Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Desconfianza en la ciencia

 

El Diario Vasco, 1960-08-14

 

      Nada más lejos de la auténtica busca de la verdad que la pura diversión intelectual. La ciencia suele ser a menudo un juego: vemos a un sabio aparentemente sumergido en profundas investigaciones y, en realidad, se está divirtiendo como si resolviera palabras cruzadas.

      La ciencia suele ser frecuentemente, como decía Unamuno, una manera como otra cualquiera de no mirarle cara a cara a la Esfinge.

      Sólo cuando se ha superado este género de «diversión», más o menos erudita, cabe emprender la gran aventura de la genuina sabiduría.

      Esto explica, por ejemplo, el que Agustín de Hipona, que era un excelente profesor de retórica, aunque sus discípulos no siempre se lo reconociesen, mandara a paseo un buen día este arte discutible. «Dejemos estas cosas inútiles —se dijo— y dediquémonos por entero a la investigación de la verdad». Hay en la frase anterior una afirmación tácita: más allá de todos los artificios y habilidades dialécticas existe una verdad que el hombre debe buscar por sí mismo.

      También Pascal abandonará a un momento dado el análisis, la física y la geometría —ciencias en las que, por cierto, había realizado descubrimientos de primer orden— para ponerse a profundizar en su propio destino.

      Esta especie de negación inicial, este abandono de todo saber menor que no contribuya a dar solución al problema de nuestras ultimidades, es el punto de arranque, algo parecido al «para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada» del fraile carmelitano.

      Pese a las apariencias, la crisis del pensamiento contemporáneo es una crisis religiosa. Hoy sabemos, o sabe el hombre, una enormidad de cosas, más cosas que nunca haya llegado a saber; pero, al mismo tiempo, está persuadido de que todas esas cosas no le sirven para casi nada, por lo menos para nada definitivo y absoluto.

      Cuando el hombre del Renacimiento lanza al mundo la terrible noticia de que la Tierra da vueltas alrededor del Sol, contra lo que todos creían, se inicia una crisis de desconfianza de la que la Humanidad no ha salido ni, tal vez, pueda volver a salir nunca. Ahora ya nadie cree que nada dé vueltas alrededor de nada.

      A mi juicio, el científico, con un bagaje de conocimientos muy superior al de otros tiempos, tiene mucho menos confianza en el valor cognoscitivo de su propia ciencia. La misma matemática ha pasado de ser un quehacer especulativo, capaz de revelar realidades trascendentales, a convertirse en una ciencia meramente instrumental y en gran parte estadística.

      El hombre de hoy se encuentra, pues, en un estado de desconfianza, con la «nada» entre las manos, como quien dice. Es un menesteroso total, porque carece absolutamente de aquello que absolutamente necesita.

      Es posible que estas afirmaciones puedan parecer exageradas porque la realidad de tal situación queda enmascarada por un intenso cúmulo de banalidades. A la postura sapiente ha sucedido, como dice Ortega, una postura nesciente. En suma, muchos no sólo no saben, sino que ni siquiera pretenden saber nada importante sobre el problema concreto del destino personal.

      Observo que en muchos medios científicos se abre paso una especie de nuevo fideísmo. Se necesita enormemente una espiritualidad, algo que le libere a uno del círculo fatal, y como ya no se cree en la razón —quiero decir que ya muchos no creen— se inventa una mística que nos permita ir tirando sea como sea. Tal es, a mi modesto juicio, el estado de ánimo de bastantes hombres de ciencia contemporáneos.

 

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