Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La responsabilidad de los católicos ante los acontecimientos actuales

 

Pax Christi, 7 zk., 1957-01/02

 

      La guerra es un mal para los cuerpos y para las almas. Hay que tratar de evitarla por todos los medios legítimos, compatibles con la justicia. El promoverla no está justificado por cuestiones de prestigio nacional, ni siquiera por la defensa de derechos que, aunque legítimos, no compensan el riesgo de hacer estallar un incendio con todas sus tremendas consecuencias espirituales y materiales.

      Es además la guerra, en muchos casos, un auténtico delito colectivo del que son responsables los pueblos y, en primer término, sus dirigentes, sus hombres políticos, sus educadores, los escritores y periodistas, todos, en suma, los que contribuyen a formar —o a deformar ¡ay!—, la opinión pública. Repásese el mensaje de Navidad de 1948 y se encontrarán estas ideas, que no son como para tranquilizar la conciencia de los que parecen cifrar sus patriotismos en excitar el odio contra otros pueblos y en entorpecer la vida de los demás.

      También los simples ciudadanos pueden participar en ese pecado colectivo, dejándose arrastrar por las palabras de rencor y engañar por falsas propagandas o no atreviéndose a reaccionar a tiempo contra la psicosis de guerra.

      Nadie puede afirmar que las guerras sean un mal necesario. Del mismo modo que en el orden de las relaciones sociales se establecieron hace tiempo leyes y procedimientos jurídicos para sancionar los crímenes y dirimir los conflictos —de suerte que en la situación actual ya no es legítimo vengar la sangre familiar, como en el Antiguo Testamento, o tomarse la justicia por su mano— el desarrollo de la técnica y los medios de comunicación entre los pueblos, permiten hoy confiar en la pronta institución de un mecanismo de seguridad y de justicia internacional que será sin duda imperfecto —como lo es toda justicia humana— pero que supondrá un paso hacia adelante en la implantación de un verdadero orden internacional.

      Los hechos actuales no autorizan a denigrar el esfuerzo de los que con buena voluntad, y aunque sea precariamente, trabajan por establecer esta paz temporal por los medios humanos. El que cuente con medios y fuerza sobrenaturales para favorecer la paz, no tiene derecho a despreciar, sin embargo, los bien intencionados esfuerzos de los demás hombres.

      Hace años decía ya Monseñor Seipel refiriéndose a la extinguida Sociedad, precursora de la actual Organización de las Naciones Unidas: «Hay católicos pequeños que siguen desconfiando de la Liga de las Naciones, porque los que la crearon no son de su campo y nunca han unido sus ideas con las de Dios. Los católicos en general y la misma Iglesia católica no piensan del mismo modo. Con tal de que se haga el bien o de que se intente hacerlo, Dios no pierde nada, aunque los que hacen el bien no piensen en Él. Pero nosotros pensamos en Él, creemos que nada se hace sin que Dios lo quiera y por ello admiramos su grandeza, al ver que realiza sus planes por medio de esos mismos que no creen en Él».

      Por desgracia la Humanidad está muy lejos de estos objetivos de Paz. El mayor obstáculo que hoy se opone a la realización de esa Paz es una concepción desaforada, de origen típicamente positivista, de la soberanía, que no es sino la expresión de los egoísmos colectivos.

      La crisis actual pone de manifiesto la necesidad de ir a una rápida transformación de la ONU, que haga a esta organización más eficaz y más ambiciosa en sus fines inmediatos.

      El derecho de los grandes a oponerse a decisiones mayoritarias, es decir, lo que se ha llamado el derecho a veto, produce como resultado la paralización del organismo internacional en los momentos críticos y frente a los problemas más delicados. La voluntad favorable a una acción cualquiera por la paz, aún unánimemente expresada por la totalidad o la casi totalidad de los países miembros, no puede obligar a un solo Estado de la misma, sea porque éste se oponga con su veto en el Consejo de Seguridad —si es uno de los grandes— sea porque apele al famoso artículo 2º, párrafo 7º de la carta, también llamado «pequeño veto»: «nada de lo que contiene el presente estatuto autorizará a las Naciones Unidas a intervenir en cuestiones que pertenezcan esencialmente a la competencia interna de una Estado».

      Es pues la supuesta soberanía de los Estados la que sí se interpone e impide andar la máquina internacional con perjuicio, hoy para unos, mañana para otros, y casi siempre para todos.

