de este mensaje.

      Estas sociedades no eran, efectivamente, sociedades santas, sociedades cristianas en sentido estricto, las cuales, como hemos dicho, no pueden existir fuera de la Iglesia. No eran puras, el pecado las corroa y el diablo realizaba en ellas un «excelente trabajo. Desde ciertos puntos de vista eran incluso peores que las de nuestro tiempo: la brutalidad de las costumbres, la insinceridad, la rutina, la servidumbre de las conciencias, causaban, supongo yo, daos enormes en el orden espiritual. Las enfermedades morales de tales sociedades eran diferentes de las de las sociedades modernas, pero es seguro que aquellas enfermedades existan realmente.

      Sin embargo hay que hacer notar que en estas sociedades de la Edad Media tena lugar un fenmeno sociolgico</i> de una gran importancia y que nuestra época no debera subestimar: la fe de los pueblos era entonces una realidad mucho ms fuerte que hoy, un hecho que habra que estudiar atentamente a la luz de las nociones y de los mtodos sociolgicos modernos. Cabra hablar con propiedad y justamente en este sentido, de sociedades cristianas.

      En toda sociedad hay, en efecto, toda una variedad de verdades reales o hipotticas que «circulan socialmente. Yo las denominara gustosamente, siguiendo a D. Jos Ortega y Gasset"ohar5-13a"></a>"#ohar5-13b">[13]</a>, «verdades colectivas</i>, o «creencias colectivas</i>. (Evidentemente, la palabra creencia est desprovista aqu de su significacin corriente. Dicha palabra tiene en este lugar un sentido mucho ms general y no se refiere necesariamente a la creencia religiosa). Lo que caracteriza a las «verdades colectivas, es que cuentan, que se mantienen, que estn en vigor por s mismas. Nadie puede oponerse a ellas sin encontrar una fuerte resistencia. Estn ah, delante de nosotros de un modo ineluctable «como esta mesa, como esa pared: hay que contar con ellas porque estn ya «instaladas alrededor de nosotros antes de que nosotros tratemos de aceptarlas o de rechazarlas. La eficacia de estas creencias se encuentra, pues, en su validez social, ms que en su valor objetivo.

      La creencia colectiva no es, por tanto, una idea a la que prestemos nuestra adhesin mental en funcin de su fuerza lgica, no es una idea que nos convenza, una idea cientfica, por ejemplo, sino una idea que est ah</i>; que trata de penetrar en nuestra intimidad antes de que tengamos la posibilidad de defendernos: no es posible rechazarla sin un esfuerzo real e importante.

      A causa de esto, resulta difcil adquirir conciencia de estas verdades colectivas que nos invaden desde nuestro nacimiento, si es lcito hablar de esta manera. Uno se deja muchas veces llevar por ellas sin someterlas a un examen atento. La ley del mnimo esfuerzo juega en su favor. Para el hombre medio, las ideas colectivas constituyen el tejido natural sobre el cual debe vivir su vida mental. Sobre este subsuelo de lugares comunes y con estos elementos admitidos sin resistencia a formar parte de su ser, debe el hombre medio construir su propia vida personal.

      Nos encontramos, pues sumidos en un mundo de creencias colectivas: en él pensamos, vivimos y an somos. Es ilusorio querer evadirse de ese mundo hacia no s qu paraso abstracto. Hay que tener la sinceridad y la humildad suficientes para reconocer que una parte de nuestra existencia, que acaso escape a nuestra propia percepcin, pertenece a un mundo que es exterior a nosotros mismos.

      Esta servidumbre respecto de lo colectivo es una consecuencia inevitable de nuestra condicin carnal, la cual implica fatalmente cierto gregarismo del que el ser humano no puede deshacerse enteramente. Estamos sujetos a esta servidumbre, sin la cual no podramos siquiera existir. Este fenmeno no es, por tanto, privativo de los pases autoritarios, en los cuales un rgimen de pensamiento colectivo trata de imponerse descaradamente por la fuerza. Tambin se produce en los pases que se enorgullecen de declararse libres, la actitud de protesta y de reaccin contra la existencia colectivizada procede tambin frecuentemente de un estado de pensamiento colectivo. Se encuentran personas que se creen y se proclaman no-conformistas, siendo conformista radicales, conformistas del no-conformismo. algunos creen liberarse del gregarismo, cuando no han hecho ms que cambiar de dueo: la fenomenologa sociolgica podra decirnos muchas cosas interesantes a este respecto.

      Pero es evidente que se puede y que se debe juzgar el valor de la creencia colectiva desde el punto de vista de la razn e incluso desde el punto de vista de la Fe. Es decir, que se puede hablar de verdad y de falsedad refirindose a ella.

