Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Marxistas y cristianos ante la violencia

 

Conferencia pronunciada en el Centro Parroquial de la Florida (Hernani), 1968-04-25

 

      Un examen superficial de nuestras ciudades, de nuestros pueblos, de nuestras sociedades, del mundo civilizado —de lo que llamamos el mundo civilizado— podría inclinarnos a la idea de que el hombre contemporáneo ha superado la violencia. Podríamos creer que una vez establecido un orden, un orden jurídico, que ampara los derechos de las personas, ya no rige la ley de la «Jungla», que ya la gente, no se toma la justicia por su mano, y que, en definitiva, exceptuando algunas zonas del planeta donde hay conflictos y guerras, nuestro mundo ha llegado a una situación de estabilidad, en la que la violencia, ese fenómeno humano de todos los tiempos, que llamamos la violencia, ha pasado ya definitivamente a la historia. Sin embargo, si nos fuera dado penetrar más a fondo en la contextura interna de nuestras sociedades, y analizar las relaciones invisibles, existentes entre los hombres dentro de cada una de esas sociedades o entre todas ellas, en el conjunto de la sociedad mundial, veríamos que ésta se encuentra llena de violencias, de tensiones, de fuerzas que se ejercen, opresoras, de unos hombres sobre otros hombres; que la abundancia de unos, se mantiene gracias al aparato de fuerza que ejercen consciente o inconscientemente sobre otros, mientras que la miseria de éstos persiste por causa de su propia impotencia.

      Descubriríamos multitud de conflictos, interiores a esas sociedades, conflictos de todas clases: diferencias entre pueblos ricos y pobres; entre pueblos muy desarrollados y pueblos infradesarrollados; luchas y odios raciales; enormes diferencias de clases; grandes injusticias. Desigualdad de oportunidades ante la vida, países en que la vida media es de veinticinco años, mientras que en otros, es de cincuenta; desigualdades en la instrucción, y en el nivel de vida, en las posibilidades de desarrollo humano. Y todo eso mantenido bajo situaciones aparentemente de orden, pero en realidad de violencia. En ese sentido, ha dicho Péguy, que la violencia del orden es peor muchas veces que la violencia del desorden.

      Así pues, nosotros vamos hablar hoy de este tema de la violencia, que es un tema apremiante para nosotros. Es un tema hasta cierto punto urgente, porque mucha gente siente hoy su conciencia turbada ante este problema. Habiendo percibido los estados de injusticias en que vivimos, en que vive prácticamente toda la humanidad, puesto que el mundo está lleno de estos estados de injusticia, por unas razones o por otras, hay muchas gentes que se dan cuenta de lo que ocurre y siente una turbación profunda en sus conciencias. La violencia turba en efecto, las conciencias. Turba las conciencias de todos. turba, en primer lugar, las conciencias de los mismos que la ejercen, aunque estén persuadidos de que lo hacen por una causa justa, porque el ejercicio de la violencia, turba siempre la conciencia deja un remordimiento, un sentimiento de inseguridad en el que la aplica. Por otra parte, el que sufre la violencia, el que más o menos resignadamente la soporta, éste también tiene su conciencia turbada, porque siente, tiene un sentimiento de inferioridad, de oprobio, de la propia indignidad, y por otra parte, se revelan en él fuerzas interiores que le invitan también a la violencia, a oponer la violencia contra la violencia, a tomarse la justicia por su mano, y aun ése otro que pretende estar al margen de todo, ése que se declara explotador neutral de las luchas sociales, ése que se cree libre de violencia, éste también siente su conciencia turbada, porque ante los hechos de violencia que se producen en el mundo, él experimenta su propio egoísmo, su propia cobardía. Y a su vez se le plantea también el problema de conciencia de la actitud que él debe tener ante los estados de injusticia.

      Así pues, la violencia plantea multitud de problemas de conciencia, es un problema de nuestro tiempo, es un grave problema moral de nuestro tiempo. Y yo voy a hablar de él, aunque es muy complicado éste problema y de ninguna manera puede reducirse a fórmulas sencillas, como quisieran algunos, pequeñas fórmulas moralísticas, en las que, en dos palabras, le digan a uno cómo hay que proceder, hasta donde se puede llegar en la violencia, o qué clase de violencia se puede o no se puede hacer en la sociedad. No es la cosa tan simple. El problema, es muy complicado, tiene multitud de facetas, y no disponemos hoy de tiempo para tratarlo en toda su extensión. Yo, a la fuerza, voy a tener que simplificar. Desde luego, solo voy a ocuparme de ese tipo de violencia que pudiéramos llamar, la violencia política, porque en la política la violencia, ha jugado siempre históricamente un papel muy importante, y la historia nos muestra que en todas las sociedades el desarrollo de la política tiene un tejido interior de crímenes, de opresiones, de coacciones, de torturas, etc., y esto en todos los tiempos. Ha habido siempre una trama sórdida y sangrienta en la base secreta de la historia. Y dentro de la violencia política, la cual comprende, por ejemplo, el caso de la guerra, y el caso de la opresión política, yo voy a ocuparme de la violencia revolucionaria. Voy a tratar de plantearles a Vds. las diversas posiciones, unas ideológicas y otras efectivas, puesto que hay hombres que hacen la violencia y que mueren en el ejercicio de la violencia o quizás víctimas de la violencia. Ahí tenemos a Che Guevara, ahí tenemos a Camilo Torres, y ahí tenemos todavía mucho más recientemente a Luther King, que siendo él no violento activo, ha muerto víctima de la violencia. No se trata, pues, de hombres que tengan unas ideas y que hayan escrito unos libros —aunque también los han escrito—, sino que se trata de hombres que han llevado al terreno práctico sus convicciones y que las han vivido. Y estos casos ponen todavía más de relieve la urgencia del análisis que nos proponemos hacer.

