Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El euskera como lengua escolar

 

Euskera, 24 zk., 1979

 

El problema de la «salvación»

 

      Me propongo desarrollar en las siguientes líneas algunas de mis ideas sobre la ardua problemática que trae consigo la implantación del euskera como lengua escolar. La Orden Ministerial recién publicada nos coloca ya ante los hechos y ante un quehacer concreto, que no va a ser —por cierto— nada fácil, dadas las dificultades prácticas de diversos tipos con las que vamos a encontrarnos en este terreno.

      Sin embargo, la complicación del tema y las pasiones que levanta —o puede levantar en breve plazo— me obligan a proceder con cautela, razón por la cual necesitaré varias párrafos introductivos para aterrizar finalmente en el campo de acción del euskera como lengua escolar.

      Parto siempre del supuesto de que la conservación y desarrollo de la nacionalidad vasca van inexorablemente unidos al problema de la pérdida o salvación del euskera y de que, por tanto, todo cuanto se haga en favor de la recuperación de esta lengua será de la mayor importancia para el futuro de nuestro pueblo.

      Ciertos espíritus superficiales pretenden que la personalidad vasca debe ser defendida en otros terrenos, en el terreno económico, en el político, en el sociológico, etc. No quieren darse cuenta de que, desde un punto de vista esencial, la presencia del euskera es rigurosamente necesaria para la conservación de la personalidad vasca, y si lo aceptan es sólo desde un punto teórico y simbólico. Aparte de cuatro palabras vascas que sueltan aquí o allá, en privado o en público, como una especie de título de «euskaldunidad», lo cierto es que el euskera apenas cuenta para ellos en la vida práctica.

      En Euskadi necesitamos en este momento, y vamos a necesitar todavía más, una política lingüística concebida sobre todo como una política de «salvación» de la lengua vasca, clave de nuestra originalidad. Esa política deberá fundarse sobre todo en un conocimiento de la realidad cultural del hombre vasco actual.

      Por paradójica que pueda parecer esta afirmación, la salvación de la lengua no es propiamente un quehacer de los lingüistas, sino de los políticos. Pero el político, nada útil podría hacer en este terreno sin contar con la ayuda de una información científica bien establecida.

      Aunque necesariamente deben desarrollarse en estrecha compenetración con ella, la sociología lingüística y la psicología del hombre son, sin duda alguna, ciencias distintas de la lingüística.

      Los problemas prácticos de salvación y desarrollo de la lengua vasca, que se nos plantean ahora de forma acuciante, están más directamente relacionados con aquellas ciencias que con la lingüística propiamente dicha.

      De cualquier manera, no hace falta ser un lingüista, un sociólogo o un psicólogo consumado, para darse cuenta de que el euskera se encuentra hoy en una situación sumamente precaria.

      Podríamos citar a este respecto multitud de ejemplos, grandes y pequeños, tomados de la vida social y profesional y familiar en el pueblo vasco actual, y también de nuestros propios usos y conductas individuales respecto al euskera, que revelan la situación de extrema debilidad a que desgraciadamente ha llegado nuestra lengua y las dificultades con que tropieza su supervivencia frente a la actual civilización y técnica.

      Creo que mucha gente no se da cuenta suficientemente de esto. Se habla por todas partes de bilingüismo. Se les ponen nombres en euskera a las calles. Se hacen defensas acaloradas del euskera, escribiendo —como yo lo hago en este momento— en castellano. Se da dinero incluso para ayudar al euskera. Pero una lengua no puede ser realmente defendida más que hablándola, escribiéndola y cultivándola, y todo lo demás es amor platónico.

      La actual situación del euskera podría expresarse, aunque sólo sea de una manera parcial e imperfecta, con la palabra «subdesarrollo». Precisamente, lo que algunos llaman «diglosia» —expresión equívoca que habría que utilizarla con mucha precaución— podría ser definido en nuestro caso como un estado sociológico-lingüístico de coexistencia en una misma sociedad entre una lengua desarrollada y otra subdesarrollada, incluyendo en el concepto de desarrollo todo lo que comporta esta idea de prestigio social, de amplio dominio de intercomunicación, de cultivo literario, de utilización técnica, de capacidad de expresión, etc., notas todas éstas que en la lengua subdesarrollada se dan con signo negativo.