      No estamos enteramente condenados al gregarismo, porque si as fuese no seramos libres, no seramos hombres. Tenemos conciencia de que nos es posible juzgar a este mundo colectivo, e incluso oponernos a él y hasta transformarle, aunque esto sea ordinariamente el trabajo de varias generaciones de hombres y, generalmente, de hombres extraordinarios. Aqu comienza nuestra actitud propiamente moral, es decir racional y libre. Tenemos, pues, la posibilidad y hasta el deber de tamizar las creencias colectivas, de apartar de nosotros las que juzgamos falsas, de luchar contra ellas. Este es el principio motor del no-conformismo.

      La creencia colectiva representa, pues, una especie de fuerza de inercia con la que hay que contar si no se quiere caer en la utopa. Los utopistas son precisamente gentes que han olvidado este principio, que han credo que se puede conducir la sociedad hacia cualquier ideal de vida comn y que han pretendido maniobrar esta inmensa mole como si se tratase de una ligera pluma.

      Pero, de dnde viene la creencia colectiva? La creencia colectiva tiene un origen humano: antes de ser creencia colectiva ha sido verdad individual, es decir, experiencia, razn e incluso Fe</i>. La creencia colectiva se une por su raz y por su vrtice</i> a todas las fuentes naturales sobrenaturales del conocimiento. Viene de lo humano y es capaz de hacerse humano, de «rehumanizarse por decirlo as, al penetrar de nuevo en el dominio personal de donde procede.

      Si es algo extrao a m, como la naturaleza fsica, es al mismo tiempo un patrimonio del cual me aprovecho</i>, acaso sin darme cuenta de ello, en todos los órdenes de mi vida y que yo transporto a veces al plano de mi conciencia haciendo as de ella una creencia autntica.

      Lo colectivo es como una realidad intermedia entre las vidas personales. Viene del hombre singular y a él retorna. Su verdadero papel, su naturaleza, es la de utensilio, instrumento, vehculo. Hay que concebirlo, pues, como un aparato puesto en principio a nuestro servicio, pero que puede, helas!», como tantos otros, transformarse en un instrumento de aniquilacin o de empobrecimiento de la persona.

      Si pasamos ahora a la esfera del pensamiento religioso —y ms concretamente del pensamiento cristiano— podremos transferir a ella mucho de lo que acabamos de decir respecto de la creencia colectiva en general.

      La Fe de los cristianos, aun siendo de un origen sobrenatural, puede tener, y tiene en efecto, consecuencias en el orden puramente humano que nadie podra negar.

      Nada impide que la Fe religiosa se comunique a una sociedad, que inspire su creencia colectiva, que se integre en ella y que se transforme en idea social</i>. Volvemos a encontrarla entonces con los mismos caracteres de ineluctabilidad, de inercia y de fuerza, que, como hemos visto, son propios de toda creencia colectiva.

      La Fe individual en Jesucristo, en su Iglesia como institucin de salvacin, no se halla necesariamente encerrada en los espritus, como algo hermtico e incomunicable. Puede al contrario trascender a la sociedad y ponerse de moda, adquirir el crdito, el favor pblico, producir en fin el entusiasmo y «la fe de los pueblos.

      Constituye, pues, una realidad sociolgica</i>, perteneciente a la esfera de las creencias colectivas como cualquier otra clase de pensamiento humano comunitario.

      Es cierto que se ha hablado mucho de la «fe de los pueblos y a veces muy desacertadamente, hasta llegar al descrdito, en un estilo grandilocuente. Habra quien se sentira tentado acaso de supervalorizarla, presentndola como una verdadera Fe</i>, como una especie de predestinacin colectiva o ms bien como vocacin providencial. Nada ms grave sin embargo que una confusin de este gnero. La Fe constituye un hecho personal</i>; no es de ninguna manera una simple manifestacin de «gregarismo religioso.

      El acto de Fe no podr nunca ser reducido a un hecho colectivo: all donde reinan solamente la rutina, el conformismo, la aceptacin ciega de la opinin comn, no hay una verdadera Fe.

      Pero el acto de Fe no es tampoco enteramente extrao a la fe colectiva</i>. Dios se sirve a veces de este medio, as como de otros para preparar el terreno al acto libre. Esta cuestin se relaciona con el viejo problema de la «Fe de los simples, el cual aguarda an una solucin plenamente satisfactoria.