      Evidentemente, revolución y violencia son dos cosas distintas, aunque en la mente de la gente estas dos cosas se confunden hasta cierto punto. Se piensa que la revolución, ha de ser necesariamente violenta, y de hecho prácticamente puede decirse que sí, que en la inmensa mayoría de los casos la revolución tiene que ser violenta. Pero el concepto mismo de revolución no entraña la idea de violencia. La revolución es un cambio profundo y rápido de una sociedad. No nos referimos aquí, claro está, a las revoluciones metafóricas, la revolución industrial, la revolución técnica, la revolución científica, ni tampoco a lo que los Obispos del Tercer Mundo, han llamado «revoluciones de palacio», es decir, estos cambios de hombres en el poder, pero no de estructuras en la sociedad. Nos referimos a la revolución en toda su profundidad, en toda la profundidad de la idea moderna de revolución, que ha introducido el marxismo, que ha introducido Marx. Ahora bien, los cambios estructurales pueden realizarse en una sociedad por medios legales, dentro de una situación de orden establecido. Esto no plantea el problema de la violencia. Esto no es la revolución, esto es la reforma. Y ya desde los primeros tiempos de la época social moderna, ha habido siempre discusiones entre los hombres preocupados por los temas sociales sobre si se debía seguir el camino de la reforma o el camino de la revolución. La revolución supone un cambio profundo, y decide un cambio profundo, quiere decir un cambio en las estructuras sociales, en las estructuras mismas que relacionan a los hombres en el orden económico, y después también en las superestructuras que son una consecuencia de esas estructuras, pero éste cambio sólo es revolucionario cuando se produce de una manera rápida y hasta cierto punto con ruptura y con destrucción de un orden legal existente. Se sustituye ese orden por otro orden nuevo, pero el orden anterior queda destruido, y ésta es la revolución.

      Camilo Torres, define la revolución como «la presión, la fuerza que se ejerce para llegar rápidamente a un cambio de estructuras». Se trata, dice Camilo Torres, de «cambiar la estructura de la propiedad, de las rentas, de las inversiones, del consumo, de la educación y de la organización administrativa del país». Lo que él concibe en su país como revolución, es esto. Su país es Colombia, país donde se plantean problemas de injusticia social enormes, por el gran retraso en que una gran parte de la población vive, y la enorme desigualdad, la enorme injusticia de esta desigualdad. En esa situación, él ve la necesidad de efectuar un cambio profundo, que alcanza a todas esas esferas a partir de las esferas económicas, hasta llegar también a las esferas de la cultura y de la educación, es preciso transformar toda la sociedad. Esto es la revolución. Claro que es muy difícil, que un cambio tan profundo, se realice sin violencia; el hombre lleva inherente a su propia condición este hecho de la violencia. Es algo que va unido a nuestra condición humana, no es algo que se haya superpuesto a ella, es algo que todo hombre lleva dentro, esta tendencia a la violencia, a solucionar las cuestiones, no solo por la fuerza, sino también con la ignorancia del derecho y de la libertad del otro. Así entonces estos cambios bruscos chocan, claro está, con las minorías poseyentes o dominantes, las cuales difícilmente están dispuestas a abandonar su situación de privilegio y es raro el caso de que se pueda llevar adelante una revolución sin que se produzcan actos de violencia. Pero la revolución, de suyo, no exigiría la violencia. En un mundo angélico se podrían hacer revoluciones sin violencia. Pero en un mundo de hombres, es muy difícil imaginarse que haya revoluciones sin violencia. Después de Freud y de Marx, si algo ha quedado claro es que debe desecharse el angelismo, es decir la idea de que los hombres pueden funcionar como ángeles y la sociedad humana puede responder exclusivamente a la razón y a la lógica. Está siempre presente la violencia ahí, el peligro, la tentación, o la amenaza de la guerra. Pero ¿qué es la violencia?. ¿La violencia es acaso la fuerza? no. La violencia no es simplemente la fuerza. La fuerza es necesaria en las relaciones humanas. Los padres tienen que hacer cierta fuerza sobre sus hijos; los gobernantes tienen que hacer, en toda clase de sociedades, cierta fuerza sobre los gobernados. Lo demás el aparato social, no podría subsistir; esa fuerza establece la cohesión del aparato social, y esa fuerza es necesaria. La fuerza, por sí misma, no es violencia; una fuerza justamente aplicada, no es necesariamente violenta. ¿Cuándo, pues, hay violencia?. Cuando se ejerce sobre un hombre o sobre una colectividad para arrancarlos aquello que ni la palabra, ni el diálogo, ni la razón, ni el derecho, ni la moral permitirían obtener de ellos. Por la fuerza se les arranca algo que no se les podría arrancar por el convencimiento ni por la razón, ni tampoco respetando las exigencias de la moral. Se hace violencia a un hombre, cuando se le trata como a una cosa; es decir, como a un objeto material, como a un simple instrumento para obtener algo que se desea, y no como a una persona, no como a un ser libre y responsable que tiene su propia esfera de autonomía y de acción. Entonces, cuando se trata a los hombres como cosas, cuando la fuerza pasa de ciertos límites y trata al prójimo como si fuera una cosa y le arranca y obtiene de él aquello que de otro modo no podría obtener, y lo obtiene como lo obtendría un animal o lo obtendría de una cosa, de un mineral, entonces hay violencia de la persona. Ahí se viola a la persona. Hay violación de la persona cuando se arranca de ella algo que esa persona podría, si quisiera, dar libremente, pero se le arranca a la fuerza, sobrepasando los límites del derecho y de la moral. Ahí empieza la violencia.

      Violencia es toda iniciativa que priva al otro de reflexión, de juicio, de posibilidad de diálogo y de poder legítimo de decisión y le obliga por la coacción física o por la coacción sicológica, por la amenaza, por el temor o por la fuerza, a someterse a decisiones extrañas a él mismo, y que debieran ser fruto del propio convencimiento. En nuestras sociedades modernas, la violencia política, tiene innumerables nombres, y se manifiesta en direcciones muy distintas; no actúa sólo en una dirección, actúa en todas las direcciones, actúa de arriba a abajo y de abajo a arriba, y actúa horizontalmente. La violencia se llama hoy guerra, opresión, guerra revolucionaria, terrorismo, crimen político, represión, guerrilla, imperialismo del dinero, intimidación policíaca, tortura, dictadura, explotación, segregación social. El repaso de estos nombres puede ser quizás más expresivo que cualquier definición que pudiéramos intentar dar de la violencia.

