Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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El pecado colectivo

 

Orbis Catholicus, 1958

 

      El tema planteado en la decimotercera reunión de las Conversaciones católicas internacionales, celebradas en San Sebastián del 7 al 12 de septiembre de 1959, El pecado colectivo, encierra una evidente dificultad. Se trata de una cuestión muy poco trabajada hasta el presente y acerca de la cual no se encuentran precedentes.

      Tras esa denominación «pecado colectivo» se encubre, sin duda, una realidad importante, algo de lo que no tenemos todavía una conciencia clara ni un concepto preciso; pero que todos sentimos más o menos agudamente dentro de la sociedad moderna.

      Péguy dijo, refiriéndose a la injusticia social y a la mala distribución de los bienes de producción y de consumo, que esta sociedad se encuentra en «estado de pecado». ¿Pero qué significa esta frase? ¿Pasa de ser una simple metáfora destinada a atraer nuestra atención sobre la gravedad de los problemas sociales?

      La expresión sometida a estudio se halla muy difundida. Uno se la encuentra en el lenguaje corriente y no es fácil saber con exactitud lo que se quiere decir con ella.

      El sociólogo canadiense Hervé Carrier, S.I.[1] hace notar que «se ha hecho corriente en determinada literatura social el acusar sistemáticamente a colectividades enteras: se habla así de «egoísmo de clase», de «crímenes de naciones», de «injusticias de occidente». Se dirá, en el mismo sentido, que la degeneración de los «partidos» es responsable de «la falta de civismo de nuestras democracias», que el egoísmo de los «burgueses» es la causa de las divisiones sociales, etc.».

      Lo malo del caso es que, en la misma medida en que se pretende descargar todo el peso de los males sociales sobre extensos grupos sociales, comunidades o pueblos enteros, los individuos concretos creen poder liberarse de sus responsabilidades personales.

      A veces, hasta dirigentes políticos y sociales de primer orden, considerando que deben justificarse, afirman su impotencia ante el empuje de fenómenos colectivos que —según se afirma falsamente— obedecen a leyes económicas y sociológicas ineluctables y no pueden ser dominados por el simple juego de las buenas voluntades individuales.

      Reconozcamos, sin embargo, que semejante suposición encierra una parte de verdad: para corregir tales situaciones las buenas voluntades aisladas no bastan. Los males morales y las «injusticias colectivas», fruto quizás de muchos pecados acumulados de hombres de distintas generaciones, sólo pueden ser remediados por la acción conjunta y el concierto de acciones humanas. De aquí la importancia práctica del tema del «pecado colectivo», ya que una visión clara del mismo permitiría orientar hacia una más perfecta coordinación el apostolado católico, así como la acción de los cristianos y de los hombres todos de buena voluntad al servicio del bien común.

      Sabemos que hay situaciones en las que la injusticia, el error o la mentira, parecen haber «encarnado» o «cristalizado» en una colectividad. En tal caso los individuos son fuertemente empujados por la presión sociológica en un sentido contrario a la ley moral: los criterios morales llegan a deformarse: el conocimiento y la distinción entre el bien y el mal resultan difíciles y, a veces, casi imposibles; falsos prejuicios circulan y son aceptados sin resistencia por los miembros de la comunidad. La pasión, el odio, la corrupción, parecen extenderse a la muchedumbre y la atmósfera moral de la colectividad se hace, al menos bajo ciertos aspectos, irrespirable.

      Cabe preguntarse quiénes son los verdaderos responsables de tales situaciones. Automáticamente tenderemos a echar la culpa a toda la sociedad y a olvidarnos de nuestra propia responsabilidad. Ahora bien, pretender que «la sociedad está corrompida», o que «con este pueblo no se puede ir a ninguna parte», y presentar estas razones a título de excusa o explicación, resulta demasiado fácil y cómodo. Lo que importa es descubrir en el seno de esa masa de pecado el alcance y las dimensiones de los propios pecados, de acción o de omisión, a causa de los cuales la situación de inmoralidad colectiva se mantiene y la injusticia social no es remediada.

