Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Una reunión en Gredos

 

Ya, 1953-06-02

 

    Algunas personas se muestran desconcertadas por lo que ellas llaman el nuevo catolicismo, el catolicismo de ahora, tan distante, a su entender, del que nos legaron nuestros padres. Una de las cosas que les extrañan, por ejemplo, es la participación de los seglares en ciertas tareas apostólicas que hasta el presente parecían reservadas a los clérigos.

    Este modo de pensar se debe, probablemente, a la idea, equivocada y demasiado pobre, de la Iglesia, que tales personas se han formado, confundiendo la inmutabilidad esencial de la Iglesia con una especie de inmovilidad histórica sin sentido alguno. Olvidan que la Iglesia no está sujeta a la servidumbre del tiempo y que, siendo eterna, es siempre joven y nueva.

    Su Santidad Pío XII, en su discurso de Agnani, dijo, en 1949, que si bien es cierto que «Pedro reconocería en la Iglesia del siglo XX a aquella misma primera comunidad de creyentes que él arengaba en el día de Pentecostés», también lo es que la Iglesia «no vive ni se mueve en lo abstracto fuera de las condiciones mudables del tiempo y del espacio» y que ella «adapta continuamente sus maneras y su comportamiento al de las sociedades en medio de las cuales debe obrar».

    Nada tiene, pues, de extraño que hoy esté latente en todas partes el problema de la «adaptación» de las maneras de la Iglesia al mundo moderno. Contra las actitudes pesimistas de los que dan por perdida esta batalla antes de librarla, debemos afirmar nuestra confianza en la inagotable fuerza creadora y el poder de invención de la Iglesia para asumir las nuevas situaciones históricas, políticas y culturales.

    Para fortalecernos en esta lucha nos ha sido dada de nuevo la carismática y eterna Pentecostés. El espíritu llameante ha descendido una vez más sobre los fieles, de manera invisible, más no por eso menos real y efectiva. (Triste es tener que confesar, sin embargo —dicho sea entre paréntesis—, que el pueblo cristiano en su mayoría presta hoy una atención muy escasa a los acontecimientos misteriosamente vitales del ciclo litúrgico).

    Yo he tenido la fortuna de participar de esta nueva Pentecostés en el seno de una pequeña y circunstancial comunidad cristiana, surgida bajo el amparo y la hospitalidad providente de monseñor Moro Britz, obispo de Ávila. En la tercera reunión de las Conversaciones de Gredos se han encontrado unos cuantos hombres de primera línea en el pensamiento español de nuestro tiempo —entre los cuales bastará citar a Pedro Laín Entralgo, el padre Ceñal, Julián Marías, José Corts Grau, Fernando Martín-Sánchez, José Luis Aranguren y Dionisio Ridruejo—, a fin de celebrar juntos la liturgia del misterio pascual y conversar, de paso, como quien dice, sobre un tema de tan urgente actualidad como «La misión de los seglares en la Iglesia».

    Poco importan los acuerdos o conclusiones, que no los hubo ni tenía por qué haberlos en este caso. Lo importante, lo que justifica y da su verdadero sentido a esta reunión, es la necesidad de comunicación y de mutua comprensión que los cristianos sentimos en esta hora crítica del mundo.

    Una atmósfera de autenticidad y de cordialidad cristiana se impuso en Gredos desde el primer momento. Algo de inefable impregnaba las mentes y los corazones de los conversantes y hacía pensar en que, gracias a Dios, el amor entre los cristianos no es sólo una bella palabra en la boca de los apologistas, sino una esperanzadora realidad, siempre presente en la Iglesia.

    La lección de estas conversaciones es que debemos aprender a comprendernos. Este deber de comprensión alcanza a todos, no sólo a los comprendidos, sino también a los incomprendidos. Cuando el padre Ceñal, con sencillas y genuinas palabras ignacianas, nos pedía que comprendiésemos la incomprensión en todo lo que tiene de grande y de bueno, puede decirse que se había llegado al alma misma del diálogo.

 

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