      Si tuviéramos tiempo de examinar y de analizar cada uno de estos casos, de los hechos que corresponden a estos nombres, veríamos que en cada uno de ellos hay un empleo abusivo de la fuerza, a consecuencia del cual, las personas o las colectividades no son tratadas ya como entidades humanas, sino como puros objetos a los que se les aplasta, se les exprime, se les retuerce, para sacarles lo que se necesita, o se les destruye pura y simplemente, como el caso de la bomba atómica, si constituyen un obstáculo a nuestro paso. Ahora bien, lo trágico del caso es, que muchas personas no ven éste panorama de la violencia completa, sólo ven algunos aspectos exteriores de la violencia. Ven la violencia en un hombre que maneja un fusil o una ametralladora, pero no la ven en una situación de injusticia o de opresión o de miseria, que ha llevado a ese mismo hombre a la desesperación. Así, por ejemplo, muchas gentes, han visto la violencia de los argelinos en su lucha con los franceses, y el terrorismo argelino les ha colmado de indignación y escándalo, pero no han visto el estado de opresión en que vivía el pueblo argelino, reducido no solamente a un estado de subordinación aún pueblo extranjero, lo cual es ya una situación muy triste, sino además ocupando en aquella sociedad las escalas más inferiores y constituyendo un verdadero subproletariado en su propio país. Algunas personas han visto la violencia, cuando Fidel Castro ha hecho la guerrilla, se ha impuesto por la revolución, pero no han examinado la situación anterior de Cuba, cuando una enorme desigualdad de situaciones hacía que, mientras unas personas sobreabundaban en riquezas, otras yacían en un estado de miseria y de ignorancia terrible, y además todo el país yacía también en un estado de miseria, porque el monocultivo, el hecho de que Cuba viviera de un sólo producto, el azúcar, no fuese capaz de producir ninguna otra cosa y hubiere de vender su producto al precio que mercado internacional le permitía hacerlo, daba lugar a que la situación de Cuba, fuera una situación de profunda injusticia, de profunda opresión, y de profunda violencia. En realidad, violencia. Lo que pasa es que ésta otra violencia, era menos visible que la violencia que vino después, y que, en el fondo, era la misma violencia prolongada. Y así, por ejemplo, en África negra se han visto los actos de violencia de los negros congoleños, cuando poco después de su liberación, organizaron matanzas de blancos, pero no se había visto la violencia de los blancos que durante un largo período de muchos años, del siglo quizás, habían estado ocupando aquellas tierras y destruyendo la cultura de aquellos pueblos.

      Y naturalmente esta violencia, no cuenta para mucha gente, solo ven la violencia efectiva cuando llega a su extremo, cuando ya explota la violencia en la calle, pero no conciben la existencia de la verdadera violencia invisible, la violencia opresiva, la misma violencia estructural. Porque hay un tipo de violencia que no viene de unas personas determinadas, de la cual no se puede culpar a persona determinada, sino que viene de las estructuras mismas de la sociedad; las cuales son el fruto de pecados, de muchos pecados, de muchos hombres egoístas que han construido la sociedad de una manera que a ellos les permite mantenerse en una situación privilegiada, mientras otros quedan reducidos a la mínima expresión del vivir humano. En esas estructuras hay una violencia que podríamos llamar estructural, de la cual no se puede culpar precisamente a unas determinadas personas, porque además, esas estructuras son un producto de la historia; pero el hecho es que esas estructuras son oprimentes, y hay mucha gente que no lo ve, quizás porque no tienen un conocimiento suficiente en estas cosas, porque no se han puesto a analizarlas o porque, en definitiva, a esta gente esas estructuras no le molestan, porque les va bien dentro de ellas.

      Y lo mismo podría decirse de los negros norteamericanos. Cuando los negros norteamericanos se producen en forma violenta, hay mucha gente que ve ésta violencia de los negros, ahora, pero no ve el hecho de violencia que supone la persistencia de una situación de segregación, durante tanto y tanto tiempo, ignominiosa, tan denigrante, tan rebajante para el nivel de las personas que la sufre. Así que, estas personas, no ven mas que un aspecto de la violencia, y se vuelcan contra ese aspecto de la violencia y condenan esa violencia física inmediata y en cambio, no ven el otro aspecto interior, invisible de la violencia.

      Una violencia enorme es, por ejemplo, la situación del mercado mundial actualmente, pero esa violencia hay muy poca gente que la vea. El mercado mundial está controlado por los países poderosos. Los países débiles, éstos, los mas pobres, los menos desarrollados, éstos países que a lo mejor son países de una economía unitaria, es decir, que son países de un sólo cultivo, de una economía muy reducida, que producen un sólo producto, tienen que vender este producto en el mercado mundial, al precio que les imponen las naciones poderosas, y sufren todas las fluctuaciones del cambio, de tal manera que cuando las naciones ricas quieren o por cualquier causa les conviene, pueden fácilmente dejar reducida a la inoperancia completa la economía de esos pueblos. Hay una gran injusticia en ese mercado, porque ese mercado está conducido de manera que sirve a los intereses de los pueblos ricos; y claro está, esto es un estado de violencia. Y sin embargo éste estado de violencia, no se ve, y a lo mejor los que participan en él ni siquiera tienen conciencia del mismo. A lo mejor todos estos financieros se consideran hombres pacíficos y no quieren que sus niños jueguen a soldados, porque dicen que esto es violento. Y sin embargo ellos son, aún sin tener conciencia de ello, agentes de una violencia más poderosa a lo mejor que todos los ejércitos, porque en definitiva esa presión económica invisible es una grave forma de violencia de alcance mundial. Así, por tanto, no se trata en general de elegir entre la violencia por una parte y por la otra el orden, la tranquilidad, la justicia, etc., porque si esta elección fuera así, ¿quién podría dudar de elegir por una parte el orden, la justicia y la paz, y por otra la violencia?. Todo el mundo elegiría, el orden la justicia y la paz, pero por desgracia en las situaciones humanas casi siempre se trata de elegir entre dos formas de violencia.

      Y ocurre muchas veces que el querer rechazar un género de violencia equivale a aceptar la complicidad o la participación por el otro género de violencia. Este es precisamente que se emplea, que se ha empleado siempre contra los pacifistas, los enemigos absolutos de la violencia. El pacifista rechaza toda forma de violencia, y en cualquier caso se opone radicalmente al empleo de las armas. Yo también soy pacifista, pero no sé si podré explicar hoy mi posición —no sé si tendré tiempo—, porque la cosa no es tan simple, y a los pacifistas siempre se nos ha echado en cara esto diciéndonos: claro, Uds. dicen que no hay que usar las armas, dicen que no hay que hacer violencia, pero Uds. lo que hacen de esta manera es servir a otra forma de violencia. Este es un problema peliagudo para los que, como yo, queremos mantener posturas de no-violencia. Y lealmente no quiero ocultárselo a ustedes.