      Se pueden citar muchos ejemplos concretos de este fenómeno que nos ayuden a percibir, aunque todavía de una manera vaga y difusa, el alcance del problema que se trata de dilucidar.

      Un primer caso es el de la guerra. Prescindiendo de la justicia o injusticia de ésta, en determinadas circunstancias —problema en el que apenas se ha avanzado desde el padre Vitoria hasta nuestro tiempo —es evidente que las guerras suelen ir acompañadas de una estela de odios colectivos, de brutalidades enormes, de actos de despiadada inhumanidad que la moral no puede en ningún caso aprobar. Todos sabemos que —a veces de origen secular, pero siempre oportunamente atizadas— las pasiones de pueblos contra pueblos, y de hombres contra hombres, suelen constituir el clima apropiado para la génesis y la alimentación de las guerras. Y esto la moral no puede aprobarlo ni aun en el caso de que afirme la existencia de causas legítimas para la guerra.

      En una situación de este género las gentes se creen autorizadas para realizar actos que su conciencia no aceptaría en modo alguno en época normal. La violación del derecho de propiedad, la mentira, la falsedad, la calumnia, son consideradas como cosa natural y aceptable. Se prescinde del respeto a la vida ajena, como si el quinto mandamiento hubiera perdido de pronto vigencia. Toda la sociedad parece arrastrada por una corriente de violencia, las pasiones son fomentadas desde la prensa y en los discursos políticos, hasta el punto de que las pocas personas que son capaces de mantener sereno el juicio, apenas se atreven a exteriorizarlo por miedo a ser consideradas como derrotistas, poco entusiastas, o traidoras a la causa.

      Dentro de semejante situación social se hace difícil juzgar y proceder con rectitud. La inmortalidad y la injusticia impregnan el ambiente y no es completamente impropio el decir que ese pueblo o esa sociedad, dejándose arrastrar a tales excesos, están cometiendo «un pecado colectivo».

      Los teólogos y moralistas no creo puedan aceptar, sin embargo, que la palabra «pecado» sea utilizada aquí en su sentido estricto.

      En cualquier caso la culpa sólo puede ser imputada a individuos o personas físicas determinadas, por muy confundidas y mezcladas que aparezcan las responsabilidades.

      Los profesores de Oña, padres Sagüés y Zalba[2], han insistido mucho sobre esta idea. Sus conclusiones son del todo coincidentes. Especialmente el primero examina en su trabajo diversas hipótesis que tal vez permitieran hablar en sentido propio de «pecado colectivo» y se ve obligado a desecharlas todas por no responder al concepto genuino de pecado. Cualquier analogía entre lo que hemos llamado «pecado colectivo» y el pecado original debe ser también rechazada. Siempre que se quiera hablar de «pecado colectivo» habrá que pensar en este fenómeno, no como algo separado o distinto del pecado personal, sino como la resultante de un cómputo de pecados personales.

      En la situación que hemos descrito —un caso de guerra que se traduce en un clima colectivo de odio o de injusticia— habrá, pues, que descubrir toda una confusa constelación de pecados y faltas personales, si no siempre subjetivos, por lo menos objetivos o materiales. El profesor Guallart[3] precisa que en tal caso «la escala de situaciones pecaminosas ofrecerá gamas y gradaciones variadísimas: desde la plena y consciente malas, hasta las ausencias del sentido del deber y de la responsabilidad y del sacrificio y hasta las mismas cobardías generalizadas».

      Pecados de los gobernantes y de los gobernados, de los que realizan la propaganda y de los que, egoístas o cobardes, se dejan llevar por la corriente; pecados de acción y de omisión, de inconsciencia y de despreocupación. «Así pues, pecados muchos y de muy variadas especies», dice Guallart.

      También las revoluciones y las luchas políticas dan lugar a situaciones análogas a la que hemos descrito. La «corrupción política» parece autorizar formas de proceder que nadie aceptaría en un clima de sanidad moral. Cada uno cree poder justificar sus abusos fundándose en los abusos del adversario.

