Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Una frase del general De Gaulle

 

El Diario Vasco, 1982-02-14

 

      Â«La política es un asunto demasiado importante para ser confiado a los generales». Esta famosa frase de Georges Clemenceau fue utilizada por el «premier» británico Clement Attlee, en un escrito suyo contra el general De Gaulle.

      La respuesta de éste no se hizo esperar. A su habitual inquina contra los ingleses, se unía —en efecto— su profundo desprecio hacia los políticos. Así que De Gaulle invirtió la frase y se la devolvió a Attlee en los siguientes términos: «La política es un asunto demasiado importantes para ser confiado a los políticos».

      De Gaulle era ante todo y sobre todo un militar y —pese a su liberalismo— dio siempre a su política un cierto sentido castrense. En realidad, los militares nunca han renunciado a considerarse a sí mismos como «políticos de emergencia», llamados a intervenir allí donde los políticos «normales» fracasan. Ahí están las ideas tan conocidas de Clausewitz, innumerables veces citadas en los tiempos actuales, sobre la guerra como forma de acción política.

      De Gaulle quiso —evidentemente— subrayar el aspecto tutelar de su acción, destinada a corregir las vacilaciones y los errores de los hombres políticos. Pero, a parte de este sentido directo y obvio, la frase de De Gaulle antes aludida contiene una observación que puede ser importante para cualquier pueblo que quiera vivir en democracia.

      En efecto: la verdadera democracia moderna no es sólo representativa, sino que debe ser también participativa. Esto significa que la base no ha de limitarse a cumplir una función electoral en determinados momentos, sino que es menester que ejerza asimismo —de modo efectivo y continuado— cierta influencia sobre la actividad de sus representantes políticos.

      Los partidarios de la democracia principal para que «el pueblo» pueda corregir y dirigir la acción de los políticos. pero es cosa sabida que este sistema nunca pudo ser utilizado de modo durable —ni siquiera en los períodos revolucionarios— ya que una sociedad moderna es algo demasiado complejo para que pueda ser sometido a un control de género tan rudimentario.

      La función participativa se realiza hoy a través de los partidos políticos, los cuales serían —en principio— los instrumentos adecuados para mantener el permanente diálogo entre la base popular y la clase política.

      Pero la verdad es que el Estado de partidos tampoco da una solución práctica y plenamente satisfactoria al problema de la participación, ya que los mismos partidos, gobernados por pequeñas oligarquías de carácter casi permanente, acaban también por perder conciencia de su misión democratizadora y quedan como desconectados de la base.

      En esta situación de desconexión, los problemas de fondo —lo que Eric Weil llama la «política viva»— quedan fuera del aparato y éste acaba por funcionar como un motor en punto muerto: se cree haber resuelto un problema cuando en realidad no se ha hecho más que envolverlo en inoperantes formas legales. Algo de esto ocurre —al parecer— en la actual política española.

      Un ejemplo: los problemas autonómicos de Cataluña y Euskadi. A un momento se había visto con claridad que estos problemas de largo tiempo eran problemas históricos y fundamentales para España, y que había que darles cara de una vez y a fondo. Pero después la cosa se fue empequeñeciendo: se limó, se escatimó, se condicionó, se recortó y se llegó a convertir lo que hubiera podido ser un auténtico hecho de reconstitución histórica del Estado en un pequeño pacto de partidos, un café para todos, con vistas a los respectivos intereses electorales. La «política viva» quedó fuera. Se renunció a la historia para caer una vez más en el oportunismo electorero.

      Decididamente, la política es algo demasiado importante para poder dejarla únicamente en manos de los políticos. Parece que los pueblos tienen también algo que decir en ella.

 

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