      Por ejemplo, el caso del que se niega a tomar las armas en un pequeño pueblo contra un invasor poderoso. Este dice que no toma las armas porque él no quiere hacer violencia; pero al no hacer violencia, al no tomar las armas para defender a su pequeño pueblo, resulta que se hace cómplice de las violencias que después el otro, el invasor, realizará allí; él se ha hecho cómplice de las violencias del otro, del invasor. Llega el invasor. Supongamos que es un invasor violento, un invasor odioso que realiza multitud de violencias en aquel pueblo, y el que no ha querido tomar las armas para defenderse, se ha hecho cómplice de las violencias del otro. Tengo que confesar que la cosa no es tan sencilla. Parece que no basta decir «no tomemos nunca las armas». No. Porque entones puede resultar que a lo mejor nos hagamos cómplices de violencias más grandes. El pacifista, en este caso, ha hecho el juego de la otra violencia, y una violencia mayor.

      Otro ejemplo. El negro que en Rhodesia diga, por ejemplo: «no vamos a enfrentarnos, nos someteremos, aceptaremos esta situación», y acepte la situación de discriminación, ¿no resultará que se hace cómplice de las violencias que luego se realizan sobre otros hermanos suyos a los que oprime e incluso él mismo termina por oprimir a sus propios hermanos, porque habiéndose hecho cómplice de ese poder discriminatorio, él también después acaba por participar en la misma opresión contra los otros. Así casi siempre que hay abusos de poder, aquellos que declarándose pacifistas, no quieren reaccionar contra esos abusos, finalmente acaban por hacerse cómplices de los propios abusos, y la violencia que se produce es entonces mayor.

      En el Norte del Brasil, la vida media es de 26 años; y el 40% de los niños mueren antes de un año de vida. Este simple dato estadístico les demuestra a ustedes el estado de miseria, en que vive aquella gente. En cambio, en las ciudades del Brasil la gente vive en un estado de opulencia grande, en un estado de desarrollo muy superior incluso al nuestro, porque en esas grandes ciudades de Sudamérica respiran un ambiente de desarrollo, de abundancia, de riqueza, de placer extraordinario.

      Entonces, ¿dónde está la verdadera violencia? ¿En el hombre que dice que esta situación es intolerable, y que hay que hacer la revolución para lograr sacar de su situación de miseria a la pobre gente, o en los que proceden de manera que esa miseria se prolongue indefinidamente, sin que se le vea salida posible? Para que no sigan muriendo niños todos los años, muchos miles de niños ¿no sería mejor que muriesen algunos guerrilleros, si es que esto es una manera de solucionar el problema?

      ¿No será mejor que muriesen algunos hombres en una revolución, para remediar aquel estado de cosas? ¿No es mayor la violencia de los que están allí sobreabundando, de los que allí no se enteran de la miseria, de los que no quieren hacer la revolución? ¿No es mayor la violencia de éstos que la de los Camilo Torres o de los Che Guevara, que hacen su correspondiente revolución para ver si consiguen salir o hacer salir a esos pueblos de la miseria y establecer unos regímenes más justos? Repito que yo no soy partidario de la violencia propiamente dicha, que creo que esta argumentación que acabo de exponer no agota el problema; pero se la expongo a ustedes así, para que vean la fuerza que tiene ese modo de argumentar.

      Así pues, la violencia está en todas parte, la violencia no está sólo en una parte, la violencia está envolviéndonos. Nos envuelve, penetra dentro de nosotros mismos, y hay una necesidad enorme de andar con pies de plomo cada vez que se habla de estas cuestiones, porque de lo contrario, al tomar posturas absolutas, se puede incurrir en injusticias muy grandes. La violencia es el antídoto de la libertad, pero hay una paradoja extraordinaria y es que hay mucha gente que se propone buscar la libertad por medio de la violencia. Se hace la violencia para encontrar la libertad, y es aquí donde empiezan las diferencias de criterios, porque mientras hay unos que piensan que por medio de la violencia se puede lograr la libertad y la justicia, hay otros que dicen que por medio de la violencia no se puede lograr nunca nada más que la violencia; que la violencia no lleva nunca a una situación de verdadera libertad, que la violencia sólo lleva a otra situación igual o mayor de violencia.

      Ahora podemos analizar las posturas que, como ya he dicho al principio, este tema es muy largo y no quisiera que mi conferencia fuese muy larga. De manera que es muy posible que tenga que cortarlos en un momento dado, porque mi exposición un poco lenta forzosamente, como Vds. ven, no va a poder llegar a cubrir la totalidad de mi plan. Vamos a ver primeramente cuál es la posición de los marxistas frente a este problema.

      Evidentemente los marxistas no defienden ni han defendido nunca la violencia por la violencia. Es decir, los marxistas no han defendido nunca que haya que organizar un baño de sangre para vengarse de la opresión de los ricos, que haya que dejarse llevar del odio para triturar a los ricos que les han estado oprimiendo a ellos. Eso no es marxismo. Será odio social o lo que se quiera, pero eso no es marxismo. El marxismo no defiende la violencia por la violencia. El marxismo defiende la violencia como medio de llegar a una sociedad mas justa, poniendo fe en la afirmación de que la violencia puede llevar a una sociedad más justa. La violencia es un medio. Si la violencia fuera un fin, entonces realmente el marxismo, sería una monstruosidad, pero todavía Mao Tse Tung, por ejemplo, se defiende de la acusación que se le hace de que él sostiene la violencia por la violencia. «Sólo ciertos grupos monopolísticos de algunos países imperialistas que tratan de enriquecerse por medio de la agresión aspiran a la guerra y no quieren la paz —dice Mao Tse Tung—, ellos no quieren la paz, nosotros queremos la paz». Nosotros no queremos la revolución por la revolución, ni la violencia por la violencia, —viene a decir— ni queremos la guerra por la guerra, queremos la [!]

      Somos partidarios de la abolición de las guerras; pero no se puede abolir la guerra mas que por la guerra». Esto es lo que naturalmente podrá ser discutible. Yo, por mi parte, lo considero discutible, pero en fin, yo digo las afirmaciones de él. El afirma esto: «no se puede abolir la guerra mas que por la guerra». He aquí, a mi juicio, la gran paradoja de estas afirmaciones. En todo caso, hay que recogerlas como son; es como decir, no se puede abolir la violencia mas que por la violencia. Es, en este punto, donde podría haber una disparidad de criterios, pero continuemos. «No se puede abolir la guerra mas que por la guerra —sigue diciendo Mao— para que no haya más guerra, hay que coger un fusil. Para suprimir la guerra no hay mas que un medio: oponer la guerra a la guerra; oponer la guerra revolucionaria a la guerra contrarrevolucionaria; oponer la guerra nacional revolucionaria a la guerra nacional contrarrevolucionaria; oponer la guerra revolucionaria de clases a la guerra contrarrevolucionaria de clases».

