Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Cuatro soluciones

 

El Diario Vasco, 1957-12-01

 

      El siglo XX fue optimista en sus comienzos. Luego ocurrieron cosas terribles. En poco tiempo el escenario del mundo se complicó extraordinariamente y el escenario interior del alma humana se ensombreció.

      En 1957, al iniciarse esto que algunos han llamado con insufrible exageración «la era cósmica», el hombre terráqueo es un ser profundamente decepcionado. Demasiadas cosas se han derrumbado ante sus ojos. La existencia se le manifiesta sobre todo como náusea, como dolor y como desesperanza.

      El lanzamiento de los dos «sputniks» ha conmovido a las masas ingenuas que aún esperan la liberación por la técnica. Sean cuales sean los resultados científicos de estas dos impresionantes experiencias, ambas han constituido una propaganda de gran estilo en favor de las tesis marxistas.

      Hay que reconocer que la idea de una felicidad terrena, fruto de una transformación profunda de las condiciones de vida de la especie humana, mediante el progreso científico y la creación de una generosa sociedad fraterna, sin clases ni fronteras, atrae a muchos hombres y mujeres que se sienten desamparados y que han perdido el gusto de la vida.

      Pero para el hombre que está en el secreto, el hombre escandalizado de qué nos habla Camus, la posibilidad de un viaje a la Luna no resuelve nada; no quita ni añade nada a la propia indigencia. El horizonte cósmico sigue pareciéndonos tan agobiante y estrecho como antes. Los cohetes interplanetarios no hacen sino aumentar nuestra angustia frente a una existencia que parece carecer de sentido y de finalidad.

      No pocas personas vuelven hoy su mirada hacia las viejas sabidurías orientales, que son la negación misma de la técnica, o hacia el existencialismo que les da una versión cruda de su propio dolor metafísico.

      El budismo nos invita a la negación total del ser. Todo lo impermanente es malo y hay que huir de ello. Pero el hombre tiende a buscar lo impermanente; lo fijo le resulta inaguantable. Su propio ser carnal le sumerge en lo impermanente. Esta oposición sólo puede ser superada por la aniquilación del deseo. La verdadera sabiduría está ahí y sólo ella puede darnos la paz. El budismo encierra una promesa de felicidad: en la medida en que sepa negarse a sí mismo y aniquilarse en todo, el sabio escapará al Sansara, la rueda de la vida, y alcanzará la beatitud del «no ser».

      El existencialismo ofrece también su beatitud, consistente en un arrancarse del en si, la esencia opresora, para alcanzar la liberación total, la renuncia total a cualquier suerte de inteligibilidad del existir.

      Pero mientras el budismo conserva cierto sentido de lo divino en lo humano, y representa aún una visión sagrada y reverencial, el existencialismo añade a su ateísmo una irreligiosidad radical. Se revela contra toda previa «religación» anterior a la existencia misma. En oposición al ser «religado» de Zubiri, el hombre existencialista es un ser radicalmente desligado.

      La moral, la ascética y la mística cristianas nos ofrecen la única respuesta completa al problema del hombre. Aquí todo gira en torno a lo «único necesario». El disparatado puzzle del ser múltiple recobra de pronto un sentido vital en el Ser uno.

      El poema dramático de Rabindranath Tagore «El rey del salón oscuro», que ningún espíritu profundo puede abordar sin emoción, es quizás uno de los textos orientales que más nos acerca a la posición de la mística cristiana.

      Pero el alma de Tagore es naturalmente cristiana y las nadas y las noches del pequeño y grande Fray Juan de la Cruz se hallan infinitamente lejos del Nirvana budista y de la náusea sartriana. Si el «frailecito de corazón incandescente» nos invita a «no querer poseer algo en nada, a no querer ser algo en nada», es para venir «a saberlo todo, a gustarlo todo, a poseerlo todo, a serlo todo». Suprema ansia y deseo de Dios que, no sólo no quita, sino que da la paz al espíritu del hombre, y le vuelve a las criaturas de un modo nuevo y fluente, desnuda y libre el alma de todo apetito.

      La solución cristiana —si es genuina—, lejos de ser un escapismo más, constituye un «engagement» radical en la existencia. La vocación más generosa, más abierta, más universal que imaginarse pueda.

 

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