Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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El veintitrés de febrero

 

El Diario Vasco, 1981-03-01

 

      Aunque el asunto esté todavía al rojo vivo —y sin duda ha de seguir estándolo durante bastante tiempo— puede afirmarse ya que la fecha veintitrés de febrero será incorporada desde ahora a la lista de fechas críticas y decisivas de la historia política española, en la cual figuran, como hitos de singular importancia, un dos de mayor, un dos de enero, un trece de septiembre, un catorce de abril o un dieciocho de julio.

      Esto no es una sanjurjada más. Aquí se han jugado el tipo la joven monarquía y la joven democracia españolas, y de las resultas —positivas o negativas— de este veintitrés de febrero va a depender un largo futuro de nuestros destinos colectivos.

      El dos de mayo —todo el mundo lo sabe— fue el signo y el detonador del levantamiento contra Napoleón, en el que, de un modo sorprendente y genial, los pueblos todos de la península moviéndose espontáneamente y sin la coacción de un poder superior, se alzaron a la vez, en defensa de la libertad. Triste destino el del rey Fernando VII, el abuelo del bisabuelo de Juan Carlos, que con su propia mediocridad y despotismo había de ahogar en mediocridad y en sangre todo aquel enorme potencial histórico.

      El dos de enero de 1874 tiene ciertas analogías con el veintitrés de febrero, aunque también grandes diferencias. En tal día, a las siete de la tarde, en el momento mismo en que los diputados de la primera república se disponían a votar la formación de un nuevo Gobierno, un capitán del Ejército, al mando de un pelotón de soldados, despejó ese mismo hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo que ahora ha sido lugar central de los hecho, poniendo en la calle al Gobierno dimisionario y a los parlamentarios, con la célebre frase: «¡Fuera, esto se acabó!». (Fue pues, más expeditivo que el teniente coronel Tejero, que nos tuvo a todos toda una noche en vilo). Aquel dos de enero trajo un largo período de relativa paz —la Restauración— brillante en apariencia, pero cargado en el fondo de un profundo dramatismo que los hombres de la generación del noventa y ocho supieron captar y expresar perfectamente.

      El trece de septiembre de 1923, por la claudicación —quizás inevitable— del rey Alfonso XIII ante el general Primo de Rivera, produjo la dictadura la cual trajo a su vez el deterioro de la imagen de la Monarquía y —posteriormente— la ruina de ésta. Puede decirse que el 13 de septiembre venía ya violentamente preñado del catorce de abril y que la República empezó a gestarse en el momento mismo en que el monarca llamaba al general Primo de Rivera a formar Gobierno militar en Madrid.

      Don Juan Carlos no ha caído en modo alguno en tentación análoga. Muy por el contrario, ha mantenido con gallardía enorme y con evidente eficacia la causa de la democracia. Con ello ha consolidado, probablemente para muchos años, su joven y moderna monarquía. Es cierto que aún quedan muchísimas cosas por aclarar y por hacer, y que el rumbo político de la sociedad española no se definirá hasta que no se termine por completo la digestión del veintitrés de febrero. Pero hoy tenemos unos nuevos motivos de optimismo y de confianza que ayer no teníamos.

      En noviembre del año pasado escribía yo en esta misma columna, en un artículo titulado «Las lecciones de la Historia», las siguientes palabras: «Siguiendo la ley 'fatal' de los períodos alternantes, algunos falsos profetas anuncian como inevitable el fin de la monarquía democrática y su reemplazamiento por una dictadura. [...] Pero, si entre nosotros hay un mínimo de sentido histórico, la democracia no caerá, precisamente porque esos profetas han profetizado que va a caer. La historia se ha repetido ya demasiado para que vuelva a repetirse una vez más».

      Ahora después del veintitrés de febrero creo que podemos seguir diciendo lo mismo. Pero con mayor convicción.

 

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