      Sin embargo, esta situación sociolingüística de la lengua, que hemos llamado subdesarrollo, está compensada por otra parte por un hecho, si no nuevo, sí completamente renovado, que es el siguiente: En el momento actual se manifiesta entre muchos vascos, y con mayor fuerza que nunca, la conciencia de la pérdida de la lengua y la enérgica voluntad de salvarla y elevarla a sus niveles más altos y profundos de utilización.

      Advirtamos que esto no es puro voluntarismo, ya que existen condiciones objetivas que facilitan, e incluso exigen, esta revivificación de la lengua, hasta por motivos económicos y políticos.

      Existe, además, un movimiento de recuperación nada desdeñable, no sólo en lo que se refiere a la extensión, sino también a la profundización y capacitación de nuestra lengua como vehículo cultural potente.

      Esta fuerza real de lucha en favor del euskera contrasta con la debilidad de otras posturas que tienen una base puramente folklórica y sentimental o, lo que es peor aún, se reducen a modas o a utilizaciones políticas oportunistas.

      En todo caso, la actual potencialidad de desarrollo del euskera constituye un hecho altamente sorprendente y prometedor para su desarrollo futuro.

      Si la inferioridad sociológica del euskera había sido aceptada hasta ahora pasivamente como un mal necesario, e, incluso, como un bien deseable —Unamuno no ha sido el único que ha defendido esta idea, bastante extendida todavía entre algunos vasco-parlantes, de que conviene que el euskera muera para que todo vaya mejor—, ahora todo esto ha empezado a cambiar y asistimos a una lucha que nos atreveríamos a calificar de lucha agónica. Lucha por la vida, lucha en la que nos jugamos el todo por el todo, el ser o no ser de nuestra cultura propia.

      Â¿Cuál debe ser el papel exacto de la escuela en todo ello y cómo debe desenvolverse la misma en lo que se refiere a la lengua?

 

Escuela y lengua

 

      Hemos dicho algo sobre la situación angustiosa de nuestra lengua y los medios que pueden contribuir a salvarla.

      Uno de estos medios —en mi opinión, el más importante— es la escuela.

      La experiencia de las ikastolas, con sus 53.000 niños escolarizados en euskera, es una buena prueba del papel que puede jugar la escuela en este terreno. El subrepticio renacimiento de las ikastolas, allá en los años cincuenta, fue una gran empresa y nos comunicó a todos los «euskaltzales» de entonces, una racha de optimismo, la única quizá, de que pudimos beneficiarnos en aquellos tiempos de represión lingüística. Gracias a las ikastolas empezamos a confiar, con cierta firmeza, en el futuro de la lengua vasca, que ya parecía casi completamente perdido.

      Todo lo que ahora se haga o deje de hacer en el campo de la escuela, puede ser decisivo para la suerte del euskera. De cualquier modo, la empresa de su salvación no es fácil: el menor error que ahora se cometa, tanto si es por defecto como por exceso, el euskera puede pagarlo caro.

      Sería demasiado ingenuo el creer que los pasos más importantes están dados; que el euskera está ya fuera de peligro y empieza a pisar un terreno firme y seguro.

      Con el Estatuto, nuestra lengua va a tener unas grandes posibilidades. Pero éstas no deben ser desaprovechadas en lo más mínimo, porque la ocasión puede ser única.

      Si en este primer momento no proporcionamos ya suficiente fortaleza a nuestra lengua —tanto en el aspecto lingüístico, como en el sociológico, como en el jurídico, etc.— la corriente, que ahora es favorable al euskera, podría volverse en contra. Las nuevas generaciones podrían dejarlo de lado como lo dejaron —dicho sea en término genéricos— las anteriores.

      Todo puede ser ganado ahora, pero también todo puede ser perdido, porque ésta será, posiblemente, la última experiencia de salvación.