      Como Uds. ven, no se trata de hacer la guerra por la guerra, se trata de combatir la guerra con la guerra, que es muy distinto que hacer la guerra por la guerra.

      Pero hay una tesis contraria —la analizaríamos si tuviéramos tiempo—, que viene a decir: «Jamás llegareis por este medio de la guerra a la abolición de la guerra; para que no haya mas fusiles, hay que empezar por dejar el fusil». Esta es la otra postura; esta es la postura de Martin Luther King; esta es la postura de la «no-violencia-activa», postura perfectamente desconocida entre nosotros y que casi nadie ha estudiado o tienen de ella una idea completamente falsa. Ya sería hora de que alguien se dedicase a estudiarla. Pero, en fín, la tesis contraria, completamente opuesta a la de Mao Tse Tung es ésta: No se dominará la guerra por la guerra, ni se dominará la violencia por la violencia.

      Para el marxista, por otra parte, la historia tiene un sentido; es decir, que en nuestra fase histórica el progreso tiene una meta que es la destrucción de esta sociedad más justa. Hay una meta clara, y entonces naturalmente el marxista no tiene el menor reparo y hace perfectamente, con arreglo a sus hipótesis, en aplicar la violencia para lograr salvar ese obstáculo. Para destruir esta sociedad injusta y construir otra, hay que emplear la violencia. Y siempre que haya unas condiciones favorables de eficacia, el marxista no dudará de la legitimidad del uso de la violencia. Esto no significa, repito, que sea la violencia por la violencia, ni la violencia por la venganza, ni la violencia por el odio, sino la violencia como única manera de dominar ese obstáculo, destruir esta sociedad mal estructurada y construir una nueva. El marxista parte de la convicción de que las clases poseyentes nunca abandonarán sus privilegios si no es por la fuerza. Y desde luego, hay que decir que esta afirmación no va del todo descaminada, porque muchos que no somos marxistas, también dudamos notablemente de que en efecto los privilegiados vayan nunca a hacer el donativo de sus propios privilegios, si no se sienten amenazados por algo fuerte o por algo poderoso.

      Dice Camilo Torres (que no es comunista, que en sus declaraciones dijo siempre que él era cristiano y no podría nunca ser comunista, aunque podría estar de acuerdo con los comunistas en algunas cosas) «que las reformas que podrían evitar una revolución violenta no vendrán de la iniciativa de la clase dominante, si ésta no prevé males mayores para el porvenir. ¿Por qué es necesaria la revolución? Porque la minoría decidirá siempre de acuerdo con los intereses de su propio grupo y no de acuerdo con los intereses tradicionales de su grupo; decidirá siempre de acuerdo con los intereses de su grupo y no de acuerdo con los intereses de la mayoría». Esto es lo que viene a decir Camilo Torres.

      Volviendo a la postura marxista, ésta parte de una afirmación básica que es la necesidad de la revolución y de la violencia. «En la sociedad de clases —dice Mao— las revoluciones y las guerras son inevitables; sin ellas es imposible tener un desarrollo por saltos de la sociedad, derribar a la clase reaccionaria dominante y permitir a un pueblo la toma del poder». Esta es la postura marxista. No es una postura ilógica, aunque parte de unos postulados.

      Estos postulados son, en primer lugar, que la revolución es necesaria; que hay que destruir una sociedad estructuralmente mal construida y construir otra. En segundo lugar, que la única manera de llevar a efecto este plan consiste en derribar por la violencia, por la guerra revolucionaria a los poseyentes que de otro modo nunca se desprenderían de sus privilegios. Así pues, depositan los marxistas una fe ciega en la fuerza armada, en la violencia armada. Hace falta una cierta fe, porque realmente, ¿quién nos garantiza que la violencia armada nos va a dar resultado? Hace falta una cierta fe.

      «Algunos ironizan —dice Mao— a cuenta nuestra, diciendo que somos partidarios de la omnipotencia de la guerra. Pues bien, sí. La experiencia de la clase obrera es que las masas trabajadoras no pueden vencer a las clases armadas de la burguesía más que por medio de los fusiles. En este sentido puede decirse que no es posible transformar el mundo más que por el fusil».

      Claro está, que éste es una especie de acto de fe, que yo no comparto. Yo no puedo personalmente —ahora he dicho una opinión puramente personal— depositar esa fe ciega en la violencia. ¿Quién me dice que la victoria de la justicia está más próxima y más segura por la fuerza que por otros medios? ¿Quién me dice que la justicia deberá inclinarse del lado de la fuerza o la fuerza del lado de la justicia? ¿Quién asegura a Mao de que los cañones chinos vencerán a los cañones americanos? ¿Quién me dice que los cañones justos serán más poderosos que los cañones injustos? ¿Quién me garantiza que la violencia me llevará al desarrollo justo que yo deseo? La violencia, en último extremo, será el azar, será la duda de una lucha puramente física en la que vencerá el que tenga mejores cañones, no el que tenga más razón.

      Por otra parte, los poderes contrarevolucionarios —hago ahora un poco la crítica de la postura marxista desde mi punto de vista— fortalecen su acción cuando son atacados por la violencia revolucionaria. Es decir, los contrarevolucionarios aprenden mucho.

      Es evidente que los americanos han aprendido mucho estos años en el arte de combatir la guerrilla y que la guerrilla se hace cada vez más difícilmente en América, porque los americanos tienen los cascos verdes, los especialistas en la lucha antiguerrilla, los cuales naturalmente cada vez más expertos en el manejo del sistema, combaten con mayor dureza a los guerrilleros. Es decir, la lucha armada endurece también al adversario. La violencia armada de los revolucionarios, da lugar a que se perfeccione también la violencia armada de los contrarevolucionarios. Por otra parte, (y sigo diciendo rápidamente algunos argumentos, por los cuales me parece que es muy discutible la postura marxista en esta cuestión, y luego tengo que exponer la postura clásica moralista y finalmente la que yo considero sustancialmente cristiana, que para esa sí que no me va a dar tiempo) hay que decir que la apelación a la fuerza, hace perder una parte de la razón al que la tiene; es decir, que si yo discuto y tengo razón, en el momento que apelo a la fuerza, he perdido una parte de mi razón y mi adversario se frota las manos porque me ha llevado a un terreno en el que ya no le importa que yo tenga razón. Si mis reclamaciones son justas frente a la sociedad, pero yo tomo la postura de la violencia, automáticamente el que está arriba, el privilegiado, el poseyente se frota las manos, porque sabe que en ese terreno va a combatir conmigo de igual a igual o incluso en condiciones ventajosas; mientras que, en el terreno de la razón y de la justicia, le hubiera sido muy difícil combatir. Por consiguiente, si yo paso al campo de batalla, pierdo una gran parte de la razón que tengo y los que defienden las causas justas, cuando emplean la violencia, pierden una parte de la razón que tenían.

