Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El ser de la piedra

 

El Diario Vasco, 1959-02-22

 

      Queridos amigos de una tertulia bilbaína: Me escriben ustedes para preguntarme «si una piedra es un ser», asunto sobre el cual no llegan a ponerse de acuerdo.

      Permítanme que les diga ante todo que considero asombroso que en estos tiempos, berroqueños y borriqueños, en los que tantas cosas importantes, hermosas y horribles, nos requieren con urgencia existencial, alguien sea capaz de distraer su espíritu en evasivos temas ontológicos. Yo sabía que el fútbol era una actividad escapista; pero ahora veo que también la metafísica puede serlo para algunos. Como dice un joven amigo mío, «no estamos ahora para esto, la metafísica es tocar a rancho con violín».

      Por otra parte, las columnas de un periódico, que es y debe ser, por definición, la expresión evanescente y fugaz de lo episódico, periférico y fenoménico del vivir social, no constituyen el lugar más apropiado para este género de devaneos intelectuales.

      Pero, en fin, puesto que vuesas mercedes preguntan, yo contesto con arreglo a la más tradicional doctrina aristotélica-tomista.

      Una piedra no es «un» ser o —si lo prefieren— es un ser cuya unidad no puede ser más precaria y convencional.

      Dos principios realizan la sustancia corpórea: la «materia» y la «forma». La materia es, de suyo, informe y por tanto ininteligible. Platón la consideraba como una especie de «no-ser» algo de lo que están hechos los seres corpóreos, pero que necesita ser diferenciado y determinado mediante formas concretas para poder existir.

      Esta forma, ¿qué es? La forma es el principio activo, la idea, el plan o el alma de la cosa, que la organiza, la estructura y le da la categoría de ser individual. Un ser informe no es «un» ser. La pura piedra informe es materia, una parte de materia, que nosotros mismos hemos separado, quizás, de la roca, es decir del montón de la materia, sin plan, ni forma, ni alma. Podemos fraccionarla, convertirla en muchas piedras, sin que por eso se destruya nada importante. Otra cosa sería si esa piedra fuera una forma geométrica, un cristal mineral, algo que hubiera sido construido por alguien, por una inteligencia organizativa. Una escultura es también una porción de materia, pero el escultor la ha dotado de una forma preconcebida, es decir que le ha conferido una idea, una especie de alma. A pesar de todo, aún no puede decirse con toda propiedad que la estatua sea un ser.

      Acuérdense ustedes de Pigmalión, el autor de la perfecta figura marmórea de una mujer adorable, Galatea, de la que se enamora el propio escultor que la ha cincelado. Este pide y obtiene de Venus que a su estatua se le conceda un alma verdadera, un alma humana, y se la convierta, de esta suerte, en una mujer auténtica: su amada.

      Vean, queridos amigos, qué diferencia entre Galatea estatua y Galatea mujer. La individualidad de la estatua hubiera seguido siendo precaria: nacía de una convención, un acuerdo entre humanos que ven en ella una figura humana mientras que el principio activo de Galatea mujer es algo interior o intrínseco, algo que no han inventado los hombres, sino que se lo han dado «los dioses».

      Así los seres vivos, aun los más pequeños y despreciables, poseen un principio de individualidad, un principio anímico, alma de planta o de bruto, irreductible o factor alguno que pueda ser dividido o parcelado. Un árbol, como un gusano, como un pez, es «un» ser. La piedra puede ser dividida, no pasa nada. No así el árbol, ni el gusano, ni el pez.

      Dejemos, pues, a las piedras que entierren a las piedras y tratemos nosotros de no ser piedras, o de no hacer como si lo fuésemos. Lo que me preocupa a mi no es el ser de las piedras, sino que, ante las cosas que pasan, nosotros seamos piedras o al menos, lo parezcamos.

 

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