      Quienes en este momento, por rutina, por dejadez, por estrechez de visión o por rencillas particulares, pueden crear obstáculos a la implantación de un sistema de desarrollo de la lengua, verdaderamente sólido y ambicioso, deben darse cuenta del riesgo que todavía pesa sobre ella y de la responsabilidad histórica que a nosotros nos toca asumir a este respecto.

      No basta una situación de autonomía para que la operación de salvación de la lengua pueda ser garantizada plenamente. Una lengua no se salva por medio de leyes o decretos. Hace falta un impulso más profundo. Ni siquiera la independencia política de un país, puede ser suficiente para que su lengua quede asegurada y ahí está el caso del gaélico irlandés, que apenas vegeta en la actual Irlanda independiente.

      La empresa de la escolarización debe ser, pues, conducida con el mayor cuidado y con el máximo sentido de responsabilidad.

      Es cierto que la excesiva prisa puede producir efectos contraproducentes: descrédito de la campaña, actitudes de rechazo, confusión lingüística, etc.

      Pero no nos está permitido tampoco avanzar con excesiva lentitud, porque el enfermo está demasiado grave para que se puedan demorar los remedios. En este sentido, creo que tienen razón los jóvenes que quieren quemar las etapas, y que se preocupan ya de crear un léxico y una práctica docente universitaria, aun antes de que la escuela primaria en euskera esté asegurada.

      La escuela es una condición necesaria para la salvación del euskera. De nada servirán, en efecto, la euskerización de los medios de comunicación, el bilingüismo oficial, etc., si todo esto se hace solamente sobre la base de una lengua invertebrada, es decir, no alfabetizada, carente de coherencia y unidad internas. Para la generalidad de los hablantes, el dominio gramatical de la lengua sólo se puede lograr en la escuela.

      Por otra parte, en la fase de civilización en que nos encontramos, la escuela y la lengua van sustancialmente unidos. No puede escuela sin lengua ni lengua sin escuela. Lo que suele llamarse «cultura general», se ha extendido ampliamente gracias al proceso técnico, y una lengua que quede fuera de los esquemas culturales correspondientes no puede vivir.

      Uno de los quehaceres más importantes de la escuela es la reflexión sobre la lengua. En cierto sentido, la escuela proporciona, a los hablantes de una lengua, la conciencia lingüística de la misma.

      La lengua vasca pudo vivir milenios sin escuela, en su desarrollo generativo exuberante, como el de las selvas que poblaban los montes vascos.

      Pero desde el momento en que la civilización moderna ha entrado aquí, y llega hasta el último caserío, puede decirse que nos hallamos en una nueva fase en la que lo selvático, a pesar de toda su riqueza, no puede ya pervivir sin unos aparatos que lo defiendan. (Quizá tendríamos que contentarnos con que las selvas se convirtieran en jardines).

      Spengler hablaba de la primavera y el otoño de la cultura y sus metáforas y ejemplos estaban llenos de contenido, y todavía lo están para nosotros.

      Al llegar el otoño, la cultura de una etnia pierde el frescor y la lozanía de sus años núbiles, pero adquiere la fuerza y la seguridad de la madurez. Al llegar el otoño las culturas de los pueblos tienen que institucionalizarse —trágica palabra para los que soñamos perpetuamente con la libertad— es decir, encajarse en reglas y sistemas. ¡Así el deporte, el arte, el amor, la sabiduría...! En el otoño de las culturas, todas estas cosas humanas tienen que entrar en una fase de reglamentación y de racionalización, mientras los mitos pierden su riqueza original.

      Hay pues, una especie de oposición entre lo que pudiéramos llamar la «dolce vita» de una lengua y el proceso de institucionalización al que la escuela le condena.

      Debemos convenir, pues, en que la cultura vasca no está ya en la paradisíaca edad de las cavernas y que en este sentido, la escuela es una necesidad —una triste necesidad, si se quiere— para que la lengua ancestral pueda seguir viviendo.

      La alfabetización puede así ser presentada como un mal, pero siempre será un mal menor.