 

"tartekia">Del buen uso de los automatismos colectivos</p>

 

      Ciertos telogos de la Edad media haban exagerado la importancia del medio, despreciando excesivamente al carcter personal y libre</i> de la Fe. Entre ellos se cita a Ral Arden"ohar5-14a"></a>"#ohar5-14b">[14]</a>, quien haca notar, sin muchos escrpulos, que bastantes fieles lo son únicamente porque pertenecen a una sociedad cristiana y que perderan su fe si cambiasen de medio. Por esta razn —dice— Dios prohibi a los hebreos tener contactos con los cananeos. Pierre de Jean Olivi seala, sin embargo, que esta manera colectiva de creer no puede ser considerada como fe cristiana, porque le falta el elemento principal, la libre sumisin a Dios, pero que las disposiciones requeridas son producidas normalmente en el cristiano por la gracia de la fe.

      Parece que estos pensadores de la Edad Media posean una fuerte tendencia a presentar estas cuestiones bajo el aspecto comunitario y no consideraban demasiado el hecho de que cada hombre es responsable de su propio destino, de que tiene derecho a la libre investigacin de la verdad religiosa y de que no es legtimo que ninguna potencia humana se interponga en este terreno.

      Al contrario ciertos pensadores modernos han llegado a olvidar del todo el importante papel que los automatismos colectivos desempean en dichas cuestiones, por ejemplo, en la transmisin y la observacin de las buenas costumbres y de las creencias religiosas. Se han imaginado que es posible presentar el problema religioso independientemente del medio social en que se vive.

      Desde el punto de vista de la pureza y legitimidad de la creencia hay que defender, como lo hace la Iglesia, el carcter íntimo e inviolable de la conciencia, que es el lugar sagrado donde el acto de Fe debe ser realizado de un modo completamente libre. Cuanto ms fuerte es la presin colectiva, tanto ms necesario es insistir sobre este punto. El derecho a la libre investigacin de la verdad y a la libertad del acto de Fe que la Iglesia defiende, no es una simple afirmacin platnica</i>: en cada situacin determinada se debe lograr que este derecho sea realizado de una manera efectiva, que se traduzca en reglas de conducta definidas y que se proyecte inmediatamente sobre la accin. Sera insuficiente por tanto el limitarse a defender slo la conciencia, en el sentido estricto de la palabra, es decir el misterioso proceso interior que tiene lugar en lo ms profundo del ser, porque este terreno ese inviolable de hecho</i> y no puede ser pisoteado por la sociedad. Para que el principio cristiano de la libertad de conciencia pueda tener eficacia, hay que rodear al hombre de un «chez-soi, de un espacio vital y personal, de una garanta que le asegure que no ser aplastado por la presin colectiva</i>, que no ser indirectamente empujado a traicionar a su propia conciencia ni a vivir, en fin, de una manera horriblemente hipcrita.

      En virtud de nuestra condicin carnal, que debemos recordar aqu de nuevo, la conciencia no es slo la conciencia en sentido estricto, sino que se halla en conexin con todo un sector de accin que se acrecienta a medida que aumentan los medios humanos y la sensibilidad del hombre. Para asegurar la libertad de conciencia contra la terrible fuerza de la presin colectiva, para proteger realmente al hombre contra un automatismo social demasiado violento, hara falta establecer en cada caso preciso barreras y recintos de intimidad suficientemente vastos. Estos problemas tienen un gran alcance y no son fciles de resolver ni en el terreno terico ni en el prctico"ohar5-15a"></a>"#ohar5-15b">[15]</a>.</p>

      Al contrario, desde el punto de vista de las repercusiones sociales de la fe religiosa y cuando se trata de estudiar las relaciones entre la Ciudad temporal y la Ciudad eterna estos dos mundos tan íntimamente entremezclados y que se presionan mutuamente de una manera formidable— ser necesario estudiar el fenmeno de la creencia colectiva sirvindose, lo repito, de conceptos y de mtodos sociolgicos, intentar descubrir las leyes y el alcance de estos fenmenos. M. Aubert"ohar5-16a"></a>"#ohar5-16b">[16]</a> piensa que es posible en nuestros das hacer entrar de nuevo en la teologa de la fe ciertos temas de la Edad Media que parecan profundamente pasados de moda hace cuarenta aos: Si el telogo de hoy debe preocuparse ms que nunca de los derechos de la persona individual y de las exigencias planteadas por el punto de vista personalista moderno, es lcito preguntarse si no sera tambin interesante que aquel hiciese tambin un lugar, en su tratado de la fe, a consideraciones inspiradas en un punto de vista comunitario. Nuestros contemporneos descubren en efecto, en una serie de dominios, la importancia de este punto de vista. No solamente la industria, la vida del trabajo, la vida de las diversiones... tienen una tendencia neta a socializarse, sino que filsofos y socilogos se interesan actualmente mucho en la influencia del medio, la cual se ha hecho demasiado manifiesta para que su importancia pueda ser todava puesta en duda sobre el comportamiento y el pensamiento del individuo. Las investigaciones de la escuela sociolgica, la constitucin de la psicologa colectiva, por ejemplo, muestran que este punto de vista se ha impuesto en crculos muy extensos y que hay en esto algo ms que una simple influencia de ciertas ideolgicas contemporneas.

