Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Sobre reforma universitaria

 

El Diario Vasco, 1968-05-26

 

      En este momento en que, una vez más, empieza a hablarse de reforma universitaria, debemos pedir a Dios que se imponga el realismo en el espíritu de los reformadores, porque en este terreno se ha legislado muchas veces de espalda a la realidad.

      Por no citar más que un ejemplo, recordaré que, hacia el año 40, se hizo en España una reforma a la prusiana que suprimía los alumnos libres: sólo existirían alumnos oficiales y éstos quedaban «encuadrados» y debían asistir a las clases con rigurosa y castrense puntualidad. Ahora bien, cualquiera sabía entonces que aquellas disposiciones eran inaplicables, porque en algunas Facultades, el número total de alumnos (entre oficiales y ex-libres) superaba al triplo o al cuádruplo de los que las aulas podían contener. Todo el mundo estaba en el secreto de que la disposición no podía ser cumplida. Y de hecho así fue. si mis recuerdos no me engañan, algunos de sus preceptos no llegaron a entrar en juego ni un solo día siquiera.

      Mucho más recientemente aún, a comienzos del presente azaroso curso, se ha dispuesto la obligatoriedad de la asistencia a clase del alumno oficial, el pase de lista, y una medida, que bien puede ser calificada de draconiana, en virtud de la cual el alumno suspendido cuatro veces pierde la totalidad del curso y debe cambiar de Centro. (Piénsese que en algunos Centros hay asignaturas donde no aprueba más del tres o del cuatro por ciento de los alumnos y háganse cálculos). La medida, aparte de injusta, como ya se hizo notar en la prensa, era manifiestamente inaplicable y va a quedar manifiestamente inaplicada por aquel dicho, tan español, de «puesta la ley, puesta la trampa». Pero entretanto sólo ha servido para sembrar el descontento y la desmoralización entre los alumnos.

      Así, pues, el legislador deberá ser esta vez mucho más realista que lo ha sido en el pasado, si no ha de verse enfrentado con nuevos fracasos.

      Ortega y Gasset se refería ya en el año 31 a esta necesidad de realismo, dando como sano consejo para la reforma de la Universidad, el de Leonardo: «Chi no può quel che vuol, quel che può voglia» (el que no puede lo que quiere, que quiera lo que puede).

      Â«Este imperativo leonardesco tiene que ser radicalmente quien dirija toda reforma universitaria... No sólo la universitaria, sino toda la vida nueva, tiene que estar hecha con una materia cuyo nombre es autenticidad».

      Y, en efecto, todos debiéramos salir hoy con un farol, como Diógenes, en busca de esa rara materia que no aparece por casi ninguna parte en nuestra Sociedad.

      Sin salirme de la cuestión propuesta, quiero referirme a un punto concreto en el que la inautenticidad y el irrealismo se manifiestan de modo escandaloso. Hablo de los programas y de los planes de estudios.

      Está en el ánimo de todos que, en bastantes asignaturas, los programas son de tal volumen que no pueden ser explicados ni asimilados en un curso, y, a menudo, ni en dos. Algunos profesores se limitan a explicar una parte del programa. Otros, en cambio, «se emplean en superficie» dedicándose a hacer «razzias» por el inmenso territorio, sin llegar a ocupar sólidamente ni un solo punto del mismo.

      Ahora bien, como consecuencia de este hecho, se ha extendido entre los estudiantes la idea del «examen-lotería» o del «examen-quiniela». En realidad no vale la pena de estudiar; lo que hace falta es tener suerte o «tener vista». El buen alumno —«rara avis»— que honradamente se proponga dominar su programa, estará radicalmente perdido y no tardará en ir a parar al manicomio.

      Esta situación se parece no poco a la del contribuyente que sabe de antemano que nunca le será posible llegar a pagar todos los impuestos que la ley, aplicada en su extrema realidad, le exigiría (por lo cual ha de lanzarse inevitablemente al «chalaneo») o la del cristiano educado en jansenista que sabe también, de antemano, que es un «tremendo pecador» y que no existe modo humano alguno de poner en regla la conciencia, aunque no haya uno matado una pulga en toda su vida (por lo cual se lanza a la indiferencia).

      Estos programas monstruosos son causa de la desmoralización de los alumnos, fomentan la «vagancia» y el descontento. Otro tanto ocurre con los planes, tan ambiciosos en el papel como irrealizables en la práctica. Valdría mucho más que se tratara de enseñar menos cosas, pero que éstas se enseñasen mejor.

      El propio Ortega lo dijo hace ya treinta años, y sus palabras tienen hoy perfecta vigencia: «Una institución en que se finge dar y exigir lo que no se puede exigir ni dar, es una institución falsa y desmoralizada. Sin embargo, este principio de la ficción inspira todos los planes y la estructura de la actual Universidad».

 

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