      Como he dicho, además, la aplicación de la fuerza confía la solución del problema a una causa puramente física, como es la fuerza de los cañones que no asegura nunca que estos cañones serán mas fuertes del lado de la justicia que del lado de la injusticia. Además no se tiene en cuenta la multitud de dolores, penas y fatigas que acarrea a la humanidad la lucha armada. La apelación a la fuerza divide además a la clase oprimida; la divide en dos sectores, porque siempre surgen en la clase oprimida el sector colaboracionista con la clase opresora —esto es inevitable— y la clase opresora procede siempre de tal manera que una parte de la clase oprimida se va con la clase opresora. En fin, esto tendría que explicarlo mucho más despacio pero no hay tiempo. Así pues en la postura marxista partimos del supuesto de que hay una fe ciega en el empleo de la violencia, y que no se duda ni por un momento de que si esa violencia puede ser eficaz, debe ser empleada y debe ser empleada con toda energía, sin pararse en escrúpulos de si han de morir cien o cien millones de hombres, ya que en definitiva la humanidad ganará.

      En cuanto a la posición cristiana, lo que pudiéramos llamar una posición cristiana, hay que distinguir naturalmente una posición moralístico-cristiana, en primer lugar. Los moralistas cristianos han estudiado este problema hace mucho tiempo, como han estudiado también el de la guerra justa. Y admiten la posibilidad, claro está, de una rebelión armada de la misma manera que admiten la posibilidad de una guerra justa.

      El fenómeno de la guerra es la violencia entre los Estados o entre las Naciones, y el fenómeno de la rebelión armada es la violencia entre las clases o grupos que dominan una sociedad. En definitiva, hay cierto paralelismo. Las mismas condiciones, con pequeñas diferencias, que los moralistas cristianos ponen para la guerra justa son las que valen también para la revolución justa. Y ¿qué condiciones son esas?

      La primera condición es la existencia de una causa justa; es decir de un estado verdaderamente intolerable de injusticia, como el que describe la Populorum Progressio en su famoso párrafo 30 en el que dice «hay situaciones en que la injusticia clama al cielo. Cuando poblaciones enteras, desprovistas de lo necesario, viven en una dependencia tal que se les prohíbe toda iniciativa y responsabilidad, toda posibilidad también de promoción cultural y de participación en la vida social y política». Esta sería la primera razón, la justa causa. Ha de producirse, pues, un estado de injusticia patente, y entonces se puede plantear el problema de la revolución. Cuando una situación, cuando un sistema económico o político es incapaz de asegurar el bien común de una sociedad, cuando en esa sociedad hay zonas de extremada miseria como pasa, por ejemplo, hoy en día en algunas regiones de América Latina, entonces es patente la injusticia de ese sistema, ya que un sistema económico-político debe garantizar el bien común y las condiciones mínimas de vida a todos los ciudadanos. Si eso no existe, ya tenemos una causa de revolución. Pero después, los moralistas exigen otras condiciones.

      Exigen además saber si la revolución no causará en sí misma males mayores, mayores daños que los que trata de evitar. Será preciso además que se hayan agotado todos los medios prácticos pacíficos; que se haya llegado a la conclusión de que estos medios no serán eficaces en un plazo humanamente aceptable y razonable y que las puertas están realmente cerradas a todo medio de acción que no sea la violencia. Y finalmente el moralista cristiano todavía pondrá una tercera condición, que consiste en que en ningún caso el revolucionario podrá emplear método inhumanos, es decir métodos en que se viole a la persona, métodos en que se traspase cierto límite del uso de la fuerza. El revolucionario no podrá tampoco torturar, no podrá tampoco emplear esos procedimientos por los cuales a la persona se le trata como cosa. Ni la autoridad lo puede hacer, ni el revolucionario tampoco tiene derecho a hacerlo. Es decir, la revolución exigirá como la guerra una cierta limitación en los medios. Esta sería sintéticamente expresada la posición de los moralistas cristianos en relación con el problema de la revolución. La revolución violenta puede ser legítima, si hay una justa causa, si no produce daños mayores que los que trata de corregir, si no hay otra salida que la violencia y si emplea medios que sean aceptables para la conciencia humana, que no impliquen violación y destrucción esencial de la persona. Desgraciadamente esta teoría no ha sido aplicada, y los que dicen que la Iglesia casi siempre se ha colocado del lado contrarevolucionario, creo, pienso, que tienen razón, porque si se repasa la historia, muy raras veces o ninguna quizás se ve que la Iglesia se haya puesto del lado de los revolucionarios. Se ha puesto alguna vez del lado de algunos revolucionarios, pero daba la casualidad de que estos revolucionarios eran los que favorecían precisamente los intereses mismos de la Iglesia, y naturalmente, esto no interesa y no es la revolución de que estamos hablando.

      Hoy en día se está operando, sin embargo, un cambio profundo porque la Iglesia subsiste también al otro lado del llamado telón de acero, y hay una profunda evolución en el cristianismo del otro lado, una profunda evolución en la que no todo es pérdida ni mucho menos. Hasta cierto punto, aquella Iglesia está en condiciones más puras y más auténticas para seguir el camino de un auténtico Cristianismo. En ciertos aspectos, hay un progreso que aquí todavía está por realizarse. Desgraciadamente la Iglesia no ha tomado, no ha llevado a la práctica el principio revolucionario, y estos principios de los moralistas creo que no han sido usados nunca o casi nunca.