      Querernos declarar libres de todo automatismo colectivo nos conducira a un angelismo personalista: tenemos ya bastante de esto. Afirmar, al contrario, que nuestra existencia personal no es ms que una consecuencia e la vida comunitaria equivaldra a negar la libertad y a disolver nuestra existencia en el ocano del destino colectivo.

      Los automatismos colectivos son instrumentos que deben ser puestos al servicio del hombre, y, en nuestro caso preciso, de la conciencia cristiana. No basta defender al hombre contra la presin colectiva cuando ésta se hace demasiado violenta y llega a poner en peligro la libertad de conciencia. Hay que hacer frente tambin a un problema positivo: de qu manera esta presin colectiva puede ser utilizada en favor del hombre y de sus fines temporales y eternos? He aqu una cuestin llena de dificultades y que sin embargo creo de un inmenso inters para el porvenir. Durante siglos la fuerza expansiva del vapor fue mirada como un fenmeno destructor. (Ciertamente dicha fuerza no ocasionaba ms que catstrofes hasta que Papin, Watt y otros, consiguieron hacer trabajar la presin contra el pistn). De la misma manera el hombre del siglo XIX, y en gran parte tambin el del siglo XX, haban querido asegurar la libertad de conciencia reduciendo al mnimo la presin colectiva, como algo puramente negativo y destructor. En nuestros das acaso fuese preferible estudiar por medio de qu mecanismo y merced a qu combinacin «de bielas y manivelas podran ponerse en movimiento los automatismos sociales al servicio de la persona y de la recta conciencia. Problema enormemente difcil y que no puede ser resuelto en un dos por tres.

 

"tartekia">El Estado confesional indeseable</p>

 

      La actitud del Estado respecto de la religin requiere un doble fundamento. Primero un fundamento sociolgico</i>, sin el cual se llegara a una dictadura religiosa. En segundo lugar, un fundamento racional de objetividad, sin el cual no sera ms que una manifestacin de conformismo.

      La Iglesia no ama la violencia. La mansedumbre y la dulzura evanglica son enteramente incompatibles con las situaciones de fuerza, sobre todo cuando éstas se aplican a coaccionar la conciencia religiosa de los ciudadanos. Por otra parte cuando el poder pblico llega a chocar con las conciencias se producen conflictos y la paz pblica es puesta en grave peligro"ohar5-17a"></a>"#ohar5-17b">[17]</a>.</p>

      No se puede tampoco admitir que el Estado encubra una gran falsedad, una inmensa hipocresa colectiva. Si la Iglesia acepta o propugna en cualquier pas un «Estado catlico, es porque presume que en él existe una sociedad catlica. Pero ¿qu es una sociedad catlica? Se puede responder a esta cuestin desde dos puntos de vista diferentes: el punto de vista jurdico-cannico y el de la sociologa religiosa.

      La primera respuesta me parece muy fcil —e incluso demasiado fcil—. Una sociedad se considera como catlica cuando los ciudadanos estn bautizados en su gran mayora. Este hecho puede ser muy fcilmente comprobado por medio de datos numricos que estn al alcance de todos. De ah resulta que se pueden distinguir claramente las sociedades catlicas de las que no lo son, por medio de un simple clculo de porcentajes. Ahora bien, la Iglesia tiene una indiscutible jurisdiccin sobre sus hijos. Tiene el derecho e exigir a los bautizados que reconozcan su autoridad en materia religiosa y moral: all donde los ciudadanos son catlicos la Iglesia tiene derecho a ser reconocida por el poder pblico como institucin de salvacin única e independiente de él. Una minora muy poco numerosa de ciudadanos disidentes no tendra razn para oponerse a ello: debera, al contrario, considerar este derecho como enteramente bien fundado, aunque defendiendo, claro est, su independencia religiosa y sus actividades de culto y de enseanza en el orden privado.

