Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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«Che» Guevara

 

El Diario Vasco, 1967-10-29

 

      La muerte de este valiente que se llamó, o le llamaron, el «Che» Guevara, plantea, una vez más, sobre el tapete del mundo la tragedia interior del continente americano. La guerrilla boliviana no es un incidente episódico y aislado en el ámbito americano. Se trata más bien de un fenómeno endémico, de ascendencia típicamente celtibérica. nadie me negará que el «Che» Guevara era un auténtico celtíbero y que la gesta de los actuales guerrilleros americanos tienen bastante que ver con la de aquellos otros epopéyicos luchadores —los inventores de la guerrilla— que en el siglo XIX pelearon contra el invasor en tierras españolas. Quizás el Napoleón de hoy no está en París, como muchos suponen un poco grotescamente, sino en la Casa Blanca.

      La insurrección armada es el método normal de aquellas gentes desde hace muchos años, desde siempre en realidad. En aquellas tierras la violencia es promovida en la mayor parte de los casos desde arriba, por caciques y generales ambiciosos, y mantenida por dictadores, más o menos bandolerescos, a costa de mares de sangre. En otros casos —los menos— son los desesperados, los proscritos, los desposeídos y hambrientos quienes promueven desde abajo la insurrección popular y terminan casi siempre en el monte, acorralados como fieras. Esta triste historia de la guerrilla americana se ha desarrollado en un escenario de miseria y de hambre durante tiempo y tiempo, hasta que ha llegado la insurrección científica, la táctica leninistas de la guerra revolucionaria y las cosas se han complicado bastante.

      Ciento setenta y nueve golpes de Estado ha habido en Bolivia concretamente desde 1825 hasta nuestros días. La guerra del Chaco, que fue provocada por la rivalidad de intereses entre los trust petroleros americanos instalados en Bolivia y los ingleses con feudo en Paraguay, costó 80.000 muertos a los bolivianos y 50.000 a los paraguayos. El resultado fue que la Standard Oil se quedó con la zona petrolífera. Dos mil muertos costó el derribo del nazi Villarroel en 1946, y mil quinientos trajo consigo, entre una cosa y otra, la implantación de Paz Estensoro en 1952. Luego vienen en 1964 las grandes luchas entre el Ejército y los mineros, seguida de una represión feroz. Así, en abril de 1967 aparece una guerrilla activa y bien pertrechada, sostenida por Fidel y acaudillada por Guevara, en los montes de Sierra Nancahuzu, a la cual acuden a incorporarse, también esta vez, los perseguidos y los desesperados de las luchas anteriores.

      Trescientos mil muertos cuestan en Colombia la guerra entre liberales y conservadores, y sus inmediatas secuelas hasta 1958 bajo el reinado del infausto Laureano Gómez. Desde entonces puede decirse que la insurrección armada no cesa en aquel país, llevada adelante con mayor o menor fortuna por las FARC (fuerzas armadas revolucionarias colombianas) y el ELN (ejército de liberación nacional).

      En Guatemala, a pesar de la muerte del jefecillo «Chino Arnoldo», los guerrilleros siguen pululando a la espera de una mejor ocasión. En el Perú, la «guerra anti-subversiva» llevada a cabo, bajo dirección yanqui, por tropas de diferentes países iberoamericanos (la operación Ayacucho) no ha podido tampoco terminar con el fenómeno insurreccional.

      Â¿Cómo puede creerse, pues, lo que se ha dicho, de que con la muerte del «Che» Guevara se acaban todas estas conmociones y muere el castrismo en América?

      Hay causas más profundas que las puramente accidentales que motivan este estado de cosas. Mientras no se lleven a cabo en la sociedad aquellas reformas «urgentes», aquellas «transformaciones audaces y profundamente innovadoras» de que nos habla la «Populorum Progressio», no hay que esperar que desaparezcan esos estados de subversión endémica.

      Pero existen serios motivos para desconfiar del reformismo mientras no dé mejores resultados que hasta ahora. En este sentido el documento suscrito por diecisiete obispos del tercer mundo, entre ellos varios sudamericanos, constituye un serio motivo de meditación. Condenan estos prelados las «revoluciones de palacio», las cuales «no conducen sino a un cambio de opresión del pueblo». Y declaran que «la historia muestra que ciertas revoluciones eran necesarias y que si son rescatadas de su antireligión momentánea, producen buenos frutos».

      Claro está que no todos los obispos americanos piensan de esta manera y que —como dice el P. Alting von Geusau en una información en Roma— la Iglesia da muy frecuentemente en Iberoamérica la impresión de comportarse como un propietario más y de estar coaligada con los gobiernos y con algunos poderes extranjeros.

      El asunto es sin duda muy complicado —todo lo es en este miserable mundo, pero esto no justifica que nos echemos a dormir—. Merecería sin duda la pena de que los estudiásemos más detenidamente. Pronto tendremos quizás la oportunidad de hacerlo.

 

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