Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

De aritmética electoral

 

Punto y Hora de Euskal Herria, 222 zk., 1981-04-25

 

      Entre los disidentes del Sur vasco es bastante frecuente oír que del PNV ya no surgen movimientos de resistencia a la realmente implacable opresión madrileña y que lo único que surge de las altas esferas de ese partido es la guerra en común con los madrileños contra precisamente los numerosos disidentes vascos.

      Esto es algo que se oye mucho y que a veces es cierto. Pero otras no. A veces hay iniciativas del PNV que protestan contra la opresión vasca y además sin el ya obligado y cobarde ritual de denigrar al mismo tiempo a esos disidentes ferozmente perseguidos desde Madrid.

      Como muestra de ello, reproducimos en nuestras páginas un artículo de Carlos Santamaría publicado en El País del 10 de abril, en el que —lógicamente desde su peculiar perspectiva— critica el intento madrileño de reducir o suprimir la presencia del PNV y de Convergencia i Unió en el parlamento español. Recordaremos que el profesor Carlos Santamaría, del PNV, fue consejero de Educación en el Consejo General de las vascongadas.

 

      Es un hecho conocido y evidenciado por muchos autores que la violencia anida en el fondo de toda sociedad política, ejerciendo en ella no sólo una acción de desgaste, sino también una función dinamizadora. La violencia no solamente actúa en la muerte y acabamiento de los regímenes caducos, sino también en el nacimiento de los nuevos y en todo el proceso del acontecer histórico de éstos.

      La violencia latente a la que quiero hacer referencia aquí, únicamente en determinados momentos de la vida de un pueblo suele adquirir presencia «física», y sólo entonces es percibida con claridad por la gran mayoría de los ciudadanos. Pero esto no significa que la misma no exista o que se halle por completo ausente en los momentos de paz y de orden aparentes.

      Una de las funciones más importantes de la democracia consiste precisamente en «verbalizar» la violencia. Como ha dicho el profesor Georges Lavau, «lo que caracteriza al universo político es el permanente intento de sustituir el combate por el debate, los golpes por la palabra».

      Para eso están los parlamentos: para hablar, para verbalizar las contiendas. Es decir, que no están sólo para legislar y para «controlar» a los gobiernos, sino también para servir de válvula a la violencia. Que los representantes de las distintas tendencias puedan dialogar, e incluso parlar —«hablar mucho y sin sustancia»— es mejor que no darse sus huestes de palos o de tiros en las calles. No importa que parezca que en un Parlamento se pierde mucho el tiempo. En la mayor parte de los casos, los debates públicos serán altamente saludables, haciendo que el instinto de agresividad se desvíe por cauces menos peligrosos y dañinos que el de la agitación y la revuelta.

      Las anteriores consideraciones vienen a cuento de una reforma electoral que, al parecer, se prepara en ciertos medios con ánimo de eliminar o de reducir la representación parlamentaria de los partidos de ámbito comunitario a cambio de reforzar la de los grandes partidos nacionales o estatales. El interés de los innovadores se centra, sin duda, en la idea de simplificar y hacer más claro el diálogo parlamentario mediante la reducción del número de grupos de dialogantes.

      Desde un determinado punto de vista, esta idea sería seguramente encomiable. El mismo profesor Lavau, que acabamos de citar, dijo hace tiempo, en una intervención suya sobre «Política y violencia» que «todo modo de representación de los ciudadanos es parcialmente engañoso; pero que un sistema electoral que se aproxime al máximo a la justicia resultaría rechazable porque debilitaría extraordinariamente al poder». (Lo difícil es saber dónde se encuentra en cada momento y en cada situación el verdadero saddlepoint de este juego).

      Parece claro —repito— que los inventores de la nueva aritmética electoral que ahora se propone pretenden, sobre todo, reforzar el poder a través de una Cámara más transparente y —por decirlo así— más manejable, en el buen sentido de la palabra. Un sistema de representación menos justo quizá, pero más eficaz que el actual.

      Ahora bien, yo me permito pensar que la idea en cuestión va a redundar más en perjuicio que en beneficio de la eficacia. El nuevo cálculo electoral podría producir, en efecto, un mal mayor que el bien que por medio de él se pretende.

      El mal a que nos referimos es más profundo que el puramente político, porque afecta al concepto mismo de España que pudiera surgir en muchas mentes en un momento en que parecía que habíamos empezado a caminar por una buena senda.

      En uno de sus elocuentes discursos de principio de siglo, don Juan Vázquez de Mella pronunció las siguientes palabras, que considero como muy significativas: «Para los bizcaytarras —sic en el texto escrito— y napartarras, y para los de la Liga, España es un conjunto de naciones enlazadas por un Estado que no tiene más que una soberanía política común sobre ellas».

      Por lo que hace a Vasconia, esta observación del prohombre tradicionalista tiene actualmente una extensa aplicación. La actitud distante, meramente política y por completo desprovista de efectos, respecto al Estado, a la que aludía Vázquez de Mella, no ha hecho sino extenderse desde la época de la guerra civil y puede afirmarse incluso que hoy constituye en el País Vasco una tónica generalizada, como puede comprobarlo cualquier sociólogo medianamente avisado. En Euskadi, la misma palabra «España» parece haberse convertido en un término tabú, como dijera en tiempos Bosch-Gimpera refiriéndose a Cataluña.

      Parece, sin embargo, que un nuevo interés hacia España había surgido ahora en amplios sectores de la opinión vasca a través de la política autonómica. La posibilidad de intervenir en los asuntos generales del Estado de un modo positivo y eficaz por medio de su minoría parlamentaria había ido ganando terreno entre los nacionalistas. Las manifestaciones de solidaridad nunca habían sido quizá más sinceras y abundantes que ahora.

      Parece, pues, que el momento no ha podido ser peor elegido para lanzar la idea de la exclusión. Cuando, hace poco más de un año, la minoría nacionalista vasca se había retirado del Parlamento, una buena parte de la opinión española consideró este gesto como intemperante y perjudicial. Ahora se vuelven las tornas y son los partidos nacionales, o algunos miembros influyentes de éstos, los que parece que no querrían ver por el Parlamento a los representantes de las minorías nacionalistas.

      A mi modesto juicio, la aplicación de la medida recientemente ideada no podría tener en Euskadi otra consecuencia que un mayor despego y una mayor inhibición respecto de la cosa nacional española. Si esa medida llegara a aplicarse, ya no sería sólo el extraparlamentarismo voluntario de Herri Batasuna, sino el forzoso de los nacionalistas tradicionales.

      Quede claro que no es este el camino para lograr la nueva España, aquella «España de los pueblos», la «España de todos» de la que tanto nos han hablado Bosch Gimpera y Anselmo Carretero Jiménez.

 

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