      «La corrupción política, cuyas raíces son los pecados individuales inmediatamente relacionados con la actividad política, es el estado duradero de perversión éticosocial que influye perniciosamente sobre el modo de organizar el poder político en una sociedad», dice Lucas Verdú[4]. Un aspecto de la corrupción política es la inmoralidad administrativa, causa también de grandes injusticias y males morales. Cuando hablamos de «corrupción política» y de «inmoralidad administrativa» debe entenderse que no se trata de algunos casos aislados, que en ninguna sociedad pueden faltar, sino de una atmósfera de injusticia y de desorden moral que alcanza a extensas capas de la sociedad y que envuelve, por decirlo así, aun a los hombres honrados más o menos comprometidos, por su debilidad o su inhibición, en la deterioración colectiva.

      Notemos, sin embargo, desde ahora que, en los casos que hemos indicado, hay una especie de connivencia o de confabulación generalizada, en virtud de la cual el pecado adquiere dimensión social.

      En el fondo, todos o casi todos los ciudadanos son cómplices y responsables de la situación producida por los unos y tolerada por los otros. En esa sociedad fallan no sólo las conductas individuales aisladas sino también las instituciones, los cuerpos colegiados, destinados a dirigir y encauzar hacia el bien los actos de la comunidad. Esta observación puede ayudarnos a comprender la consistencia propia del «pecado colectivo».

      Un segundo ejemplo es el de la injusticia social. Esta injusticia puede ser considerada en el plano internacional o también en la vida interna de los estados[5]. Pueblos u hombres desposeídos de los bienes materiales más elementales conviven con otros que gozan de una gran abundancia y superabundancia de bienes. La mayor parte de los poseyentes consideran esta situación como la cosa más natural. Dios ha dado, sin embargo, los bienes de la tierra a toda la humanidad para que pueda vivir y multiplicarse y el derecho de propiedad debe ser considerado como un derecho de uso y no como una apropiación absoluta que pudiera ser antepuesta al bien común de la sociedad o de la comunidad universal. Ningún hombre ni ningún grupo de hombres debe considerarse a sí mismo como el destinatario exclusivo de las riquezas que posee. Ahora bien, en el mundo moderno estos principios son aceptados con mucha dificultad y a menudo conculcados en la práctica. Desgraciadamente, las estructuras sociales occidentales no han sido construidas tomando como base aquellas ideas, sino una práctica a menudo viciosa y abusiva del derecho de propiedad.

      El llamado orden social no es sino un cierto orden en el desorden o un desorden consagrado.

      Como consecuencia de ello, la injusticia social, que radica en el mal reparto y la injusta distribución de los bienes materiales, adquiere una cierta estabilidad, cierta compacidad, contra la cual las buenas conductas aisladas resultan a menudo insuficientes.

      El buen patrono que desea cumplir todos sus deberes sociales como una función al servicio del bien común, tropieza con enormes dificultades y se ve pronto paralizado por sistemas económicos históricamente basados sobre fundamentos muy alejados de la concepción cristiana del uso de los bienes. Sus esfuerzos son inútiles y hasta podrían resultar contraproducentes.

      ¿Quién es el responsable de una situación de este género? Sin duda lo son todos los hombres que han contribuido, de un modo o de otro, a crearla. Hombres, quizá, de distintas generaciones, que moviéndose exclusivamente a impulsos de sus egoísmos, han empobrecido a la sociedad en que viven. Lo son también las autoridades, los directores de conciencias, que quizá no comprendieron ni urgieron a su debido tiempo, o en la debida forma, el cumplimiento de los deberes sociales. Lo es el mismo hombre del pueblo que, en el fondo, lejos de moverse por móviles elevados y por un auténtico deseo de prosperar espiritual y materialmente, se ha dejado guiar por la envidia y el odio de clases. ¿Quién puede medir el alcance de cada una de estas responsabilidades?

      «Reconozcamos —dice José Mª Setién[6]— que no es fácil el definir las responsabilidades sociales. A medida que el hombre va saliendo de la esfera de la intimidad se va despersonalizando por encontrarse en un mundo objetivo que se aleja cada vez más de su control y de su influencia».

