Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Frase peligrosa

 

El Diario Vasco, 1956-10-14

 

    Uno de los puntos más discutidos en el reciente Congreso de Pax Christi, en Valladolid, fue la frase que, con referencia al escritor alemán E. von Wildenbruch citó el ilustre teólogo dominico R.P. Ramírez, rector del Colegio de Santesteban, de Salamanca: «Cuando la patria está en peligro, no hay derechos para nadie, sino sólo deberes».

    Algunos de los oyentes habían creído entender que el conferenciante se identificaba por completo con esta idea —cosa que, según se desprende del contexto de su discurso y como pudo comprobarse a lo largo de la discusión, no era cierta—, y estimaron oportuno interpelarle respecto de este punto en el curso de un animado debate público.

    En efecto, si se interpretara aquella frase en un sentido totalitario, habría que combinarla con la afirmación mussoliniana de que la situación normal de los pueblos es la guerra. Se llegaría así fatalmente a la conclusión de que los estados de derecho son algo anormal, un lujo, un paréntesis en la vida de los Estados, una especie de decadencia o de degeneración de la vida pública, propios sólo de pueblos holgazanes y venidos amenos. Lo normal sería la arbitrariedad, impuesta por las necesidades de las constantes luchas.

    Una patria viva siempre estaría en celo, siempre metida en empresas bélicas, siempre en guerra, y, por tanto, con arreglo al principio de Wildenbruch, el ciudadano nunca podría alegar derechos anteriores ni superiores al Estado. Nos encontraríamos, de esta manera, en el terreno del más odioso e inhumano positivismo jurídico, y, como consecuencia de ello, de la absoluta arbitrariedad estatal.

    El R.P. Ramírez se apresuró, claro está, a afirmar que si, para subrayar el propio pensamiento, había utilizado la frase de Wildenbruch, lo había hecho en un sentido cristiano y obvio, en relación con el conjunto de su exposición. Había querido decir, en suma, que cuando las necesidades públicas son grandes, cuando la patria y el bienestar común se hallan en peligro, el ciudadano no puede refugiarse en su comodidad y en su egoísmo, alegando derechos, libertades y privilegios, normales en tiempo de paz, pero imposible de mantener en tiempo de guerra; está obligado a sacrificarse por la comunidad, a prestar su esfuerzo en la medida en que lo exigen el bien común y las dificultades del momento, más no se halla entregado al capricho a la arbitraria merced del gobernante.

    Y, en efecto, en todo momento y circunstancia, en la paz como en la guerra, en la estrechez como en la abundancia, en la vida como en la muerte, todo hombre tiene derechos. Nunca debe ser considerado como un objeto, nunca puede ser zarandeado como un guiñapo, arrojado como una basura.

    Este concepto de la dignidad humana nos viene, sobre todo, del cristianismo, que —pese a las innumerables atrocidades históricas de muchos cristianos— lo ha valorizado y mantenido en el curso de los siglos. Su clara visión tiende a perderse a medida que los pueblos dejan de ser vital y sustancialmente cristianos. Pero es también un principio natural que cualquier inteligencia equilibrada puede descubrir y consolidar por sí misma.

    Un humanismo sano reconoce en todo hombre, sea cual sea su credo, raza e ideología, un sujeto de derechos anteriores a toda legislación. Si para ganar una guerra hay que violar estos derechos «inalienables» y atropellar la justicia, la moral cristiana afirma que esa guerra debe perderse, que es preferible perderla sin infringir la justicia que ganarla por medio de una acción injusta.

    Esto podrá parecer muy duro a la mentalidad del hombre contemporáneo, fuertemente influida por el concepto de la eficacia; pero es, sin embargo, así en el ámbito de un pensamiento genuinamente cristiano.

    En esto se diferencia precisamente la moral cristiana de la moral totalitaria y de la moral marxista: para éstas, el sentido de la Historia, el bien del Estado y de la Clase, se impone. Si hay que sacrificar injustamente a un individuo o a moral totalitaria y de la moral marxista: para éstas, el sentido de la colectividad y de un monstruoso Bien común, convertido en inhumano y gigantesco Moloch.

    Muy lejos está este modo de ver las cosas, de la auténtica perspectiva cristiana.

 

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