Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Mundo moderno y sentido de Dios

 

Ya, 1953-11-09

 

    Hoy dará comienzo en París la Semana de los Intelectuales Católicos Franceses. Participan en estos actos teólogos tan ilustres y actuales como el padre Daniélou y el padre Bruno de Jesús María; pensadores consagrados como Jean Guitton, Stanislas Fumet y Olivier Lacombe; escritores de renombre auténticamente mundial, entre los que figura Daniel-Rops y François Mauriac. Hombres, en fin, que cabalgan entre la filosofía y una acción social avanzada, como Jean Lacroix, Étienne Borne, Jacques Madaule y Albert Beguin.

    La Semana que, infatigablemente, organiza desde hace años el abate Berrar, con sus colaboradores del Centro Católico de los Intelectuales Franceses, constituye una manifestación importante, acaso la más importante del año, del pensamiento católico francés. Pensamiento vivo, moderno, discutido, que no rehuye el contacto con el mundo. Pensamiento seguido con interés y hasta con pasión en todas partes y que, sea cual sea su valor de perennidad, está influyendo hoy, como influyó ayer, en un sentido profundamente espiritualista.

    A quien no conozca la efervescencia de los medios intelectuales parisienses —aquella constante fermentación de las inteligencias, aquel bullir de ideas opuestas que desorientan, pero también fecundan las mentes, obligándolas a mantenerse en permanente actividad generativa, aquel problematismo con que desde allá se ve todo— le será difícil imaginarse lo que es y representa para la Iglesia de Francia la Semana de los Intelectuales Católicos.

    Hubo un tiempo en que las posiciones cristianas, o simplemente espiritualistas, parecían definitivamente barridas del terreno intelectual. El cientifismo fue un desbordamiento de la actividad científica, propiamente dicha, que pretendió convertir la Ciencia en Metafísica y, más aún, en Religión humanista.

    Toda una corriente de positivismo no estrictamente científico, sino científico-religioso, intentó verdaderamente realizar la frase de Laplace, refiriéndose a Dios: «Nous n'avons pas besoin de cette hypothèse».

 

Reacción admirable

 

    La reacción de los intelectuales católicos franceses fue entonces admirable: no se limitaron a permanecer cruzados de brazos, condenando por heterodoxas las nuevas tendencias. Entraron también en la «mélée», con genuina lealtad a las exigencias mismas de la Ciencia, sin imprudentes afanes apologéticos, participando en los congresos, presentando tesis en las Universidades, publicando en las revistas, provocando enormes polémicas, como la levantada por Brunetière desde «La Revue des Deux Mondes», que motivó un homenaje de «desagravio» a la «Ciencia liberadora» centrada en la persona de Berthelot. La batalla costó algunas bajas, algunos cayeron. Pero a nadie se le oculta la importancia que para la Iglesia tuvo aquel movimiento, gracias al cual pudo romperse el sortilegio del humanismo cientifista. La influencia que, en gran parte como resultado de aquellas batallas, ejerce la Iglesia actualmente en el pensamiento francés y en el del mundo entero, es demasiado evidente para tener que recordarla aquí.

    Sin duda, la Ciencia es «metodológicamente atea». Es decir, ella trabaja en el terreno de las causas segunda y el problema de Dios escapa a su esfera. El matemático no necesita la hipótesis de la existencia de dios para resolver una ecuación diferencial, ni tampoco el físico para estudiar las leyes de la radiación. Pero de alguna manera el sentido de Dios penetra también en la Ciencia, inspirándola invisiblemente en sus más ocultas esencias. Pienso que si la ciencia occidental, la que nosotros conocemos, hubiera sido el producto de una civilización atea, en lugar de ser, como ha sido, el fruto de una cultura cristiana, acaso hubiera presentado un aspecto diferente, incluso en su misma estructura lógica.

    El tema de la Semana no está muy apartado de estas ideas: «Mundo moderno y sentido de Dios». Título extraordinariamente sugerente, sobre todo si se entiende por «mundo moderno» no sólo el mundo de nuestro tiempo, sino el mundo descreído de que nos hablaba Péguy, «el mundo de los que no creen en nada, de los que no tienen una mística». Es decir, un mundo que ha olvidado la noción de lo sagrado, que ni siquiera tiene ya ídolos, conocidos con el nombre de dioses. Un mundo que ha perdido el sentido de Dios, ¿será capaz de construir algo? ¿No estará definitivamente condenado a la esterilidad? Procuraré informar a mis lectores sobre los resultados de este importante debate.

 

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