      El caso es que, como resultado de este conjunto de desviaciones o de inhibiciones morales, se ha creado un status injusto en el que los individuos encuentran dificultades para comportarse honradamente. Los unos por demasiado ricos, los otros por demasiado pobres, todos se ven tentados por la idea del endurecimiento de las relaciones sociales. Por otra parte, los economistas tenderán a ver en este estado de cosas algo rígido, un supuesto inamovible de la vida social que se traducirá en leyes económicas inevitables. A los ingenuos que se atrevan a proponer soluciones inspiradas por la caridad, la misericordia y la compasión, les harán ver que desconocen tales leyes y la complejidad de los fenómenos económicos, acusándoles de ingenuos.

      Al pobre hombre de espíritu franciscano que se presente ante la sociedad a predicar la comunicación cristiana de bienes, se le considerará como un utopista, y en cierto modo no les faltará razón a los que así lo hagan. Un mundo construido por el pecado no está en condiciones de recibir la palabra de Dios. Es un mundo «empecatado», un mundo «en pecado».

      Quizás esta descripción pueda parecer algo exagerada. Quizá lo es realmente. Pero conviene acusar las tintas cuando se quiere imprimir conciencia de un hecho o de un fenómeno que acaso pasa inadvertido a muchos.

      En ese estado de injusticia social puede verse —previos todos los esclarecimientos terminológicos necesarios— uno de los grandes «pecados colectivos» de nuestro tiempo.

      Un tercer ejemplo nos lo proporciona la pérdida de sentido del pecado y el amoralismo que yo creo ver extenderse cada día más y más en la medida en que la humanidad va creciendo —el crecimiento demográfico es también un factor importante en este asunto— al margen de la ideas de lo sacral.

      Se hizo notar en las Conversaciones que hay en la conciencia contemporánea un progreso de la sensibilidad moral al percibir determinadas injusticias que, en otros tiempos, pasaban inadvertidas a la inmensa mayoría de la gente.

      Es posible, sin embargo, que esta mayor sensibilidad no tenga nada que ver con el sentido del pecado. En el mundo de hoy la gente se da cuenta de muchas injusticias que antes no apreciaba, pero esto no significa que las considere precisamente como «pecados». La noción de pecado implica relación a Dios y a lo sagrado. Al perderse cada día más el sentido sacral de la existencia humana, la idea del pecado se va evaporando progresivamente.

      En todo caso lo importante es hacer notar que, en extensos medios sociológicos, reina el hedonismo, el ansia de placeres, el culto de la vida confortable, la actitud reverencial ante el dinero. La cotización del vicio es a menudo más alta que la de la virtud. Se tiende a reemplazar la moral por la higiene y la ascesis por el deporte. Se evita el hablar de pecadores y se propende a no considerar más que enfermos. Y en todo ello no se trata de actitudes personales o de apreciaciones aisladas sino, más bien, de deformaciones viciosas, de la conciencia colectiva que alcanzan a gran número de personas.

      También aquí nos encontramos con un fenómeno sociológico digno de estudio. El individuo que quiere defender un concepto elevado y propiamente moral de la vida humana dentro de una situación de este género, no tiene que luchar contra una persona individual ni siquiera contra una ideología concreta, sino contra un hecho colectivo, contra una situación sociológica monstruosa que llega casi a envolverle completamente.

      No es, pues, extraño que en el clima de amoralismo que, en mayor o menor grado, ocupa extensas zonas en todos los países, los mismos cristianos corran el peligro de dejarse contaminar y debilitar por el ambiente pagano. «No quisiéramos parecer demasiado pesimistas —afirma Joseph Folliet[7]— pero una mínima lucidez nos obliga a subrayar la ausencia práctica de sentido de pecado en muchos cristianos, no sólo entre los «cristianos medios», si se nos permite emplear esta expresión horrible, es decir, entre los que creen vagamente y practican, bien que mal, su religión, sino incluso entre buenos cristianos instruidos y militantes».

