Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El «quid» de las autonomías

 

El Diario Vasco, 1981-08-02

 

      Las autonomías avanzan con gran dificultad. Incluso, en algunos aspectos, retroceden, o se quiere que retrocedan, hasta hacer de ellas unos pastiches administrativos enteramente digeribles para los estómagos centralistas.

      En realidad la democracia española se encuentra ahora en un difícil paso si quiere ser consecuente con sus propios principios. Poderes fácticos aparte, puede decirse que dos fuerzas contrapuestas la acosan en el terreno de las autonomías.

      Por una parte están los nacionalismos. Estos nacionalismos de larga trayectoria histórica, que tanto lucharon y padecieron bajo la dictadura y que ahora exigen, para sus respectivos pueblos, auténticos poderes políticos. Al Gobierno le resulta difícil oponerse a estas exigencias que, por otra parte, están ya consagradas por la Constitución y los Estatutos.

      Pero frente a los nacionalismos está cierto unitarismo muy arraigado, tanto en la derecha como en la izquierda, el cual se resiste a todo propósito de presentar a España como una nación plural.

      Ortega y Gasset en su ensayo: España invertebrada, publicado, como es sabido dos años antes del advenimiento de la dictadura de Primo de Rivera, escribe que nunca había comprendido por qué preocupan tanto en España el nacionalismo afirmativo de Cataluña y de Vasconia y tan poco, en cambio, el nihilismo nacional de otros pueblos del Estado.

      Creo desde mi personal punto de vista que de esta manera Ortega pone el dedo en la llaga de algunas de las actuales dificultades autonómicas: una gran parte de los demócratas no «sienten» las autonomías porque en sus propios pueblos tampoco existen verdaderos afanes autonómicos.

      Si las autonomías llegaran a fracasar —lo que podría ser de fatales consecuencias para la democracia— la culpa no sería, pues, de los pueblos más genuinamente autonomistas, sino de los que —dominados, tal vez por una especie de desgana histórica que viene de lejos— no experimentasen el deseo de vivir vida propia. Desde esta perspectiva el principal problema no consistiría pues en los separatismos de los «pueblos rebeldes» sino en la abulia nacional de los que aceptan mansamente un centralismo esterilizante.

      Frente a esta situación el proyectado Estado de las autonomías tenía, pues, dos finalidades igualmente importantes para el porvenir de España. Respondía ese proyecto a la demanda autonómica de las nacionalidades, tratando de atribuir a éstas, dentro de la estructura del Estado, lugares adecuados para su propia libertad y desarrollo. Pero al mismo tiempo, la política descentralizadora intentaba también avivar las aspiraciones autonómicas y poner en juego esas grandes energías históricas que hasta ahora estaban como dormidas en el interior de los pueblos, porque el centralismo secular las había ahogado.

      Pienso que al Gobierno le ha faltado dimensión para dar a este doble quehacer toda su trascendencia histórica. La cosa se ha ido empequeñeciendo poco a poco y ahora los entusiasmos iniciales empiezan a agotarse. Se ha buscado el consenso de los partidos y se ha olvidado en cambio, el consenso de los pueblos, que era el verdaderamente esencial en este asunto.

      No se imponen las autonomías desde arriba. El deseo y la voluntad de ellas han de nacer desde abajo, desde la libertad. (Recordemos, por ejemplo, el caso paradójico de Segovia, provincia castellana, no leonesa, a la que los expertos quieren ahora imponer un marco de autonomía que ella misma no ha pedido, ni quiere).

      Malo sería que en este momento se intentase un retorno al centralismo, discretamente adornado esta vez con bonitos ropajes regionalistas porque ello implicaría también el gran fracaso de la democracia.

      Pero hemos de confiar en que no será así. No se puede luchar contra lo natural —en este caso la necesidad de las autonomías— porque lo natural vuelve siempre «al galope», «Chassez le naturel: il revient au galop», —que dijo un desconocido coetáneo de Boileau.

 

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