      En el cuadro de la civilización actual, las lenguas sin escuela están constantemente expuestas a morir y con ellas las etnias que las amamantaron. Este riesgo se ha incrementado hoy enormemente al progresar las técnicas al servicio del centralismo y la burocracia estatal.

      En la formación de los estados contemporáneos, a partir de la revolución francesa, la represión lingüística ha venido jugando un papel muy importante. Las lenguas vernáculas han sido relegadas a la condición de jergas o «patois», condenadas a morir de la civilización y la cultura. Así se han hecho los estados jacobinos. Pero hoy, felizmente, estamos de vuelta de estas ideas.

      Las consideraciones que venimos haciendo nos llevan a uno de los problemas más apasionantes debatidos hoy entre nosotros: la cuestión de los dialectos y de la lengua unificada.

      Â¿Qué papel deben representar éstos? ¿Cuál ha de ser el tratamiento de los dialectos en la escuela?

      Es absolutamente necesario para el bien del euskera que estas cuestiones queden enteramente aclaradas y zanjadas antes de que se pueda empezar a trabajar a fondo en la organización de la escuela vasca.

 

El tratamiento de los dialectos

 

      Una de las mayores dificultades para la implantación del vascuence como lengua escolar está en el hecho de que no exista todavía un euskera común, aceptado y empleado con naturalidad por todos los vasco-parlantes medianamente cultos, por encima de sus diferencias dialectales.

      Si la lengua es —como afirma la mayoría de los autores— la primera y más fundamental característica de una nacionalidad, es evidente que la división del euskera en una amplia variedad de dialectos y hablas locales con notables diferencias fonéticas, y gramaticales y lexicales contribuye a difuminar un poco la nacionalidad vasca. Sin que esta afirmación equivalga —claro está— a negar la riqueza idiomática y humana que esa misma diversidad representa.

      La cosa se complica al no existir una lengua oficial o institucionalizada que pueda servir de referencia común a todos los vasco-parlantes. Podemos decir que el euskera es un sistema analógico en el que falta lo que los escolásticos llamaban el «primer analogado», es decir, el modelo de referencia al que pueda acudirse de modo inequívoco.

      Al decir que el euskera es «una» lengua se hace abstracción de las diferencias reales a las que acabamos de hacer alusión. Es una abstracción necesaria y legítima, desde un punto de vista científico, pero que puede encubrir el proceloso fondo de nuestra cuestión idiomática práctica. No olvidemos que, para la ciencia, la simplificación abstractiva es una necesidad al mismo tiempo que un peligro. Es decir, la simplificación es «una peligrosa necesidad».

      Una condición que —al parecer— ponen los lingüistas para que un conjunto de hablas pueda constituir una lengua, es la de que la intercomprensión entre hablantes esté «efectivamente asegurada», incluso entre puntos distantes del habla lingüista.

      En el caso del euskera y entre interlocutores de cierta formación cultural, aunque ésta sea rústica o popular, esta comunicación es posible, por lo menos a cierto nivel de elementalidad, con tal de que ambos interlocutores sean buenos conocedores de sus respectivos dialectos.

      Pero hay que tener en cuenta que para el niño la palabra es un absoluto. El niño no conoce el relativismo de las lenguas. Dos niños euskaldunes de dialectos distantes son, de modo práctico, lingüísticamente extranjeros entre sí.

      Por esta razón, desde el punto de vista de la escuela, es todavía mayor, si cabe, la exigencia de una lengua unificada. Para que la «euskal-eskola» pueda existir, se hace precisa una lengua escolar común mediante la cual pueda establecerse la perfecta intercomprensión entre maestros y alumnos en todo Euskadi.

      Y está claro que, mientras esta condición no se cumpla, no podrá hablarse de una escuela nacional vasca.

      Al llegar a este punto podemos hacer, con todas las salvedades necesarias, la hipótesis favorable de que con una dirección pedagógico-lingüística adecuada, esta finalidad podrá lograrse en un plazo relativamente corto.

      Ahora bien, la introducción del euskera escolar común no ha de suponer la muerte de los dialectos y de las hablas locales. Por el contrario, éstos deberán ser objeto también de un cultivo escolar adecuado.