      El hecho de que este pensador francés manifieste este hecho que él cree haber descubierto en el medio que le rodea, es, sin duda, muy significativo.

      Buena parte de la filosofía contemporánea, fuertemente influida por el concepto freudiano del hombre y por el existencialismo ateo, constituye un exponente claro del fenómeno a que nos referimos y de su alcance colectivo.

      El padre Rovasenda[8] ha hecho un estudio muy interesante, a mi juicio, sobre el «estilo de vida» que se inspira en aquella literatura y es en parte causa y en parte consecuencia del clima general de amoralismo y de desacralización que todos padecemos.

      La Biblia, que es sin duda una fuente preciosa para estudiar el «pecado colectivo»[9], nos presenta con extraordinario y patético verismo el caso de Sodoma.

      El padre Guillet expuso en las Conversaciones el caso del pecado de Israel. Evidentemente, se trata de un caso singular, ya que la vocación de Israel nos es revelada por la Biblia y los judíos tenían conciencia de ella. La idolatría de Israel y la infidelidad de este pueblo frente al destino que Dios le había asignado, constituye un caso aparte, que no cabría trasladar a otro pueblo cualquiera sin grave falsedad. La pretensión de atribuir a los pueblos vocaciones y destinos providenciales y a considerar los pecados colectivos como infracciones de tales planes divinos responde a una pura ficción que, llevada al extremo, podría resultar muy peligrosa. La doble posición del pecador y del inocente ante este «pecado colectivo» de Israel planteada a partir del episodio de Moisés y Aarón en Ex 32, doble posición que el padre Guillet expone muy sutilmente en su ponencia, constituye una valiosa aportación al estudio del tema. El inocente no se solidariza con la falta, pero carga con el castigo que la comunidad recibe para no desolidarizarse de los suyos. Actitud que alcanza su expresión suprema en la figura de Cristo asumiendo los pecados de la humanidad.

      Ahora bien, si el caso de Israel no es aplicable a otros pueblos o sociedades humanas, el de Sodoma sí lo es, mutatis mutandis. Encontramos aquí la descripción e una sociedad en la que la corrupción moral se ha adueñado de la calle. Niños y ancianos, todos viciosos, campan a sus anchas sin que ninguna autoridad los contenga. El libro del Génesis manifiesta que en aquella ciudad el número de los justos no llegaba siquiera a diez. Dice Yahveh: «si encuentro cincuenta justos, perdonaré a toda la ciudad, por amor de ellos...» «Si encuentro cuarenta y cinco justos, perdonaré a toda la ciudad por amor de ellos». Y todo lo que sigue hasta que Abraham se ve obligado a guardar silencio cuando el Señor —que ha ido bajando el rasero de su justicia— le hace una última proposición: «Por amor a diez justos, yo perdonaré a toda la ciudad».

      Cabe imaginarse lo que sería aquella sociedad proyectando el modelo que nos describe la Biblia sobre una sociedad moderna. Si, a guisa de parábola, suponemos por un momento que en Sodoma hubiera habido políticos, escritores, artistas, filósofos y representantes de un culto religioso; que hubiese habido magistratura, parlamento, gobierno o instituciones políticas similares —todo ello al estilo de una sociedad moderna—, tendremos que convenir en que toda aquella gente y aquellas instituciones debían estar corrompidas, que todos se hallaban a las órdenes del vicio, al que servían de un modo o de otro. En suma, como ya hemos dicho, que el mal se había adueñado de la calle, y, de alguna manera, habíanse contaminado de él todos los habitantes de la ciudad y la ciudad misma. Por eso Dios, que no encuentra ya ni siquiera una mínima razón para detener su justicia, la condena a ser destruida. Quienes quieran saber lo que es el «pecado colectivo», tienen aquí un ejemplo terriblemente típico. «Pecado colectivo»: suma de pecados, sin duda, pero pecados relacionados, formando cuerpo, consensus general frente al vicio, connivencia o tácita complicidad, de la mayoría moral de la comunidad, empezando por sus propios órganos jurídicos o representativos.