      Pero si esta solucin es satisfactoria desde el punto de vista del derecho, no lo es desde el punto de vista sociolgico. En efecto, deja sin solucin la cuestin ms importante, la que ms nos interesa, que es la de saber si la Iglesia debe ejercer su derecho cuando se encuentra frente a una sociedad jurdicamente catlica</i> pero sociolgicamente neutra o anti-catlica</i>. La aplicacin ciega de este derecho nos conducira seguramente a situaciones de fuerza enteramente opuestas a la mentalidad de la Iglesia, a situaciones sin ningn sentido, absurdas, por as decirlo. Esto hubiera podido parecer extrao en otros tiempos, cuando las sociedades jurdicamente catlicas «funcionaban sociolgicamente como tales. Pero hoy nos encontramos ante pueblos en los que al mismo tiempo que un noventa por ciento de bautizados hay un treinta por ciento de comunistas —miembros del partido, mas o menos militantes, en todo caso en actitud de rebelda pblica hacia la Iglesia— y un cuarenta por ciento de anticlericales, de indiferentes y, prcticamente, de herejes. Si la aritmtica no nos engaa esto revela una situacin totalmente artificiosa y llena de contrasentidos. Aquellas gentes se burlan del derecho de la Iglesia y si ésta quiere defender al Estado catlico est obligada a apoyarse sobre ciertos grupos polticos que le son favorables y a entablar una lucha de partidos contra sus propios hijos —los malos cristianos—. Todo esto est lejos de aquella armona relativa, de aquella espontaneidad, que, como hemos visto mas arriba, debe caracterizar a un Estado aceptable. En resumen: ante el espectculo que el «mundo cristiano presenta, hay que reconocer que una sociedad de bautizados no es siempre</i> una materia propia para el establecimiento de un Estado confesional y que la Iglesia estara obligada muchas veces, frente a situaciones semejantes, a preferir un Estado neutro para evitar la guerra religiosa, la violencia, la tirana o la falta de sinceridad colectiva.

      Es un caso muy distinto cuando se trata de una sociedad en la cual existe «la fe colectiva, es decir, la creencia colectiva en la Iglesia como institucin de salvacin. Entonces el fundamento sociolgico del Estado confesional resulta perfecto: este es el caso de la Edad Media. La Iglesia no puede hacer otra cosa que felicitarse de un estado de cosas como este, en que el automatismo colectivo juega en favor suyo y no en el sentido contrario como ocurre frecuentemente en las sociedades modernas.

      Se sabe que la «fe colectiva presenta graves peligros y que puede degenerar fcilmente en rutina y conducir a las gentes a situaciones de pasividad, de indiferencia o de confusin poltico-religiosa que seran en ciertos casos ms peligrosas que la misma lucha ideolgica. Pero sera demasiado ingenuo el considerar el hecho de la «fe colectiva en general casi como un inconveniente o como algo que habra que dejar de lado en lugar de administrarlo de una manera eficaz al servicio del bien comn.

      No se construye el Estado con verdades de razn o con verdades de Fe, sino, sobre todo, con verdades colectivas</i>. Los polticos no podran hacer abstraccin de este mundo de proposiciones elementales que se hallan en la base de la sociedad, de la misma manera que el hombre no puede desprenderse de su temperamento, de su manera de ser.

      Pero no cabe aceptar todo ciegamente porque en cualquier caso hay una misin educativa que es propia de los polticos. Si éstos se inclinasen sin reflexin ante cualquier creencia colectiva y la aceptasen simplemente a causa de su valor sociolgico y no tambin a causa de su valor objetivo, esto constituira un acto de conformismo, inteligente sin duda desde el punto de vista del oportunismo poltico, pero carente de una significacin moral profunda.

      Cuando el poltico considera la fe cristiana del pueblo, all donde existe, para elaborar sus frmulas constitucionales, no realiza necesariamente un acto de debilidad o de maquiavelismo: al contrario, procede de una manera racional juzgando que esta creencia que encuentra ah, fuertemente instalada, es digna de ser aceptada y de inspirar, bajo ciertos aspectos, las leyes del pas, sin confundir nunca, evidentemente, las dos esferas temporal y religiosa. La razn basta para realizar un juicio de este gnero: la Fe no es necesaria a este respecto.

      A veces cabe equivocarse, cabe aceptar como legtima una creencia que no lo es enteramente, pero esto no destruye la fuerza lgica de la posicin confesional, y a que esta tiene como base un estado real de fe colectiva que se cree objetivamente verdadera.

      Desde este punto de vista, el ideal es pues que la sociedad sea cristiana, no solo en el sentido jurdico, sino sobre todo en el sentido sociolgico de esta expresin y que el Estado constituido por esta sociedad sea el mismo, un reflejo espontneo de dicha situacin.