      Hay en el fondo de todo esto una filosofía política contractualista y voluntarista, que funda el Derecho internacional exclusivamente en los pactos y en las costumbres y que rechaza todo fundamento anterior y superior a las leyes de los mismos Estados.

      Si el derecho internacional no tiene un principio «objetivo», algo que esté ahí, delante de nosotros, que no sea inventado ni fabricado por los Estados o por los hombres de Estado, sino que provenga de la misma Fuerza o Poder supremo que ha hecho el mundo, ¿qué garantía puede ofrecernos de que no será constantemente removido y cambiado a tenor de las conveniencias o de las apetencias momentáneas de los Estados más poderosos? Las relaciones entre las naciones se establecerían, pues, únicamente sobre un equilibrio de fuerzas siempre precario e inestable.

      Con razón se ha dicho que, privado de su fundamento objetivo, el Derecho internacional desaparece, como tal Derecho. Desde el punto de vista positivista, expuesto por ejemplo por Lasson, habrá que contentarse con muy poca cosa. «Entre los Estados como entidades soberanas no es posible una auténtica situación jurídica; pero como los Estados son también prudentes, se produce, a base de la comunidad de intereses una situación que tiene cierta semejanza con una situación jurídica».

      El derecho internacional no sería pues, sino «un conjunto de obligaciones que los Estados soberanos se impondrían a sí mismos» en función de su propia conveniencia.

      Otro es la teoría «objetivista», que los autores católicos apoyan siguiendo a los grandes maestros escolásticos, en virtud de la cual las relaciones entre los Estados deben partir del supuesto de la existencia de una comunidad universal formada por la totalidad del género humano, para el logro de un Bien Común internacional, que es el buen vivir temporal de todos los pueblos y naciones.

      Concebida la soberanía de los Estados como una razonable autonomía para la realización de sus fines propios, es perfectamente compatible con la realización de ese Bien Común internacional, habida cuenta de que, en caso de conflicto, el Bien Común deberá primar sobre el bien particular de un Estado. (El problema del Canal de Suez, por ejemplo, sólo puede ser planteado correctamente desde este punto de vista).

      Pero mirada aquella soberanía como un poder «absoluto», es decir «desligado» de todo vínculo con los demás Estados y de toda dependencia respecto de cualquier voluntad o ley moral superior, dicho concepto resulta inadmisible porque entorpece y empobrece la vida internacional, y la reduce a una constante pugna fratricida, regida sólo por la ley de la selva, del imperio y de la razón del más fuerte.

      Tal concepción había sido ya condenada como «principio de no intervención» en el Silabus, proposición número 62, y el Santo Padre Pío XII la ha criticado también en muchas ocasiones en los siguientes o análogos términos: «La concepción que asigna al Estado una autoridad ilimitada no es solamente un error pernicioso en la vida interna de las naciones, su misma prosperidad y el incremento ordenado de su bienestar, sino que constituye un obstáculo para las relaciones entre los pueblos, porque rompe la unidad de la sociedad supranacional, niega fundamento y valor al derecho de gentes, abre el camino a la violación de los derechos de otros y hace difícil el entendimiento y la convivencia pacífica».

      No tiene pues nada de extraño que estos últimos años se hayan concentrado las críticas contra el concepto de soberanía o, más bien, contra la interpretación abusiva del mismo a que el proceso positivista del derecho nos había llevado.

      La situación en que nos encontramos, la plena evidencia que ahora tenemos —gracias al progreso en los medios de comunicación entre los hombres— de la solidaridad entre los pueblos, la imposibilidad en que hoy se encuentran aún los más poderosos para mantener su autarquía, lo invivible de tal situación da lugar a que la idea de lo supranacional se abra paso de un modo cada vez más decidido y firme en la opinión pública. Los exaltados y falsos patriotismos que se oponían a ella van cayendo en descrédito en todas partes. Ha llegado quizás la hora de que, impelidos por la necesidad y el peligro de nuevas guerras mundiales, los pueblos tengan que someterse a una disciplina jurídica común.

      La responsabilidad de los católicos en el momento presente es muy grande, porque si la necesidad y el egoísmo proporcionan la deleznable materia que ha de formar el cuerpo de la Paz —temores recíprocos, desconfianza, inseguridad, etc.—, será menester que alguien infunda un alma a ese cuerpo y eso sólo los que creen en Dios pueden hacerlo cumplidamente.

 

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