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Emmanuel Cardenal Suhard. Dios, Iglesia, sacerdocio (Prólogo)

 

RIALP, 1953

 

    El cardenal Suhard, al publicar estas magníficas pastorales, síntesis y corona de una vida eminentemente sacerdotal, no debió pensar tanto en desarrollar una exposición dogmática —grávida, desde luego, de erudición y de ciencia teológica— como en alimentar las almas de sus diocesanos con enseñanzas adecuadas a sus necesidades. La jugosidad de los temas aquí tratados y los espléndidos horizontes que estas páginas abren al lector, hacen que las mismas merezcan ser saboreadas por los espirituales de más fina sensibilidad y adoptadas, incluso, como tema de fructuosa meditación.

    Tres lecciones de vida espiritual pueden ser aprendidas en ellas: Sentido de Dios — aprender a centrarlo todo en El, único que verdaderamente es sentido de Iglesia — aprender a sentir comunitariamente, «cum Ecclesia» o, mejor aún, como quiere San Ignacio, «in Ecclesia militante» — Sentido de Cristo sacramental — aprender a encontrar místicamente a Cristo, sacerdote único, en la vida sacramental profundamente vivida.

    Sin duda todos tenemos cierto conocimiento de Dios: sabemos que Dios es una realidad, una realidad inmensa, que todo lo ve, todo lo sustenta y mueve. Sabemos también, claro está, que es invisible porque «nadie lo vió jamás», (San Juan 1,18) que es el «Deus absconditus» de Isaías, que es inefable e incomprensible, «porque si lo comprendiésemos ya no sería Dios». Sabemos, con la Teodicea, que es el Ser primero, la Causa in causa, el Primer motor, el Acto puro, el Ser «a se». Sabemos, en fin, que es el Misterio de los misterios... Pero nada de esto quiere decir que tengamos, ni por asomo, el sentido de Dios. Porque tener el sentido de Dios es saber buscar su traza en todo y andar siempre enamorados de El, hambreándole como perros insaciables; mirar todas las criaturas como «migajas caídas de la mesa de Dios»; sentir que todas las cosas «huelen a Dios» cuando se tiene el alma pura...

    Así mientras el filósofo plantea y resuelve el problema de Dios y el teólogo bordea y trata de sondear el misterio de Dios, el alma cristiana, viviendo la vida sobrenatural, y por esa a modo de connaturalidad que la Gracia confiere, se perfecciona en adquirir el sentido de Dios ese «semsum domini: se que nos habla S. Paulo». Sólo así puede explicarse que los cristianos hayan podido conservar a un mismo tiempo la idea de la trascendencia de Dios —Dios el separado, el inefable, el absolu [!] dialoga, de quién se cantan los amores, con quien se regocija y se goza, como Esposa, el alma.

    Para el alma cristiana, Dios es al mismo tiempo el invisible y el omnipresente, el inaccesible y «el que está cerca» (Ps. 144).

    Las dos nociones que —como el Cardenal Suhard nos lo recuerda— no pueden ser separadas sin exponerse a graves errores, inmanencia y trascendencia, desempeñan en la vida espiritual un papel de primordial importancia. Los espirituales cristianos se apoyan al mismo tiempo en estos dos conceptos para avanzar hacia el conocimiento divino. Así nuestro San Juan de la Cruz atestigua de modo inspiradísimo la trascendencia del Dios escondido, en la canción primera de su cántico «¿A dónde te escondiste y me dejaste con gemido?». Más el propio doctor místico apela inmediatamente a la inmanencia, en su Declaración a esa misma canción primera, recordándonos que «el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma», la cual, deberá para hallarle «entrarse en su recogimiento dentro de sí misma siéndole todas las cosas como si no fuesen».

    Se comprende, pues, que el sentido de Dios es sentido sobrenatural y no le da ni la mucha ciencia ni la espesa erudición, sino el vivir sobrenatural. Sólo entrando a participar en el propio convite divino es posible adquirir el legítimo sentido de Dios, porque «nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo».

    La síntesis de los aspectos aparentemente contradictorios de la realidad divina, nadie puede realizarla como el santo, el hombre enteramente poseído del sentido de Dios, para quien la opaca realidad del mundo por una parte y la de la propia interioridad por otra, haciéndose como translúcidas a la mirada sobrenatural, de su Fe ardiente, parece que ya no ocultan a Dios sin que pudiéramos decir que lo muestran.

    En realidad, el Cardenal Suhard nos invita, pues aquí, a la santidad, como se sentía invitado él mismo, cuando escribía en sus cuadernos íntimos, ordenados por Mons. Pierre Brot, el repetido propósito de «ser un santo»: «Être un saint! C'est tout ce qu'il faut».