      Si es verdad que el Estado confesional es el ideal y que debe predominar —tesis contra tesis— sobre el Estado laico de inspiracin cristiana, no es sin embargo menos cierto que puede haber malos Estados confesionales y Estados laicos aceptables</i>. El Estado confesional puede degenerar en la realidad hasta el punto de hacerse indeseable. Un estado laico tolerante y respetuoso respecto a la religin, sera preferible a un Estado confesional fundado sobre la rutina, el fanatismo, o la subordinacin, ms o menos confesada, de los intereses espirituales a los intereses y a las combinaciones polticas.

      Esta afirmacin no pone evidentemente en juego la tesis que acabo de enunciar. No olvidemos que en el mundo en que vivimos y en lo que concierne al orden puramente humano todas las naturalezas se hallan miserablemente en dficit a causa del pecado. Tenemos pues que tratar con naturalezas en situacin de inferioridad tal como se las encuentran en el mundo. Si el Estado confesional, es por naturaleza superior al Estado neutro, esto no significa que, desde el punto de vista de la Iglesia, todo Estado confesional sea mejor que cualquier Estado neutro.

      Acaso en algunos pases el estado de las creencias religiosas haba degenerado hasta tal punto a fines del siglo XVIII, la situacin se haba hecho hasta tal punto falsa o artificial, que una laicidad respetuosa y tolerante poda significar algn progreso a este respecto. Yo no me arriesgo a emitir un juicio —seguramente— pero creo que se podra precisar esta hiptesis dndole un fundamento histrico serio. La Iglesia ella misma, estara ms a sus anchas en un rgimen de separacin benvola, como en los Estados Unidos, por ejemplo, que en un rgimen de confesionalidad fundado sobre un estado de incultura, de confusionismo poltico religioso, de servidumbre de las conciencias o de conformismo comunitario, si semejante Estado llegase a existir alguna vez.

      Si en una sociedad cristiana —en el sentido sociolgico— la «fe colectiva invitase a los ciudadanos a la violencia, a la persecucin y al desprecio de los derechos elementales de los disidentes —hablo siempre en hiptesis— la cosa podra hacerse seriamente escandalosa. En este caso habra que proclamar que tal «creencia colectiva no era completamente legtima. Habra que corregir este fanatismo por medio de la educacin y enderezar las conciencias en el sentido del respeto y de la libertad de los otros. La violencia y el odio son las cosas ms contrarias al amor y a la caridad evanglica y, por tanto, tal «fe colectiva aun siendo muy cristiana bajo diferentes aspectos, no lo sera a este respecto. Semejante Estado confesional, fundado sobre una base as, podra no ser deseable para la Iglesia.

 

 

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">

"oharrak"></p>

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">[Notas]