      Pienso que tal cosa puede y debe hacerse a dos niveles, a lo largo de la E.G.B., como más adelante explicaré detalladamente.

      En las zonas vasco-parlantes se están produciendo algunos casos entre los niños que estudian en las ikastolas y que proceden de medios y de familias genuinamente euskaldunes. La duplicación de códigos lingüísticos, es decir, la separación entre el lenguaje escolar, por una parte, y el lenguaje de la casa o del pueblo, por otra (sobre el cual la escuela no le ha enseñado nada al niño, sino, tal vez, solamente, que es un lenguaje inculto), obliga al alumno a tener que elegir drásticamente entre ambos. Cuando sale de la escuela, y si no quiere hacer el lamentable papel de «niño vicente», se ve obligado a abandonar la lengua escolar, la lengua culta.

      Por desgracia, en muchos casos este conflicto lo resuelve el niño hablando castellano.

      Escuela y lengua están sustancialmente unidas. De la misma manera que un útil de trabajo ha de estar perfectamente ajustado antes de empezar la labor, no puede haber una verdadera escuela sin una lengua perfectamente fijada y normalizada.

      En realidad, esto parece pues, un círculo vicioso: no podrá haber euskera unificado hasta que no haya escuela, ni podrá haber escuela vasca, propiamente dicha, hasta que no haya un euskera escolar unificado.

      Pero los círculos viciosos se deshacen tirando por la calle del medio: el euskera unificado y la verdadera escuela vasca tendrán que hacerse —y se harán— «a la vez».

      El modelo lingüístico-educativo rígidamente unitarista que impone como lengua única la lengua oficial, y que podríamos llamar el modelo jacobino —porque fueron los convencionales los que lo pusieron en marcha— no es válido hoy —a mi juicio— para la ikastola o para la «euskal-eskola».

      La escuela en euskera debe proporcionar al alumno al mismo tiempo que un euskera «universal», válido para toda la nacionalidad y para toda la cultura, un conocimiento de su propio medio lingüístico popular y familiar. La universalidad no debe lograrse a costa del desarraigo, que es un mal enorme de nuestro tiempo, no sólo para los hombres sino también para las plantas y para los animales.

      Â¿No existe cierto paralelismo entre la destrucción de las riquezas lingüísticas de los pueblos y la destrucción ecológica que hoy se opera en nombre de la civilización y del progreso técnico?

      La escuela vasca debe, pues, cumplir una doble función. Por una parte, debe dotar al niño de un euskera modernizado, completo, coherente y riguroso, por medio del cual puedan abordarse, en principio, todas las dimensiones de la cultura.

      Cuando se construye una casa se ha de calcular la resistencia de los cimientos en función del número de pisos que la casa va a tener. Si la escuela vasca ha de ser el cimiento de la universidad vasca, no puede ser concebida como una construcción rupestre.

      Pero, por otra parte, la escuela debe dar al niño la posibilidad de volver su atención, con inteligencia y profundidad, hacia el propio medio popular que le ha engendrado y del que no ha de sentirse desarraigado.

      Todo esto puede parecerle al lector largo así como la cuadratura del círculo. Pero trataré de demostrar, con planes concretos, que esta clase de círculo es perfectamente cuadrable.

 

Más sobre los dialectos

 

      En los párrafos anteriores hemos tratado del papel que los dialectos deben jugar en la escuela vasca.

      Por una parte —decíamos— la escuela ha de proporcionar a los alumnos la posesión de un euskera unificado, que les sirva como instrumento básico de comunicación cultural en todo Euskadi. Pero, por otra parte, el alumno debe adquirir también en la escuela, un conocimiento literario del dialecto que se habla en su propio medio popular, de tal suerte que la enseñanza escolar no llegue a ser para él, en ningún caso, una causa de desarraigo.

      La cuestión que nos planteamos ahora es la de saber cómo debe llevarse a cabo la labor pedagógica de la escuela para que estas dos tareas puedan realizarse a la vez y de un modo plenamente satisfactorio.

