Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La energía moral

 

El Diario Vasco, 1981-09-13

 

      La energía escasea, se encarece. En todas partes se habla de la necesidad de ahorrarla; de restringir su consumo. El tema de la energía física, es decir, mecánica, calorífica, eléctrica, nuclear, etcétera, se ha convertido actualmente en uno de los más preocupantes para los gobiernos del mundo entero.

      Ahora bien, resulta asombroso comprobar la enorme importancia que el materialismo economístico y consumista de nuestra civilización concede a las fuentes materiales de la energía, en contraposición a la poca o nula trascendencia que atribuye a las fuentes psíquicas, morales y espirituales de la energía humana.

      En los libros de Física, la energía se suele definir como capacidad para producir trabajo. Así, por ejemplo, la energía eléctrica hace moverse y trabajar a la máquina lavaplatos. De esta suerte la electricidad es la que hace el trabajo mecánico y no nosotros, y esto no hay ama de casa que no lo entienda. Incluso podríamos afirmar, hablando un poco hiperbólicamente, que la máxima aspiración del hombre contemporáneo es la de convertir a la naturaleza toda en un gigantesco lavaplatos que le haga «los trabajos» como dicen que se los hacía el ángel a San Isidro Labrador, mientras éste se dedicaba a la contemplación.

      A primera vista, la citada definición parece satisfactoria y por completo científica, ya que el trabajo —levantar pesos, impulsar móviles, vencer resistencias, romper masas, etcétera— es algo perfectamente medible y calculable. Según eso, hablar de energía viene a ser lo mismo que hablar del trabajo mecánico que ésta es capaz de realizar y así ambas cosas se miden por las mismas unidades, por ejemplo en kilowatios-hora.

      Pero, a pesar de las apariencias, la anterior definición no es física, sino metafísica, porque una «capacidad» es algo tan metafísico como puede serlo por ejemplo la «potencia» aristotélica o el «logos» de los antiguos. Para buscarle un sentido a la energía, los físicos se pasan en la susodicha definición del mundo de los efectos al mundo de las causas.

      Es decir, que hacen ultrafísica o metafísica, aunque no la quieran reconocer.

      Y es que en realidad la energía no puede reducirse a su pura dimensión física o mecánica.

      Ahí está, por ejemplo, la energía vital, la energía de la vida, en sus infinitas formas, invadiendo la totalidad de los espacios telúricos, desde la bacteria ultra-microscópica hasta los grandes mamíferos, desde los fondos abismales hasta las capas más altas de la biosfera, ¡esa gigantesca manifestación de energía, que es la vida, ante la que fracasan todas las explicaciones mecanicistas!

      Más aún. Por encima de la energía simplemente biológica se halla la fuente de energías psicológicas, para-psicológicas y, sobre todo, morales y espirituales, que es el hombre. El hombre: el más potente foco energético que exista sobre el planeta.

      En las situaciones de emergencia y de peligro, en las catástrofes, en las guerras, en los más apurados trances, el hombre mismo se ve sorprendido por las enormes energías que brotan de su propia interioridad. El hombre entonces se crece. Su inventiva se multiplica. La fuerza de su acción se hace mucho más poderosa de lo que él mismo hubiera podido esperar.

      Gandhi hablaba de una fuerza del alma capaz de vencer a los tanques y a los cañones. Los mayores luchadores de la historia han dado muestras de esa fuerza. Nadie como Cristo la ha probado con sus palabras y con sus hechos. Fuerza del espíritu: fuerza de la fe y de la esperanza. Energía del amor: capacidad para producir grandes trabajos.

      Es cierto que la energía interior ha sido poco estudiada y que la mayor parte de los hombres ignoramos todavía casi por completo el arte de explotar los recursos energéticos que se encierran dentro de nosotros mismos.

      En el futuro desarrollo la energía moral debería primar decididamente sobre la energía física. Destruir en su raíz energías vitales para producir, a cambio, energías físicas, es uno de los más típicos actos de locura de la civilización consumista.

      En este momento mucho más importante que la rentabilidad de la energía nuclear, de la que tanto se habla, es saber poner en movimiento nuestra energía moral.

      Porque «la futura revolución será moral o no será», según la frase bien conocida de Emmanuel Mounier.

 

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