    Pero notemos que el santo nunca es un ser aislado, sino un miembro vivo de una Iglesia viva. Aunque exteriormente revista el aspecto de un monje solitario emparedado o de un Simón estilita. Lo único que pueda justificar una vida sistemáticamente solitaria (escribe Tomás Merton, Serds of contemplation) es que ella ayuda a amar no sólo a Dios sino también a los otros hombres. Vamos al desierto no para huir de los hombres, más para encontrarnos en Dios... mientras más amamos a Dios más nos unimos con los otros; el silencio de la contemplación es una unión profunda, fértil y eterna, no ya solo con Dios sino con los hombres. Y el santo es siempre un hombre bien acompañado, en permanente comunidad de vida con otros seres humanos. Este es el Misterio de la Iglesia, la comunión de los santos, la unidad de vida sobrenatural, enteramente ignorada, por desgracia, por multitud de cristianos sin Iglesia, que nunca llegaron a saber de la esencia comunitaria de la vida cristiana. Se acrece la personalidad en el cuerpo místico, pues a través de mí Cristo y su Espíritu pueden amar a todos los hombres y al Padre.

    Es triste tener que confesar que, aun entre católicos, son muchos los que se han formado, o se forman, una idea bien pobre de la Iglesia. Lejos de sospechar su grandeza, la belleza divina de su rostro místico, sólo ven en Ella lo humanamente visible, el elemento histórico en que se asienta. Permanecen, pues, al margen de lo más sublime, de lo que constituye su invisible y suprema realidad, es decir, su identificación con Cristo. «Cristo lo es todo en todos» Col III11.

    Sólo la penetrante mirada de la Fe, amorosamente ejercida, puede alcanzar esos horizontes espléndidos que el Padre ha revelado a los pequeñuelos y ha ocultado a los que presumen de sabios y discretos. Nada tiene, pues, de extraño que estos cristianos (epidérmicos) se dejen escandalizar fácilmente por los acontecimientos y crean descubrir en la Iglesia fallos y «perplejidades», o pretendidos retrasos históricos, que les llenan de turbación y les hacen vacilar en sus mismas creencias. ¿No ha dicho el propio Cristo: «Bienaventurado aquél que no se escandalizare en Mí?». Pues, bienaventurado también aquel que no fuese escandalizado en la Iglesia de Cristo; porque el espectáculo de la Iglesia es, a veces, para los que lo miran sólo con los ojos de la carne, piedra de escándalo y ocasión de muerte, más en cambio, para los que lo contemplan con ojos sobrenaturales, es fuente de vida y de espiritual fecundidad.

    El Cardenal Suhard nos recuerda que «la Iglesia es Cristo» y este principio tiene para nosotros consecuencias de incalculable importancia. Todo un sentido auténticamente comunitario de la existencia humana se desprende de él, por encima de la concepción individualista que tantos males ha traído a la Humanidad en los últimos tiempos. El decaído y feble cristianismo, a que en muchas partes se había llegado en una triste carrera de infidelidades y deserciones, comienza a ser reemplazado ahora por un cristianismo genuino, vigoroso —que, de puro antiguo, podrá, acaso, parecernos nuevo— consistente en vivir a fondo, con plenitud gozosa, la vida de la Iglesia.

    La Iglesia es Cristo, permanentemente encarnado. Nuestra incorporación a la Iglesia es, pues, al mismo tiempo, nuestra incorporación a Cristo. El cristiano que permanece unido a la Iglesia debe por tanto poder decir, sin reparo, parafraseando las palabras de Pablo: «Vivo... jam non ergo: vivit vero in me Ecclesia». Porque la Iglesia en cada cristiano vive, de la misma manera que todo el cuerpo vive en cada uno de sus miembros.

    En virtud de esta mística unión, los cristianos somos, por decirlo así, una misma cosa con la Iglesia, vivimos una sola vida, compartimos un misterioso género de existencia, que ni siquiera podría ser imaginado en el orden humano natural. Esta es la gran realidad, tan hermosa como desconocida de la mayoría de los cristianos. «El misterio de Cristo» (Epl III4) la vida real aunque misteriosa que Cristo vive por su Espíritu en su cuerpo que es la Iglesia. Vida del Cristo místico que aúpa el Cristo personal y su Iglesia hasta formar «en cierto modo una sola persona» como dice Sto. Tomás III, 49, 1 como haciéndose eco de las palabras del Apóstol: «Todos sois uno solo en Cristo Jesús» (Gal III, 28). El Cristo total es Cristo Dios y hombre y nosotros sus miembros viviendo unidos en la vida que demanda de nuestro Jefe y Señor y que recibimos por la Iglesia y en la Iglesia.