      Por lo que hace al niño de habla materna vasca parece evidente que, en su primer contacto con el medio escolar o preescolar, se le debe hablar en un euskera lo más parecido posible al que ha recibido en su medio familiar y popular.

      Esto no siempre podrá hacerse de un modo perfecto, porque las diferencias subdialectales y locales son grandes.

      Ocurre que en algunos Centros se han dado casos chocantes de maestros y maestras euskaldunes que —por hablar un dialecto distinto y expresarse habitualmente en él para dirigirse a los niños— no se hacen entender debidamente por éstos.

      Para evitar conflictos de esta naturaleza, debería exigirse al profesor, además del conocimiento del euskara unificado, el del habla local del lugar donde vaya a enseñar, aunque, en la práctica, esto pueda ofrecer algunas dificultades.

      Por otra parte, convendrá que la materia del diálogo escolar con los niños (cantos, juegos, fábulas, narraciones, mitos, etc.) sea recogida, en la medida de lo posible del entorno en el que se encuentre emplazada la escuela, de manera que toda esta realidad geográfica, sociológica y humana, acompañe al niño en el momento de su incorporación a la misma.

      Ahora bien, en cuanto empieza la alfabetización y el alumno comienza a avanzar en el conocimiento de las ciencias y de las letras, deberá iniciarse el proceso de adquisición del euskera unificado.

      A partir del primero de E.G.B., la enseñanza deberá empezar a darse en euskera unificado. Hay que evitar, a toda costa, cualquier confusión o titubeo en ese momento.

      La lengua escolar deberá ser ya el euskera común, la lengua común de la nacionalidad vasca. De lo contrario, la causa de la unidad lingüística estaría perdida en el espíritu del niño y éste se vería con grandes dificultades para asimilar la lengua unificada.

      Al contrario: habríamos construido en su mente una pequeña torre de Babel.

      Habrá que proseguir en esta misma línea hasta que el alumno posea ya una cierta robustez intelectual y se halle en posesión consciente de una gramática que le permita analizar los hechos lingüísticos con claridad y precisión.

      Es entonces, al llegar quizá al 5º ó 6º de Básica, cuando el dialecto volverá a ser objeto de atención en la clase. Podrá serlo, por ejemplo, por medio de la lectura y comentario de los textos literarios escritos por los clásicos antiguos y modernos del propio dialecto.

      Pero esto no bastará, porque la distancia del dialecto literario al lenguaje hablado corrientemente por la gente del pueblo, suele ser, a menudo, mayor que la que puede existir entre el dialecto en cuestión y el euskera unificado.

      Hará falta que el lenguaje que se habla en la casa o en la calle, sea también analizado en clase, poniéndose de relieve sus posibles defectos, mostradas también sus riquezas y sus valiosas particularidades, depurado de la ganga de errores acumulada por la inveterada descolarización, etc.

      En suma, al niño se le enseñará a hablar bien, aunque sin ninguna pedantería, su propio dialecto.

      Hasta aquí hemos hablado del niño de habla materna vasca. En cuanto al niño de habla castellano, es decir, el que llega a la escuela con un desconocimiento total o casi total del euskera, pienso que su introducción en la lengua vasca deberá hacerse en euskera unificado y no en el dialecto, a fin de evitar un doble y penoso esfuerzo. Lo contrario sería, a mi juicio, terriblemente antipedagógico.

      Ahora bien, la segunda parte, la labor que acabamos de explicar, de cultivo del dialecto local, el niño castellano-parlante podrá ya realizarlo, sin ninguna dificultad, al llegar los últimos cursos de la Enseñanza General Básica, porque tendrá ya los conocimientos necesarios para ello. Podrá, pues, dedicarse, juntamente con sus compañeros de base familiar vasco-parlante, al estudio y análisis del habla popular. De este modo su inserción en el medio popular podrá efectuarse de un modo completamente natural.

      Explicada así, a grandes rasgos, la línea lingüística escolar —al menos en lo que se refiere al euskera— harán falta —por supuesto— multitud de precisiones didácticas y pedagógicas por parte de los especialistas, hasta llegar a una metodología perfecta.

