Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La batalla de la paz

 

El Diario Vasco, 1960-11-06

 

      Fueron principalmente los teólogos españoles del siglo XVI, Vitoria y Suárez sobre todo, quienes elaboraron una doctrina de la paz y del orden internacional.

      Ellos proclamaron la igualdad entre todas las naciones —incluso entre la nación india y la nación española—, el derecho de todos los hombres y de todos los pueblos a los intercambios de orden comercial y cultural, y las limitaciones de la soberanía de los Estados por el interés común de la sociedad universal.

      En el curso de los siglos esta misma tradición internacionalista ha sido prolongada por numerosos pensadores católicos, todos ellos inspirados por una concepción evangélica de la fraternidad humana, y se prosigue, hoy en día, en la enseñanza de la Iglesia, una materia internacional.

      Ahora bien, toda esa espléndida doctrina resultaría ociosa en el terreno de los hechos si los cristianos nos limitásemos a ser pacifistas especulativos a la par que belicistas prácticos. Por desgracia, abunda en todas partes y en todos los campos este tipo de hombres que, llevando en sus labios la palabra paz está siempre dispuesto a guerrear con cualquiera que se le ponga por delante.

      Ahora bien, cuanto más grande es la distancia entre la doctrina que se profesa y la conducta que se sigue, tanto mayor puede llegar a ser el descrédito de una y otra. La doctrina del Evangelio es, sin duda alguna, un mensaje de paz y de amor, pero nuestro proceder de cristianos suele ser a menudo la cosa más opuesta a esto, por desgracia algo altamente antievangélico y contrario al espíritu de Cristo.

      Claro está que para justificar el belicismo práctico y echar por la borda, en el terreno de las realidades, las proclamaciones teóricas de paz, puede uno referirse a determinados hechos o ideas tales como el pecado original, la trascendencia del reino de Dios y la acción de las fuerzas secretas en la Historia, todo lo cual haría necesario un guerrear continuo e inexorable.

      De esta manera los cristianos verían justificada ante sí mismos su propia belicosidad y podrían decidirse por los medios violentos con plena tranquilidad de conciencia. No debiera ser así, porque estos últimos implican casi siempre contextos históricos cargados de dolor y de pecado.

      La mayor parte de los teólogos católicos opinan que la guerra, a pesar del horror que nos inspira, no es esencialmente injusta, porque el empleo de la fuerza puede ser legítimo e incluso irrenunciable para los Estados en determinadas circunstancias.

      Pero, en realidad, los verdaderos cristianos tiemblan ante la necesidad de recurrir a estos medios violentos. No sienten ninguna inclinación hacia ellos y procuran evitarlos por todos los medios a su alcance. La paciencia y la mansedumbre son, por el contrario, sus armas preferidas.

      Los partidarios de la violencia como fórmula suprema para resolver los problemas de justicia, no deben olvidar que la verdadera batalla de la paz se libra, sobre todo, en el mundo invisible y misterioso de las conciencias y que la dureza de corazón nunca llega a levantar edificios duraderos.

 

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