    Por esto, como decíamos antes, la vida cristiana no puede ser concebida en el aislamiento, en el solipsismo práctico en que acaso tratamos de desenvolverla, porque toda ella es comunión, plenitud de comunicación, unión en Cristo de los santos con los santos.

    Â¿Cuánto tardaremos en darnos cuenta de estas cosas? ¿Llegaremos a traducirlas alguna vez en nuestro pobre vivir parcelado, empobrecido por tantos egoísmos inconfesables? Si estas ideas penetrasen profundamente en nuestras mentes, si acertáramos, sobre todo, a vivirlas con hondura y sinceridad, todo cambiaría en derredor nuestro: veríamos dar jugosos frutos a las higueras estériles y hasta de los eriales y parameras obtendríamos cosecha abundante. «Una medida buena apretada colmada, rebosante será derramada en vuestro seno» (Luc VI 38).

    Más para eso necesitamos salir de nuestra pasividad, de nuestra mediocridad confortable y entrar de lleno en ese mundo sobrenatural, en el que todos se saben en permanente comercio unos con otros y todos con Cristo. Esto implica un cambio radical de actitud en los que ven la realidad eclesiástica como algo sumamente venerable y digno de acotamiento, pero, en definitiva, exterior a ellos mismos, extraño a la mentalidad profana, patrimonio del sacerdocio, o, dicho en términos más vulgares y por desgracia bastante corrientes, «cosa de curas». Hacer de la religión una especialidad profesional —(considerada como algo muy importante para el buen orden de la Ciudad terrestre)— es un error paganizante en el que se incurre con más o menos inconsciencia. ¿Qué tiene de extraño que los que así piensan consideren la Iglesia como una simple estructura jerárquica o clerical y traten, en último extremo, de confinarla, más o menos declaradamente, en el recinto estricto de los templos?

    Debemos colocarnos tan lejos de las secesiones liberales como de los milenarismos teocráticos. Lejos de nosotros la idea de confundir las esferas de lo espiritual y de lo temporal, de lo profano y de lo religioso, y, sobre todo, la de transformar la Iglesia militante en Iglesia triunfante o, al menos, victoriosa. ¡A cuántos Malcos no cortaríamos las orejas si nos dejásemos llevar de nuestras buenas intenciones! Y ¡cuántas veces no lamentaríamos, a la manera de Carlomagno, no haber estado en el Calvario al frente de una legión de bravos soldados para liberar a Cristo de las manos de sus verdugos y dar al traste con la infinita caterva de fariseos y saduceos, acabando, de una vez para siempre, con los enemigos de Dios!

    La idea de la Cruz es evidentemente insufrible para los criterios puramente humanos. De aquí que tendamos a empequeñecer la obra de la Redención con nuestros reducidos afanes equívocamente mesiánicos, a interponernos, por decirlo así, en los planes de Dios. Recordemos que, cuando Cristo hace el primer anuncio de su Pasión a los discípulos, Pedro comienza «a amonestarle diciendo: Señor, no quiera Dios que esto suceda» lo que motiva una dura réplica del Salvador (Mateo 16, 22).

    Hay que desconfiar de esos impulsos generosos que nacen sólo de la carne y de la sangre y no del Espíritu, para no hacernos acreedores a la reprimenda: «Retírate Satanás tu me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios sino las cosas de los hombres».

    Rechacemos pues con la misma firmeza los artificiales Calvarios, de los que sólo conciben una Iglesia derrotada, privada de toda influencia social, sometida a un estado de injusticia permanente, al mismo tiempo que los falsos Tabores de los que sueñan con una Iglesia extática, casi invisible, impalpable, ajena a la Historia. No olvidemos tampoco que Cristo se esfuma de entre los que quieren coronarle a destiempo.

    Entre esas tendencias antagónicas que tiran de nosotros con tanta fuerza, queriendo unas temporalizarlo todo y otras eternizarlo todo, en una perpetua evasión de la Historia, la única solución, el único equilibrio posible está para nosotros en la fórmula «sentirse cum Ecclesia», sentir con la legítima Iglesia. Y mejor aún, para evitar todo peligro de exteriorización indebida, como si la Iglesia no fuese también cosa nuestra, sentir en todo «como» Iglesia, es decir sentir, en todo como genuinos miembros de la Iglesia. Aprender a «sentirse Iglesia», viviendo una vida de unión con Ella, que alcance todos los órdenes de la actividad humana.