      Pero aún queda bastante que decir sobre éste y otros puntos conexos —y, por cierto, ferozmente debatidos hoy entre algunos sectores— como lo es, por ejemplo, la formación del euskera escolar unificado, el papel que en la orientación lingüística de la escuela debe corresponder a la Academia como institución específica para el cuidado de la lengua y, también, la función que ha de desempeñar la Universidad a quien, a su vez compete la formación de los profesores.

      Pienso que, en puertas del Estatuto, que ha de transferirnos la Enseñanza, es absolutamente necesario llegar a una completa y total clarificación de estos temas.

 

El problema de la unificación

 

      He insistido bastante hasta aquí sobre la necesidad de un euskera escolar común y unificado.

      Al parecer, todos coincidimos en este principio; pero no así en el modo de llevarlo a la práctica.

      Así ocurre, por ejemplo, con la opinión de los que piensan que la unificación debe quedar para más tarde. «Que funcionen los mecanismos espontáneos de utilización de la lengua y el proceso de desarrollo cultural del pueblo vasco —dicen éstos— y la unificación se hará por sí misma».

      Creo, por el contrario, que en una situación tan crítica como la actual, el abandono de la lengua a sus propios «recursos naturales» sólo serviría para aumentar la entropía y el riesgo de desaparición.

      En realidad, este asunto tiene prisa, mucha prisa. Bajo el aspecto escolar —por lo menos— bien puede decirse que el problema de la unificación se nos echa encima a toda velocidad.

      Como es sabido, a partir del presente curso el euskera va a ser implantado ya como materia común en muchos Centros docentes del país.

      Por otra parte, el Estatuto nos traerá pronto la posibilidad de trabajar más a fondo, y con muchos mayores medios que ahora, en la protección y desarrollo del euskera.

      Estas circunstancias obligan, de modo evidente, a que el euskera escolar sea «puesto a punto» a la mayor brevedad posible, siquiera en una primera aproximación y con un mínimo de garantías científicas.

      Pero ¿quién deberá ser el orientador de esta tarea?

      Está claro que la labor de la Comisión Mixta constituida para la aplicación de la Orden Ministerial sobre bilingüismo, deberá ser fundamentalmente administrativa y que la misma carece de competencia científica para afrontar los problemas de la unificación.

      Por consiguiente, la Comisión deberá ser asesorada a este efecto, por un órgano científico autorizado para ello y que será, según lo previsto, la Academia de la Lengua Vasca.

      Recordemos aquí la idea, que ya expresamos anteriormente, de que, si bien la tarea de la salvación del euskera es fundamentalmente un quehacer de los hombres de gobierno, éstos no deberán, en ningún caso, llevarlo a cabo según criterios meramente políticos sino que tendrán que hacerlo con la colaboración de los científicos y especialistas en la lengua.

      Estimas algunos que este asesoramiento debiera confiarse a diversas instituciones cultas del país, como por ejemplo, la Sociedad de Estudios Vascos o la de Amigos del País, pero no exclusivamente a la Academia.

      No voy a entrar aquí en el examen concreto de la cuestión. A mí, personalmente, la Academia de la Lengua me ha inspirado siempre un gran respeto y sigue inspirándomelo, pese a sus posibles deficiencias.

      Atacar a la Academia no sólo me parece injusto y absurdo, sino que es además echar piedras contra nuestro propio tejado.

      Ahora bien, en el caso de que se admitiera la pluralidad de asesoramiento, ¿quién sería el árbitro de las contradicciones que entre unas y otras posiciones lingüísticas habrían de producirse inevitablemente?

      Â¿No nos veríamos así abocados a la paradójica situación de que fueran los hombres políticos de turno quienes tuvieran que zanjar en cada momento las polémicas de tipo lingüístico existentes en nuestro pueblo?

      He aquí un género de politización que convendría evitar a toda costa. El lingüista debe estar en su terreno; el político en el suyo, y, de lo contrario, no se hará cosa buena.

