Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Horóscopos astrológicos y sentido marxista de la historia

 

Ya, 1956-12-17

 

      La pretensión marxista de encerrar la historia en una fórmula ideológica guarda una estrecha relación con la visión astrológica del destino humano.

      En cierto modo, Marx es una especie de astrólogo moderno que ha querido echarle las cartas a la humanidad.

      Observemos que ésta pretensión corresponde perfectamente a la mentalidad de una gran parte de la gente. La masa es simplista, y la fórmula del materialismo dialéctico puede resultarle algo parecido a lo que eran las conjunciones y oposiciones astrales para la vieja astrología.

      La cuestión del destino —personal o colectivo— planteada de esa manera es una cuestión imbécil y, como dice Kierkegaard, «el que intenta contestar a una pregunta imbécil corre el riesgo de resultar más imbécil que el que la hace».

      La regla de oro en la historia es que no existe regla de oro. El sentido de la historia consiste únicamente en que la historia no tiene sentido —no lo tiene, claro está, para quien dé a estas palabras una interpretación racionalista.

      Cada verdad tiene su atmósfera y la interpretación de la historia exige ciertas categorías, que, como la Providencia divina y la libertad humana, no pertenecen a la atmósfera científica. La interpretación de la historia es un quehacer teológico, como lo era, a su manera, la actividad de los astrólogos.

 

Los astrólogos antiguos

 

      Toynbee atribuye el nacimiento de la astrología a los descubrimientos realizados por los sabios babilónicos en el siglo VIII antes de la era cristiana.

      Aquellos abismáticos observadores se dedicaban a espiar a simple vista los movimientos de los astros en la bóveda celeste.

      Encaramados en sus altas torres escalonadas escudriñaban el maravilloso cielo oriental, cuya contemplación deja grabada en las almas una profunda y misteriosa impronta.

      No lo hacían sólo con objeto de recrearse y satisfacer su curiosidad, como un deporte especulativo, sino sobre todo para poder tener al corriente a sus señores de cuantas novedades aconteciesen en el celeste imperio de las estrellas.

      Lo mismo que en China o en Egipto, los reyes se interesaban entonces por estas cosas y confiaban su vigilancia a altos funcionarios hieráticos, encargados asimismo de prever los eclipses, vigilar las mutaciones lunares, anunciar las estaciones. Muchos ciclos regulares eran ya conocidos, pero aun había un pequeño número de estrellas vagabundas que parecían escapar a esta regularidad, y cuyo extraño ir y venir nadie era capaz de interpretar satisfactoriamente.

      Pero he aquí que un buen día, apenas comenzada la guerra de los cien años, entre asirios y babilonios, allá en el tiempo de Jeroboán II de Israel, guerra que había de terminar fatalmente para Babilonia, una de aquellas augures —cuyo nombre se ha perdido entre la muchedumbre de los genios anónimos— descubrió que también los planetas están sujetos a una periodicidad fija, que sus revoluciones responden a leyes tan inexorables como las de los demás astros, aunque mucho más complicadas que aquéllas.

 

La idea determinista

 

      Parece que tal invención produjo el mismo efecto que nuestros recientes descubrimientos científicos occidentales han ejercido en el mundo contemporáneo.

      En efecto, si todo estaba determinado en el cielo, si una necesidad ineluctable presidía todos los movimientos estelares, no podía admitirse que la vida humana escapase caprichosamente a la ley del destino. Las pequeñas trayectorias de los hombres sobre el barro de la tierra no podían ser más libres que las de aquellos magníficos seres celestes que se mueven con tan perfecta regularidad.

      De esta manera penetró en el mundo oriental la idea determinista, y a ella se aferró la humanidad durante siglos más o menos inconscientemente. La vida de cada hombre debía estar trazada desde su mismo nacimiento por el hado, el fatum, el destino irrevocable, enigmático, ciego y despiadado.

      Aun hoy, una vaga, oscura y temerosa creencia impulsa a muchas gentes ingenuas a aproximarse a la barraca de feria o a la pitonisa del barrio para conocer su horóscopo astral, y el fenómeno se da también en las grandes ciudades de los países más civilizados, donde se anuncian a cada paso distinguidos planetistas.

      Pero hoy el viejo saber astrológico no está ya vigente. El determinismo por los astros ha sido reemplazado por el determinismo racionalista. El hombre occidental apela a la ciencia con la misma credulidad y la misma fe con que el oriental acudía a las estrellas. Los científicos creen haber descubierto que hay leyes matemáticas en todos los órdenes de la naturaleza: la vida, el instinto, la generación, los fenómenos físicos, al parecer más libres y caprichosos, todo ello responde a determinaciones y cálculos tan rígidos como las leyes del movimiento de los planetas.

 

No queda sitio para el espíritu

 

      La psicología profunda pretende haber encontrado la explicación de los fenómenos del psiquismo; la sociología intenta aprisionar con sus estadísticas los movimientos humanos. Hegel, Marx, Spengler, el propio Toynbee y otros muchos pensadores modernos tratan de someter a cánones lógicos o racionales todo el proceso de la historia y de encuadrar en sistemáticas tipologías todas las manifestaciones de la vida cultural y religiosa de los pueblos.

      La vieja ingenua astrología de las máximas conjunciones y de los cuadrantes melancólicos ha sido reemplazada por otra nueva, que también aspira a explicarlo todo, casi tan ingenuamente como aquélla. En esta nueva concepción no queda tampoco sitio para el espíritu; no puede entrar la libertad, ni la virtud, ni el pecado, ni la persona.

      Así viene a resultar que las categorías cristianas están tan reñidas con el determinismo estelar como con el racionalismo hegeliano, marxista o spengleriano.

      Me parece, pues, muy acertada y aguda —y por eso me he permitido subrayarla— la suposición de Toynbee de que «la filosofía babilónica del determinismo tiene mayor afinidad que ninguna de las filosofías helénicas, con las especulaciones filosóficas aun inexpertas, quizá, de nuestro propio mundo occidental en su actual edad cartesiana.

 

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