Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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La «profesión de mandar»

 

El Diario Vasco, 1980-06-29

 

      Estadísticas recientemente publicadas en Francia muestran que el acceso de los hijos de los obreros a la Universidad es muy reducido y tiende, incluso, a reducirse todavía más: once y medio por ciento, en mil novecientos sesenta y ocho; siete y medio por ciento, en mil novecientos setenta y nueve. Este hecho preocupa a los estudiantes de izquierda y es uno de los motivos de la actual protesta estudiantil en el vecino país.

      Puede afirmarse que aquí, lo mismo —y seguramente más— que en Francia, la clase trabajadora está prácticamente excluida de la Universidad. Podrá uno indignarse o no ante esta flagrante desigualdad de oportunidades de los jóvenes en el acceso a la cultura superior; pero el hecho está ahí y hay que interpretarlo como se pueda.

      Ortega y Gasset se planteó ya este mismo problema en los años treinta y le dio una respuesta de tipo bastante clasista en su famoso ensayo-conferencia sobre «la Misión de la Universidad». La postura de Ortega puede resumirse en los siguientes términos, siguiendo paso a paso sus propias palabras.

      La Universidad no sólo enseña las profesiones liberales —abogado, médico, economista, profesor, etcétera— sino también y sobre todo, una profesión muy importante, que es la «profesión de mandar». Salvo raras excepciones, para mandar hay que haber pasado por la Universidad. Ahora bien, hoy mandan en Europa las clases burguesas y, por tanto son los «hijos de las clases acomodadas» los que van a la Universidad, «privilegio difícilmente justificable y sostenible». Si mañana mandan los obreros serán los hijos de los obreros los que vayan a la Universidad. Pero —entretanto— «la cuestión de hacer porosa la Universidad al obrero en mínima parte es cuestión de la Universidad; casi totalmente es cuestión del Estado. Sólo una gran reforma de éste podrá hacer efectiva aquélla».

      Queda pues bastante claro que, en la opinión así expresada, el problema de la participación obrera sólo podrá tener solución acabada en un Estado socialista, es decir, en un Estado en el que manden los trabajadores.

      No voy a entrar aquí y ahora en el fondo de esta complicada cuestión, pues no comparto enteramente la tesis del señor Ortega y Gasset; pero hay algo en su forma de argumentar que, de todas maneras, me parece sumamente peligroso y es que en ella se da por evidente que a la Universidad le corresponde enseñar la «profesión de mandar».

      Yo me pregunto si esto es así, si esta idea es ortodoxa, es decir, si la «profesión de mandar» es algo que realmente pueda y deba ser enseñada en las cátedras universitarias y —todavía más— si cabe efectivamente hablar, en realidad de verdad, de una «profesión de mandar».

      Cuando, en la Edad Media, nacieron las primeras universidades, la finalidad de éstas era instruir a los jóvenes en las letras sagradas y en las escasas ciencias que por aquel entonces poseía la Humanidad. Alfonso X el Sabio —buen intelectual pero mal político, dicho sea de paso— definía la Universidad como «Ayuntamiento de maestros y escolares que es fecho en algún lugar con voluntad e entendimiento de aprender los saberes».

      Esta y no otra era la finalidad de las aulas: enseñar y aprender «los saberes». Si al estudiante se le premiaba, en el mejor de los casos, con algún «oficio», era éste de poca monta y de ningún mando, porque la mayor parte de los que entonces mandaban en la sociedad, ni eran universitarios, ni se les pasaba por las mentes que sus hijos lo fueran.

      La Universidad era sobre todo un foco de cultura. Respondía a ese modelo que algunos han llamado la «Universidad del espíritu» que aún perdura en parte, y cuyo fin primordial consiste en satisfacer el deseo y la necesidad universal de conocimiento que tiene el hombre.

      Pero, a partir del siglo diecinueve, frente a la universidad del espíritu aparece un nuevo modelo de universidad, la «Universidad del poder».

      Napoleón fue el primero —quizás— que se dio cuenta de la enorme importancia que tenía la Universidad para el manejo del Estado. Mucho antes que a Ortega, —naturalmente— a Napoleón se le ocurrió la idea de que en la Universidad se les debía enseñar a los jóvenes a mandar y que de ella habían de salir los dirigentes políticos de la sociedad francesa.

      Para esto era necesario que la Universidad fuese puesta en manos completamente seguras. «Contra las teorías perniciosas y subversivas del orden social, formaremos —escribe Napoleón— un cuerpo de enseñantes disciplinado y sólido, los cuales serán funcionarios del Estado, y todos los órdenes de la enseñanza quedarán sometidos a ellos».

      La Universidad se convertía así en lo que alguna vez se ha llamado «el gendarme de la inteligencia».

      Estas ideas napoleónicas, que hacían de la Universidad una pieza clave en la organización del mando, tuvieron un amplio curso en las sociedades liberales y, más tarde, fueron también perfectamente asimiladas en los países totalitarios.

      Â«La Universidad en los países socialistas —escribe Prokofiev— es ante todo una escuela superior destinada a formar especialistas de alto nivel que habrán de ser luego los constructores de la sociedad comunista».

      No han faltado tampoco en nuestro país quienes —desde la derecha o desde la izquierda— pensasen que el mejor modo de adueñarse de la sociedad era hacerse sistemáticamente con la formación de los universitarios, considerados como la flor y nata de las, en un tiempo famosas, «minorías selectas». ¡Cuán lejos y cuán cerca parece que está todo esto!

      No negaremos —por supuesto— los méritos de la Universidad napoleónica, que fueron grandes. Pero hoy empezamos a sentir la profunda necesidad de que las cosas universitarias discurran por otros caminos.

      Vemos, sobre todo, con gran claridad, que en una sociedad justa todo joven estudioso y capacitado, sea de la clase que sea, debe tener acceso a los estudios superiores. Y esto, no sólo como formación profesional, no sólo como aporte técnico que la sociedad misma necesita, sino como realización de un derecho superior: el derecho de cada hombre o mujer a realizarse culturalmente hasta el límite que su vocación intelectual y su capacidad para el aprendizaje de la ciencia le permitan.

      La Universidad está llamada a dar cumplimiento a este derecho, y en sus aulas han de encontrar los ambiciosos de saber la máxima satisfacción posible a sus aspiraciones.

      Ahora bien: no todo esto es literatura: hay aquí también un imperativo de los nuevos tiempos, que no puede, en modo alguno, ser ignorado.

      En los tiempos que vienen, la Universidad debe intentar volver a ser —cada vez más— un «foco de cultura», como lo fuera en otros tiempos, y —cada vez menos— un «foco de poder». Sólo así podrá ser salvada.

 

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