      Es cierto que en una situación como la que hoy afecta a nuestra lengua es un deber de la Academia el de pulsar las opiniones de todas las instituciones cultas del país, abrir informaciones públicas, efectuar sondeos para conocer el efecto que sus normas puedan producir en la base, y, sobre todo, tratar de aunar, en la medida de lo posible, las posiciones divergentes.

      Pero, dándose por supuesto que todo este trabajo previo se realice normalmente, el dictamen que en cada caso se presente a los órganos de la Administración educativa deberá ser único, sin vacilaciones, contradicciones ni opiniones internas contrapuestas.

      En los años sesenta, entre los artículos dominicales que yo solía publicar por aquel entonces, en un periódico donostiarra, escribí uno titulado «La cuestión de las haches», artículo que, a pesar de los años transcurridos, suscribiría hoy enteramente.

      En el mismo decía lo siguiente: «Cuando las gentes se acaloran y se apasionan por cosas que parecen nimias, puede asegurarse que, tras la aparente trivialidad de las mismas, se ocultan problemas y cuestiones mucho más vitales e importantes».

      Y expresaba yo la posibilidad de que por debajo de esas cuestiones, aparentemente nimias, funcionasen posturas ideológicas mucho más graves y profundas.

      También ahora pienso lo mismo, es decir, que algo de eso ha ocurrido en nuestro caso y que bajo determinadas polémicas ortográficas y lexicales han operado, en estos años, motivaciones ideológicas, tal vez inconscientes para sus propios actores. Acaso era inevitable que así ocurriera, por faltar cauces normales para la expresión de las ideas.

      Poco después de publicado el artículo en cuestión, recibía yo un anónimo —en tono amable— en el que se me decía, entre otras cosas: «Barruko eztabaidak, etxekoen artean». Que es como decir que: «La ropa sucia se lava en casa». Por desgracia, de entonces a esta parte, no se ha lavado ropa, sino que las actitudes se han ido complicando y endureciendo.

      En la reunión celebrada en Aránzazu por «Euskaltzaindia», el año 1968, D. Manuel Lekuona, entonces presidente de la Academia, pronuncío estas significativas palabras: «Oinatin gaude, oiñeztar eta ganboarren lur jatorrean. Ez gatozela Arantzazura, batzuek oiñeztar eta besteak ganboar, bakoitzak bere ezpata eskuan, beste iritzikoen aurka gudatzeko prest».

      Pero estos sabios consejos de D. Manuel no fueron escuchados. Parece, pues, que en un pueblo tan dado como el nuestro a parcialidades y banderías, ésta y otras clases de contiendas han de ser el pan nuestro de cada día.

      Hasta ahora la Academia se ha limitado a dar consejos y orientaciones, que muchos escritores seguimos y otros, en cambio, no. Pero el euskera «batua» es ya una realidad muy importante, tanto en el campo literario como en la enseñanza, y esto no creo que nadie pueda negarlo.

      Ahora bien, en este momento y en relación con el tema de la lengua escolar, va a ser necesario que los criterios sean completados y puestos en aplicación en los Centros docentes y aquí el papel de la Academia será altamente importante y de una enorme responsabilidad.

      Otra de las cuestiones batallonas que se plantea en torno a «Euskaltzaindia» es la de la titularidad de los profesores de euskera.

      En la situación de emergencia en que hemos vivido hasta ahora, «Euskaltzaindia» ha asumido la concesión de ciertos títulos o diplomas. Pero es evidente que en un régimen normal, la titulación del profesorado no debe corresponder a la Academia, sino que ha de ser función propia de la Universidad.

      Así como a la Academia le compete el establecimiento de reglas gramaticales y ortográficas, la preparación del profesorado corresponde a la Universidad, y más específicamente, a las Escuelas Universitarias de Profesorado de E.G.B. y a las Facultades de Pedagogía y Lingüística vasca. Son éstas, a mi entender, quienes de un modo o de otro, deben garantizar en el futuro, los conocimientos pedagógicos y lingüísticos de los candidatos al profesorado de lengua vasca.

      No he de extenderme más sobre los problemas que relacionan la Academia con la unificación del euskera.

      Desde mi punto de vista he dicho ya lo que me parecía más esencial en este asunto.

 

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