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"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-1b"></a>"#ohar5-1a">[1] El Estado de inspiracin cristiana sera un Estado laico</i>, pero no «laicizante</i>. Aunque aceptase, pues, la autonoma de las diferentes sociedades religiosa frente a la sociedad poltica y reconociese los lmites de sus propios poderes, guardndose de penetrar en el campo religioso, el Estado de inspiracin cristiana no estara inspirado en la mentalidad indiferentista y agnstica del liberalismo doctrinario, sino ms bien en una concepcin muy desarrollada de la doctrina de la Iglesia sobre la tolerancia. Ese Estado, impregnado profundamente del espritu evanglico, tratara de realizar la «convivencia temporal entre los ciudadanos de distintas creencias o de creencias indeterminadas, sobre la base de la moral cristiana, de la igualdad de derechos polticos y sociales de los ciudadanos y del respeto a la persona humana. Cfr.: sobre todo: CONGAR, YVES: «Lettre sur la libert religieuse à propos de la situation des protestants en Espagne</i> (La Revue Nouvelle, 15 mayo, 1948). DUBARLE, DOMINIQUE: «Culture et lacit</i> (La Vie Intellectuelle, febrero 1952). GUERRERO, EUSTAQUIO: «El Estado laico como ideal cristiano</i> (Razn y Fe, noviembre 1950, pg. 341). LAMAMI DE CLAIRAC, JOS MARA: «Las Conferencias internacionales catlicas de San Sebastin: un artculo sobre laicidad</i> (Reconquista, N 4, 1950, Sao Paulo, Brasil). LECLERCQ, JACQUES: «L'Église et la libert en 1948» (La Revue Nouvelle, 15 octubre 1948, VIII, 257). «État chrtien et libert dans l'Église</i> (La Vie Intellectuelle, febrero 1949). MARITAIN, JACQUES: «Religion et Culture</i> (Descle, Paris, 1930), «Du rgime temporel et de la libert</i> (Descle, Paris, 1933), «Humanisme intgral</i> (Aubin, 1936), «Les droits de l'homme et la loi naturelle</i> (Hartmann, Paris, 1945), «Christianisme et Dmocratie</i> (Hartmann, Paris, 1946), «La personne et le bien commun</i> (Descle, Paris, 1947). MESSINEO, ANTONIO: «La coscienzia soggettiva e la vita sociale</i> (La Civilt Cattolica, junio 1950, vol. II, pg. 497), «La tolleranza e il suo fondamento morale</i> (Idem, 4 noviembre 1950, vol. IV, pg. 314). «Tolleranza e Intolleranza</i> (Idem, 2 diciembre 1950, vol. IV, pg. 562), «Soggetivismo e libert religiosa</i> (Idem, julio 1950, vol. III, pg. 3). «Democrazia e libert religiosa</i> (Idem, 21 abril 1951, vol. II, pg. 126). «Democrazia e libert religiosa</i> (Idem, 15 abril 1950, vol. II, pg. 137). «Democrazia e parit dei culti</i> (Idem, 19 mayo, 1950, vol. II, pg. 387), «Democrazia e laicismo di Stato</i> (Idem 16 junio 1951, vol. II, pg. 585), «Libert religiosa e libert di coscienza</i> (Idem 5 agosto 1950, vol. III, pg. 237), «Stato laico e Stato laicizzante</i> (Idem, 19 enero 1952, vol. I, pg. 129). «Lo Stato e la religione</i> (Idem, 3 febrero 1951, vol. I, pg. 129). PRIBILLA, MAX: «Dogmatische Intoleranz und brgerliche Toleranz</i> (Stimmer der Zeit, abril 1949). RECHERCHES ET DEBATS: Supplment «Sciences religieuses</i> (N 10, 1950). ROUQUETTE, ROBERT: «Chroniques de la vie religieuse</i> (Etudes, septiembre 1949). VIALATOUX ET LATREILLE: «Christianisme et Lacit</i> (Esprit, n 10, 1949, Idem, n 9, 1950).</p>

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-2b"></a>"#ohar5-2a">[2] «Raison et Raisons</i>, Egloff, 1947, pgs. 259a 262.

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-3b"></a>"#ohar5-3a">[3] VIALATOUX ET LATREILLE, Artc. citado.

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-4b"></a>"#ohar5-4a">[4] Cfr. LEN XIII, «Au milieu des sollicitudes</i>, 16 febrero 1892.</p>

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-5b"></a>"#ohar5-5a">[5] Espoir humain et esprance chrtienne (Semaine des Intellectueles catholiques, 1951), «Droits de l'Homme et dfense de la personne</i>, pg. 205.</p>

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-6b"></a>"#ohar5-6a">[6] A. MESSINEO: «Stato laico e Stato laicizante.

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-7b"></a>"#ohar5-7a">[7] Ver mi artculo en DOCUMENTOS, N 1, pg. 32, 1949, en el que deca: La tolerancia no debe ser considerada como un escotilln convencional para salvar prcticamente las dificultades de la convivencia social, sino como un deber</i> de la sociedad misma y, correlativamente, como un derecho</i> del individuo; no el derecho a permanecer en el error —derecho que evidentemente no existe, dada la esencial ordenacin del hombre hacia la Verdad— sino a no ser perseguido, molestado o disminuido en su participacin en la vida ciudadana por causa de su creencia errnea, de la cual slo es responsable ante Dios. Este «derecho a la tolerancia se halla regido naturalmente por el principio del bien comn, y no encuentra, no puede encontrar, su justificacin en el general escepticismo, ni en una obligada neutralidad de la Sociedad ante las «verdades individuales, sino en la concepcin cristiana de la dignidad y de la persona y de la responsabilidad moral del hombre. Ver tambin el artculo del P. MESSINEO: «La toleranza e il suo fondamento morale</i> (Civilt Cattolica, N 2.409, 4 noviembre 1950), en que dice lo siguiente: Se tiene as una tolerancia religiosa ligada a una hiptesis particular, de la cual interpreta la posibilidad y que es, por lo tanto, de extensin diversa, segn las diversas condiciones, la cual adecua la aplicacin de los principios tericos contenidos en la tesis y una tolerancia absolutamente independiente de cualquier situacin concreta</i> —soy yo quien lo subraya— precisamente porque se apoya en una exigencia perenne y universal, que se deduce de la dignidad esencial de la persona humana y por tanto de la ms extensa aplicacin, valedera como principio prctico de conducta individual y pblica, en cualquier suposicin. Si se afirma la existencia de un derecho a la tolerancia</i>, del cual la persona misma es titular en el sector de la vida privada, no se sale del campo de la rigurosa deduccin lgica. La expresin podr suscitar cierta sorpresa, pero en su contenido parece de una precisin indiscutible, si es cierto que la dignidad de la persona no permite «la interferencia exterior en la aceptacin o renunciacin de sus convicciones y si la persuasin es el único medio compatible con su racionalidad que pueda conducir a la persona a la verdad o separarla del error.