    El misterio de la Iglesia no es, desgraciadamente, un tema corriente de meditación entre los católicos y, acaso por eso, muchos de ellos proceden como si fuesen protestantes, protestantes «in actu exercitu» como ha dicho alguien. Tal vez no somos suficientemente católicos, es decir suficientemente universales. Tendemos, como decía el P. de Montcheuil, a convertir la Iglesia en un pequeño cenáculo. Fácilmente nos perdemos en el espíritu de secta, de bandería o de partido, espíritu de división y de parcialidad que es obra del demonio, el gran separador de este mundo.

    Mientras no caigamos en la cuenta de estas cosas, poco o nada podremos adelantar en nuestros caminos, porque no existe santo sin Iglesia, como no existe sarmiento sin vida.

    La unidad cristiana de que hablamos, se manifiesta todavía más claramente cuando del ámbito universal de la Iglesia se pasa a la consideración más concreta de la vida sacramental. En este dominio vemos también plenamente realizadas las aspiraciones de comunión del alma humana —tan explotadas hoy, por cierto, por los doctrinarios políticos materialistas— en la perfecta fusión de los espíritus, nutridos por una misma mano de la que todos reciben un mismo y un único alimento. Más aún. Alimento y mano que lo dispensa, no son aquí, a la postre, sino una misma cosa: Cristo dándose a sí propio como manjar de sus elegidos.

    Cristo es, en verdad, el único dispensador de los sacramentos. El sacerdote presta sus manos, pero es Cristo quien bautiza, Cristo quien confirma, Cristo quien perdona los pecados, Cristo quien consagra. Nunca pudo imaginarse destino más elevado para la actividad humana en esta tierra. Esto explica que no haya sino un único bautismo, de la misma manera que no hay una multitud de hostias consagradas sino una sola Hostia, que es el propio Cristo. Esto explica también la veneración que en la Iglesia católica se profesa al sacerdote, verdadero Cristo vivo, que en todo su obrar se refleja el luminoso sosiego de su vida interior, cuya dignidad se halla por encima de toda humana categoría.

    Muchos tienden actualmente a medir el valor del sacerdote por sus cualidades personales, su ciencia, su actividad, su ingenio para inventar nuevos métodos de apostolado. Ven, ante todo, en él el propagandista o, como se dice ahora, el militante de primera línea, es decir un ciudadano distinguido, que desenvuelve su actividad en el marco de la común legalidad civil, y luego, sólo en segundo lugar, el Cristo místico actuando en la vida sacramental. Otros, en cambio, pretenden hacer del sacerdote un ser separado del mundo, extraño a la sociedad, un intocable que no encuentra donde posar su planta en esta tierra de pecado y al que querrían ver recluido en la intimidad del santuario.

    La síntesis de ambas concepciones sólo puede ser realizada en la santidad de la vida sacerdotal. También aquí las tendencias contrarias se hallan en tensión y hay que elevarse hasta la figura del propio Cristo, sacerdote santo por excelencia, para comenzar a ver claro.

    Todo cuanto venimos diciendo muestra la perfecta armonía de estas tres cartas pastorales del cardenal Suhard, en virtud de la cual debe considerarse como un gran acierto de la Colección Patmos el haber querido darles a sus lectores en un sólo volumen.

    El mundo de hoy está escandalizado. Sufre de un doble escándalo: el escándalo de Dios y el escándalo de la Iglesia de Cristo. El escándalo de Dios es el de su ausencia, el de su aparente indiferencia ante lo que está ocurriendo: el problema del mal, el dolor y la injusticia entronizados, apoderándose del universo,... y Dios que parece que no se entera de nada. El escándalo de la Iglesia de Cristo es el del egoísmo y la mediocridad de los cristianos, entregados con afán a disfrutar de las cosas de este mundo: el problema de la Historia, en la que los malos parecen tener todas las iniciativas mientras los discípulos sestean.

    Este doble escándalo es nuestra Cruz, es decir, la nueva Cruz de Cristo. No hay encarnación sin dolor ni alumbramiento sin gemido. La fusión de lo visible y lo invisible, de lo divino y de lo humano que el Redentor ha realizado sólo puede ser colmada históricamente en el misterio de la Cruz.

    Nuestra respuesta a ese mundo escandalizado no puede, pues, consistir en palabras, retahíla de frases huecas que a nadie impresionan, sino en vidas, en haces de vidas auténticamente cristianas, hondamente arraigadas en oración y contemplación. Para apaciguar esos escándalos del mundo es menester, pues, que los cristianos recuperemos antes ese triple sentido que, según parece, hemos perdido: sentido de Dios, de Dios cercano, siempre presente en el mundo y en nuestra propia interioridad; sentido de Iglesia, es decir, percepción clara de la permanencia histórica de Cristo; sentido místico-sacramental, que es un saber vivir con humildad vida de unión con Cristo en sus sacramentos.

 

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