      En la Populorum Progressio, por primera vez, se ha planteado en sus tres párrafos 30, 31 y 32 el tema de la revolución. El primero se titula «Tentación de la violencia», y es el que he leído en parte; el segundo se titula «revolución», y el tercero se titula «reforma». bien es verdad que la Populorum Progressio aconseja como solución la reforma, afirmando que ésta es mas rentable que la revolución, es decir que producirá menos daños y más beneficios que ésta y que por eso hay que procurar hacer los cambios por medios de reformas enérgicas, urgentes y profundas. Pero teóricamente y siguiendo el camino de los moralistas clásicos, no cierra de modo total y absoluto el paso a toda solución revolucionaria.

      No tengo ahora tiempo de leerles el documento de los Obispos del Tercer Mundo que se han expresado en un tono sumamente abierto y verdaderamente nuevo en la historia de la Iglesia. También el Padre Congar, famoso teólogo, recientemente en el congreso mundial del apostolado de los seglares, en una conferencia habló precisamente acerca de la «teología de la revolución», y de que nos hemos quedado algo retrasados en el análisis de estas cuestiones angustiosas para la conciencia contemporánea.

      Un caso típico de toma de posición de un cristianismo revolucionario, es el de Camilo Torres. Camilo Torres, como Vds. saben, era sacerdote y profesor en Bogotá y optó por solicitar del Arzobispo la reducción al estado seglar, porque él se sentía llamado a la acción revolucionaria. El había llegado a la convicción de que los problemas de su país no se podían arreglar más que mediante la revolución. Esta es una opción personal; no quiere decir esto que ésta sea una doctrina, sino que es una actitud personal que es perfectamente respetable y más aún a mi juicio en ciertos aspectos completamente admirable. El dice: «analizando la sociedad Colombiana, me he dado cuenta de la necesidad de una revolución para dar de comer al que tiene hambre, para dar de beber al que tiene sed, vestir al desnudo y realizar el bienestar de la gran masa de nuestro pueblo». Así, pues, la necesidad de hacer la revolución, para Camilo Torres, es la de llevar a cabo las obras de misericordia, sobre los cuales el hombre ha de ser juzgado en el último juicio.

      Vds. conocen ese pasaje de San Mateo, en el que en el juicio final se le dice al hombre: «Bendito seas porque tú me diste de comer, porque tú me diste de beber, tú me acompañaste cuando estaba preso, etc. pero, ¿Cuándo te acompañé, etc.? Cuando lo hiciste con aquel pequeño, lo hiciste conmigo». Es ese pasaje final del juicio. Y después viene: «maldito seas porque no me diste de comer, ni me diste de beber, ni me acompañaste cuando estaba preso, etc.».

      A eso hace referencia Camilo Torres en este documento. Y además, este texto de San Mateo se relaciona con otro del profeta Isaías, que es de enorme actualidad. Porque ocurre que en toda ésta, que llaman, teología de la violencia, de la que tendríamos que hablar mucho más despacio, los profetas de Israel pueden constituir para nosotros realmente una orientación profunda. Fíjense Vds. en éste párrafo de Isaías en el que se anticipa a las frases de «porque me diste de comer, me diste de beber etc.». Dice así: «no son los ayunos que me agradan, éstos de ahora, los que harán que allí arriba se oigan vuestras voces. ¿Es acaso un ayuno que me complace el día en que el hombre se mortifica en curvar la cabeza como un junco, alargarse sobre el saco y la ceniza? ¿Es que tu llamas un ayuno, un día agradable a Dios? ¿No sabéis cuál es el ayuno que me place? Romper las cadenas injustas, desligar los lazos del yugo, enviar libros a los oprimidos, romper todos los yugos, compartir su pan con el hambriento, albergar a los pobres sin abrigo, vestir al que está desnudo, no tratar de evadirte del que es tu propia carne. Entonces si haces esto, tu luz brillará como aurora, tu herida será pronto cicatrizada, tu justicia marchará delante de ti, entonces si tú gritas, Él responderá tus llamadas; dirá: «heme aquí». Si tú excluyes de tu casa el yugo, el gesto amenazador, y los propósitos impíos, y tú das tu pan al hambriento, si ayudas al oprimido, tu luz se levantará en las tinieblas, y tus sombras se convertirán en pleno mediodía. Yavé te guiará constantemente en el desierto y te alimentará, te dará vigor y será como un jardín regado, como una fuente de aguas cuyas aguas son inagotables.

      Esto dice el profeta Isaías, y éste texto me ha venido a mi memoria leyendo éste párrafo de Camilo Torres, en que dice que hay que hacer la revolución para dar de comer, para dar de beber y para vestir al desnudo. Y dice más Camilo Torres. No seremos juzgados sólo por nuestras buenas intenciones, sino sobre todo, por nuestros actos en favor de Cristo resucitado que está en cada uno de nuestros semejantes. He tenido hambre y no me has dado de comer, he tenido sed y no me has dado de beber» y sigue Camilo Torres: «para darles de comer, de beber, para vestirles son necesarias soluciones radicales que no pueden venir del gobierno. Tenemos las soluciones técnicas, o podemos acaso tenerlas, pero ¿quién decide esa aplicación? ¿lo hará acaso la minoría en contra de sus propios intereses? Es un absurdo sociológico que un grupo actúe en contra de sus propios intereses. Se debe, pues, favorecer la toma del poder a fin de que se realicen las reformas estructurales económicas, y sociológicas en favor de esas mismas masas. Así la revolución es la manera de obtener un gobierno que dé de comer al hambriento, que vista al desnudo, que enseñe al que no sabe, que haga su deber de caridad no sólo de una manera ocasional y transitoria, no sólo para algunos, sino para la mayor parte de sus semejantes. Por ésta razón —sigue Camilo Torres— la revolución no sólo está permitida, sino que es obligatoria para los Cristianos que ven en ella la única manera eficaz y amplia de realizar el amor».

      Ven Vds. que la postura de Camilo Torres no es exactamente una insensatez si situamos el problema a toda su altura y en toda su profundidad, si situamos el problema en la situación de una sociedad como la sociedad que Camilo Torres descubre en torno a sí, que es incapaz de dar de comer, de dar de beber y donde los actos de caridad simples, de personas individuales no pueden servir para remediar el problema de fondo, y, al mismo tiempo, las clases privilegiadas, no dispuestas a soltar sus privilegios, esas oligarquías, se mantienen tiempo y tiempo, prometiendo siempre reformas que nunca llegan a realizarse. Así, Camilo Torres abandona el sacerdocio, no el sacerdocio, sino el ejercicio del sacerdocio y se marcha a la guerrilla. Es una historia trágica, una historia trágica que merece la pena de ser por lo menos leída, conocida, estudiada a fondo y no limitarse a una crítica superficial, diciendo que éste hombre es un malhecho o un loco. Y dice: «he abandonado los deberes y los privilegios del sacerdocio, pero no he dejado de ser sacerdote. Creo que me he entregado a la revolución por amor de mi prójimo. Después de la revolución, nosotros los cristianos tendremos conciencia de haber establecido un sistema fundado sobre el amor del prójimo».