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-8b"></a>"#ohar5-8a">[8] Citado por Y. CONGAR en su artculo de la «Revue Nouvelle del 15 de mayo 1948, refirindose a Soepi</i>, junio 1946, pg. 140.

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-9b"></a>"#ohar5-9a">[9] A. MESSINEO: «Lo Stato e la Religione.

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-10b"></a>"#ohar5-10a">[10]</a> El Arzobispo de Filadelfia ya en 1900 deca, por ejemplo: El catolicismo se ha aprovechado mejor que ningn otro culto de la libertad religiosa y, si en otros pases y en otras circunstancias la unin de la Iglesia y el Estado ha sido beneficiosa, nada mejor en la constitucin americana que la separacin. (Citado por CHNON: «Le rle sociale de l'Église, tomado a su vez de SERTILLANGES: «Un sicle: l'expansion de l'Église catholique).</i> Pero hay que ser prudente al sacar consecuencias generales de un hecho concreto. Len XIII, despus de reconocer las ventajas y la equidad de las leyes americanas, deca que no se debe deducir que «la mejor situacin para la Iglesia sea la que tiene en Amrica y que sea siempre legtimo y útil separar los intereses de la Iglesia y del Estado, como en Amrica. En efecto —contina— si la Religin catlica es all honrada, si prospera, esto hay que atribuirlo enteramente a la divina fecundidad de la que goza la Iglesia y en virtud de la cual se ensancha y se propaga por s misma cuando no se le ponen trabas. La Iglesia producira, sin embargo, mucho ms si gozara, no solamente de la libertad, sino tambin del favor de las leyes y de la proteccin del Estado. (Carta apostlica «Longinqua Oceani). A propsito de la necesidad de «convivencia que ya entonces se dejaba sentir, BALMES escriba en 1840 las siguientes frases: Aqu (en Espaa) hay todas las opiniones, todas las escuelas, hombres de todos los siglos: espaoles que pertenecen al tiempo de Carlos II tropiezan frecuentemente con partidarios de la Convencin. Y, no obstante, si ha de haber gobierno, si ha de haber nacin, es necesario arreglarlo todo, armonizarlo todo, ver cmo se puede conseguir que vivan en paz, sin chocarse y sin hacerse mil pedazos, enemigos tan violentos e irreconciliables (Escritos polticos, B.A.C., tomo VI, g. 92).</p>

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-11b"></a>"#ohar5-11a">[11]</a> La tolerance</i>, Lovaina, 1922, pg. 388.</p>

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-12b"></a>"#ohar5-12a">[12]</a> Citado por Mons. D'HULST: «Le droit chtien et le droit moderne</i>, Paris, 1866.

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-13b"></a>"#ohar5-13a">[13]</a> Cfr. sobre todo «Historia como sistema</i>, «Del imperio romano</i>. El prlogo a la traduccin espaola de «L'Histoire de la Philosophie</i>, de EMILE; «En torno a Galileo</i>, y tambin «Un rasgo de la vida humana</i>, «Memorias de Mestanza.

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-14b"></a>"#ohar5-14a">[14]</a> ROGER AUBERT: «Le problme de l'acte de Foi</i>, Lovaina, 1950, pg. 670 y siguientes.

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-15b"></a>"#ohar5-15a">[15]</a> Cfr. JACQUES LECLERQ: «Norte sur la libert politique et sociale</i> (Conv. Catlicas Internacionales de San Sebastin, 1948, artculo IV: «Libert religieuse et conformisme communautraire</i>).

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-16b"></a>"#ohar5-16a">[16]</a> «Le problme de l'Acte de Foi</i>, pg. 678.</p>

"font-size:9pt;margin-left:40px;text-indent:-40px">"ohar5-17b"></a>"#ohar5-17a">[17]</a> Un gobierno que sepa lo qu es gobernar y que tenga presente la necesidad de que la autoridad pblica sea obedecida, nunca debe poner a los hombres en el compromiso de desobedecer por conciencia (J. BALMES: «Escritos Polticos: Rpida ojeada sobre los principales acontecimientos polticos de Europa</i>).

 

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