      Este conato de definición nos pone ya en camino de algo más sólido y claro que las descripciones a que hasta ahora nos habíamos limitado en este artículo. Expondré aquí mi propio punto de vista, el que tuve el honor de desarrollar en la sesión inaugural de las Conversaciones, no sin advertir que el mismo coincide en su esencia con el de la mayor parte de los conversadores, según pude comprobar en el curso de las sesiones.

      Una falta, un pecado, no es nunca un hecho aislado, una realidad solitaria. Hay en los pecados de los hombres cierta tendencia a combinarse, a agruparse formando como sistemas de pecados relacionados. Proviene este hecho de la naturaleza social del hombre. El hombre no es social por convenio o por contrato, sino por razón de su propio modo de ser. Es social siempre: lo quiera o no. Hasta el hecho de que algunos hombres pretendan aislarse o separarse de la sociedad, contradiciendo su propia naturaleza —la actitud misantrópica—, constituye un fenómeno social que tiene también sus repercusiones colectivas. El hombre es siempre social. Lo es también, por tanto, cuando peca. De un modo o de otro, todo pecado daña o debilita a la sociedad y da lugar a cierta deterioración de la realidad social. De este modo se va formando como un fondo de pecado, que gravita sobre la sociedad entera. No se trata ya del pecado aislado, sino del sistema creado por el empecatamiento colectivo. Es lo que pudiéramos llamar la «iniquidad». Es el escándalo generalizado. Es la creación de unas estructuras de pecado que induce a su vez al pecado a los que viven dentro de ellas.

      El ciclo persona-colectividad-persona queda así cerrado. El pecado de una persona se transmite, en cierto modo, a toda la colectividad y vuelve luego a ser causa u ocasión de nuevos pecados personales.

      En el interior de esa masa amorfa, que está afectada por la iniquidad, es a veces difícil descubrir los responsables individuales de semejante estado de cosas; pero esto no significa que no existan. El pecado colectivo se difracta en una diversidad de pecados personales. Lo que constituye una primera afirmación fundamental que los padres Sagüés, Zalba y Sauras dejaron bien sentada en sus respectivas ponencias.

      ¿Quiere esto decir que el «pecado colectivo» sea una simple suma de pecados personales? Uno se inclina a creer que no, que es algo más que esto, y al término de las Conversaciones los teólogos no oponían ninguna dificultad a tal idea. He aquí cómo puede continuarse este análisis.

      Se olvida a menudo que la unidad social no es una unidad sustantiva como la de un ser vivo, la de un animal o la de una planta, sino una unidad «dinámica» o «teleológica» fundada en la convergencia de actos individuales, en el concurso de fuerzas o voluntades, con vistas a la realización de un fin: este fin es el bien social, el buen vivir de una multitud de hombres. Se llega así a la noción de bien común, que es la clave de toda concepción moral de la sociedad.

      Si se prescinde de la idea de unidad dinámica, se caerá inevitablemente en uno de estos dos errores: o bien se atribuirá a la sociedad una unidad biológica o sustantiva, y entonces el bien común será el bien de un animal gigante —el Estado— en el interior del cual la persona humana quedará completamente sumergida y desaparecerá como realidad propia: es el error de todos los totalitarismos; o bien se negará que el bien común tenga una entidad propia y se le reducirá a la simple adición de bienes individuales, y entonces se llegará a la idea anarquista de la vida social. Al aplicar esta doctrina al caso del «pecado colectivo» se obtendrá probablemente algún fruto.

      Si se pretende considerar el «pecado colectivo» como un pecado propiamente dicho, un pecado sustantivo, por decirlo así, no se encontrará nunca el sujeto e semejante «pecado», ya que los únicos sujetos responsables ante Dios son hombres y no existe a este respecto ninguna responsabilidad colectiva que no se reduzca en último extremo a un conjunto de responsabilidades individuales.

      Pero si se afirma que el pecado colectivo no es sino una simple suma de pecados individuales, se puede caer en el extremo contrario, el error individualista o anarquista, que niega toda entidad propia a las realidades sociales.