      Nadie puede negar la gran generosidad e incluso la profunda lógica de la figura de Camilo Torres. Frente al egoísmo, la pereza, la cobardía de tantas gentes, de tantas gentes que cierran los ojos a la injusticia para no enterarse de que el hambriento está a la puerta y el sediento y el que está perseguido, para no enterarse de esa injusticia cierran los ojos, se envuelven en su propia cobardía. Esto le lleva a Camilo Torres a perder la vida y un buen día, en febrero de 1966, los periódicos colombianos, publican éste sencillo párrafo. «El martes, 15 de febrero de 1966, en el curso de un choque con los guerrilleros, una unidad de la quinta brigada, ha abatido cinco hombres en armas. Uno de los cadáveres ha sido identificado como el de Camilo Torres Restrepo-Gaviria...»

      Pero he aquí que, al cabo de poco más de dos años, otro cristiano también cae bajo las balas de sus enemigos, y es también un revolucionario, y es también un pastor de la Iglesia, y me refiero ahora a Luther King. Y la causa que éste defiende no es menos revolucionaria, ni menos justa que la que defiende Camilo Torres, porque defiende la causa de los negros, y también defiende la causa de los oprimidos de todo el mundo, porque él lo dice en un documento que tengo aquí, —pero que no tengo tiempo de leeros— que todas las causas de los oprimidos, son solidarias y forman como una gran causa de todos los pobres y miserables de todo el mundo. Pero éste hombre muere de una manera distinta, porque éste hombre no muere con las armas en la mano, no muere matando como Camilo Torres, sino que este hombre, muere absolutamente inerve, completamente desprovisto de armas. Y nadie puede decir que su acción haya sido menos efectiva ni muchos menos que la de Camilo Torres. Esa acción, ha tenido una resonancia histórica extraordinaria, y culminará probablemente con el triunfo, porque la fuerza moral que está realizando, no sólo en América sino fuera de América, es extraordinaria. Es la fuerza de un hombre que con esa generosidad y al mismo tiempo con esa entrega de sí mismo tan completa, no puede menos de arrastrar la admiración y hacer impacto en las conciencias. Esto es el método de la no violencia activa. Hacer impacto en las conciencias de los enemigos, de los opresores; en este caso, de los partidarios de la segregación. Estos actos hacen impacto en las conciencias, porque todo hombre tiene conciencia; aún el que parece más opresor, tiene conciencia, y hay forma de atacar a la conciencia de ese hombre. Lo que pasa que, para eso, hace falta un gran heroísmo, una gran fuerza moral.

      La no-violencia-activa, no es la aceptación del «statu quo», ni es el inmovilismo, ni es la cobardía, ni es tampoco el reformismo lento, inoperante que hace esperar siglos y siglos.

      La no-violencia-activa, ataca también a las clases y grupos dominantes, pero lo hace por medio de otras armas, por medio de fuerzas morales, que actúan de otra manera. Esta es la actitud de Martin Luther King. Y cabe preguntarse, cuál de estos dos hombres al morir, estaba más cerca de Cristo, puesto que los dos se apoyan en la causa de Cristo, los dos son cristianos y los dos en sus declaraciones dicen actuar como cristianos y en virtud de su propia fe cristiana.

      Esto naturalmente plantearía todo el problema de la no-violencia-activa. En qué consiste, cómo se hace, qué sentido moral tiene, qué técnicas emplea. No podemos entrar en éste asunto. ¿Pero qué ocurriría si, en estos procedimientos de no-violencia-activa, se emplease la misma energía, el mismo valor, la misma tenacidad, que emplean los revolucionarios armados en su lucha violenta? También las fuerzas revolucionarias armadas, han necesitado una larga preparación, y tampoco se puede decir que los éxitos de la violencia hayan sido tan grandes. Todo esto requeriría un análisis. ¿Qué hubiera ocurrido si un Che Guevara o un Camilo Torres, hubieran seguido el camino de un Luther King? Este es un problema que nunca veremos resuelto. Tratemos de planteárnoslo nosotros mismos. Yo no tendría tiempo, porque no quiero abusar de la paciencia de Vds. llevo ya una hora hablando —me parece— y no tengo derecho a abusar de la paciencia de Vds.

      Esto, haría falta explicarlo con más detalle, y sobre todo no limitándose a las formas materiales, porque en este caso lo que más interesa precisamente es el interior de las causas, la interioridad moral del asunto, porque se trata de una fuerza moral, y una fuerza moral no es tan fácil de explicar, ni se simplifica tanto como la fuerza de los cañones. Es otra cosa distinta, y en cierto modo, mucho más complicada, pero también seguramente más eficaz.

      Los partidarios de la violencia armada, tienen fe en la violencia armada y yo respeto a esa fe que ellos tienen —aunque no la comparto— esa seguridad que tienen en que las armas les darán la victoria. Pero nosotros en cambio, tenemos fe en la fuerza moral. Si los Estados Unidos actualmente no aplastan al Vietnam, definitivamente no es porque no tengan fuerza física para hacerlo, porque la tienen, la tienen cien veces más y mil veces más que la necesaria. Los Estados Unidos podrían aplastar al Vietnam de hoy a mañana, mañana mismo podría estar destruido. ¿Por qué no lo hacen? ¿Quizá por miedo a su adversario? Yo no creo. Es toda la presión de la humanidad, la que se lo impide. Y esa fuerza moral empieza por los discursos del Papa y por las declaraciones de los hombres famosos, sabios y literatos, y termina por la actitud de millones de personas desparramadas por el mundo, que a pesar de todo, aún siguen llamando a la injusticia por su nombre.

      Esa fuerza moral es a mi juicio la que impide que se emplee el armamento atómico. Esa fuerza moral es la que tienen que poner en juego principalmente y sobre todo, todos aquellos amantes de la justicia, todos aquellos que tienen hambre y sed de justicia, y por eso padecen. Porque no quieren cerrar los ojos ante la injusticia, porque la quieren ver y quieren gustar, a pesar de todo y con toda su fuerza, y con toda su vida, el camino de la justicia.

 

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