Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Partidarios de la guerra

 

El Diario Vasco, 1960-06-19

 

      Â«Todo tiene su tiempo: hay tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de herir y tiempo de curar; tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de guardar y tiempo de tirar; tiempo de amar y tiempo de morir».

      Así se expresa el Cohelet y su letanía se prolonga, fatídica e inexorable, como si quisiera mostrarnos la urdimbre de contradicciones de que está tejida nuestra existencia en el tiempo y en el espacio.

      Â«Tiempo de amar y tiempo de morir» es el título que el escritor Remarque ha elegido para su último «film» pacifista.

      Cómodamente instalados en nuestra paz de vía estrecha —símbolo: la butaca del cine—, hemos visto esta película, no más espeluznante que otras del mismo género, con la secreta, egoísta e irracional ilusión de que los horrores que en ella se presentan no han de alcanzarnos, ni a nosotros ni a los nuestros.

      En realidad, no tenemos ningún derecho a forjarnos semejante esperanza. Si hemos de escuchar a ciertos pájaros agoreros, la guerra tiene que estallar, no tiene más remedio que estallar de un momento a otro. En realidad debía haber estallado ya en dos o tres recientes ocasiones, y si no lo ha hecho es sencillamente «porque en el mundo occidental faltan el espíritu de justicia, el sentido del honor y las ganas de combatir». Este Occidente «blandengue, laico, democrático y librepensador» no se halla dispuesto a renovar la epopeya de las cruzadas y ahí está, según se nos dice, la causa de nuestros males presentes.

      Aunque parezca mentira, aún existen bastantes personas que razonan de esta manera y que a pesar de la enorme paliza que para la Humanidad y para la dignidad humana fue la última guerra, abrigan el secreto inconfesable deseo de una «cruzada atómica que venga a poner las cosas en orden».

      Incluso a más de un belicoso eclesiástico, digno sucesor de aquellos «teólogos armados» de que nos habla Menéndez Pelayo, le he oído yo expresarse de modo tan poco conforme al espíritu de paz del mensaje cristiano.

      En un pequeño libro, «La idea de paz y el pacifismo», Scheler condensó y combatió las razones de los «belicistas de principio», es decir, de los que sostienen que la guerra es, en sí misma, una buena cosa, una cosa útil y aún necesaria para el progreso de la Humanidad.

      Si no hubiera guerras —dicen los belicistas—, los hombres perderían algunas de sus cualidades más nobles y elevadas; no habría lugar para el heroísmo, es decir, para la bravura, el sentido del sacrificio, la actitud caballeresca, la audacia, el desprecio de la muerte, etc., que son las virtudes características del héroe guerrero.

      Los pueblos se relajarían, se ablandarían, caerían en la vida muelle como Ulises en la isla Ogigia, mecido en los encantos de Calipso.

      Algunos de estos defensores de la guerra citan la teoría darwiniana de la selección como un argumento en favor suyo, pues la guerra sirve, según ellos, para que los fuertes se impongan y los débiles puedan ser eliminados. Se hace valer asimismo el valor educativo del ejercicio y la práctica militar y se dice que la guerra es el medio principal por el cual las culturas más potentes superan a las culturas inferiores y que sólo gracias a ella el espíritu triunfa históricamente sobre la materia.

      Nunca dejan de repetir estos señores las palabras de Cristo, interpretadas por ellos carnalmente: «No penséis que vine a poner paz sobre la tierra; no vine a poner paz, sino espada». «Fuego vine a meter en la tierra». (Mateo 10 y Lucas 12).

      Naturalmente todos estos argumentos encuentran fácil respuesta en Scheler: existen formas de heroísmo pacífico y de heroísmo cotidiano que son muy superiores al heroísmo guerrero, realizado en un instante de paroxismo o de desbordamiento vital; las armas modernas de guerra nada tienen de caballeresco; la guerra moderna, que es, sobre todo, guerra económica, guerra de hambre, guerra de ideas, guerra de propagandas, miseria colectiva y destrucción masiva de inocentes, no educa ni ennoblece, sino todo lo contrario.

      El argumento de la debilitación y el ablandamiento de los pueblos no conserva sentido, en un momento en que éstos tienen enormes tareas ante sí, aunque no sea más que para hacer frente a los problemas de desarrollo y crecimiento demográfico.

      La teoría darwiniana de la selección, aplicada a la guerra y a los fenómenos sociales, se halla hoy completamente en entredicho. En el pasivo de las guerras hay que anotar la destrucción de grandes y maravillosas culturas que merecían haber sobrevivido, pero que fueron aplastadas por brutales invasores.

      No he de explanar aquí las demás razones de Scheler; no hay espacio para ello.

      Pero si quisiera hacer notar que, pese a las enormes lecciones del pasado, pese al cine y a la literatura pacifista, pese a las enseñanzas de los Papas y de muchos filósofos y dirigentes religiosos, aún quedan, como una constante de la Historia, partidarios sistemáticos de la guerra, «ultras» de la espada y del cañón, dispuestos a saltar sobre el rebaño de los débiles y pacíficos para enseñarnos el camino del heroísmo.

 

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