      En el pecado colectivo veo yo —como en el bien común, pero justamente con signo inverso— una unidad dinámica, un concierto expreso o tácito de acciones inmorales que crean una situación social objetiva pecaminosa. El pecado es también sociógeno, como decía el profesor Hahn en el curso de una de nuestras sesiones. Es decir, el pecado también fabrica, o contribuye a fabricar, estructuras y «órdenes» sociales.

      En el momento mismo de terminarse las Conversaciones, el padre Rovasenda O.P. tuvo a bien comunicarme una definición de pecado colectivo que corresponde exactamente a mi propio punto de vista, definición que no hubo ya tiempo de distribuir a los conversadores y que constituye un resultado positivo y apreciable de la reunión.

      Poco más o menos la citada definición viene a decir lo siguiente:

      «El pecado colectivo es un conjunto de pecados relacionados de los miembros de una comunidad, es decir, un conjunto de actos personales referidos a un mal común, en lugar de ser referidos al bien común. El desorden del pecado colectivo proviene de la disconformidad de la acción realizada en común con la ley justa de la comunidad y, por consiguiente, con la ley eterna de la que deriva toda ley justa. En el sentido pleno y formal de la palabra, el pecado colectivo es el pecado organizado, el pecado, por ejemplo, de una asamblea legislativa o del cuerpo electoral en su conjunto. El pecado colectivo es en este caso un pecado en el sentido formal de la palabra, porque es un acto humano responsable, como todo pecado personal, pero que contiene además una relación al mal colectivo: es lo que llamaremos un pecado relacionado, el cual constituye un cierto orden en el desorden.

      «En un sentido menos estricto de la palabra colectivo, se llamará pecado colectivo al pecado no organizado de los miembros de una comunidad que cometen los mismos pecados, sin acuerdo previo, pero con un cierto conocimiento de la difusión de la acción mala».

      La definición del padre Rovasenda se completa aún con algunos otros elementos menos importantes, con objeto de ajustarse a la sistematización propuesta por Folliet, en la que no entraremos porque estimamos que se halla ya sintetizada en lo expuesto.

 

 

[Notas]

 

[1] HERVÉ CARRIER, S.I., Examen sociologique des responsabilités collectives.

        Mientras no indiquemos lo contrario, las notas hacen referencia a las ponencias de las Conversaciones, todavía inéditas. Cada uno de los aspectos particulares del problema fue estudiado por uno o dos ponentes en amplios y detallados trabajos que se sometieron a estudio y discusión de los conversadores. Quienes atribuyen a las Conversaciones de San Sebastián cierta frivolidad veraniega o un determinado propósito de aventura dialéctica, harán bien echar una ojeada a la docena larga de trabajos fundamentales, sólidamente preparados, que constituyen, según creo, una aportación valiosa al esclarecimiento del difícil tema.

[2] SAGÜÉS, El empleo analógico de la palabra «pecado» en la expresión «pecado colectivo». ZALBA, Aspectos morales de la responsabilidad colectiva.

[3] GUALLART, Las responsabilidades colectivas en casos de guerra: ante el derecho natural y el derecho internacional.

[4] LUCAS VERDÚ, El pecado colectivo en la actividad política.

[5] La revista «Justice dans le monde», que acaba de iniciar su publicación en la Universidad de Lovaina, publica en su nº 1 un artículo interesante a este respecto de L. JAUSSENS, Justice à l'échelle de l'humanité.

[6] J.Mª SETIÉN, La injusticia social como situación sociológica de pecado.

[7] JOSEPH FOLLIET, La perte du sens du péché.

[8] ROVASENDA, La perte du sens du péché dans la société contemporaine.

[9] Merece la pena de ser estudiada a fondo la excelente ponencia del padre GUILLET, Le péché collectif et l'Ancien Testament. Una guía de referencias bíblicas interesantes a este respecto viene señalada también en el guión de la ponencia del canónigo GONZÁLEZ RUIZ, El pecado colectivo en la Sagrada Escritura.

 

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