Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El contencioso vasco

 

El Diario Vasco, 1982-08-01

 

      Creo que nadie que tenga un mínimo conocimiento de la historia de la España contemporánea puede negar este hecho patente: desde hace ciento cincuenta años el «contencioso vasco» viene complicando de manera grave la existencia del Estado español.

      El fenómeno en cuestión, no sólo no ha decrecido, sino que se ha ido haciendo cada vez más intenso. No parece exagerado el afirmar que en el momento actual las mayores dificultades para la consolidación de la democracia provienen —directa o indirectamente— del problema vasco y que la situación de Euskadi está emponzoñando la vida política española en su conjunto.

      Más aún: tal como van las cosas, me atrevo a sugerir la idea de que un futuro Gobierno socialista que tratase de imponer a fuerza de mayoría parlamentaria una reforma —sea expresa, sea virtual— del Estatuto, contra la voluntad de una mayoría del pueblo vasco, no sólo no resolvería el problema, sino que lo agravaría aún más.

      A medida que se ha ido prolongando y enconando la discusión en torno a la ley armonizadora, han vuelto a aflorar las dos posturas clásicas de fondo, claramente contrapuestas entre sí, sobre el planteamiento del tema vasco.

      Para los socialistas —como en otros tiempos para los liberales— este es un problema de Estado, como pueda serlo cualquier otro, siempre que lo hagan mayoritariamente y sin quebrantar la Constitución, las Cortes españolas —soberanas con la soberanía que les confiere el voto del pueblo español— pueden legislar como les parezca acerca del Estatuto, es decir, sin novedad de contar con la voluntad o aquiescencia de la nacionalidad o minoría socio-histórica afectada que en nuestro caso es Euskadi.

      En cambio, para la mayor parte de los fueristas y nacionalistas la supresión de los Fueros fue una injusticia y una ruptura histórica que ahora puede y debe ser rectificada mediante una adecuada autonomía. Este es precisamente el sentido que una buena parte de la opinión vasca moderada dio al Estatuto: «Con el autogobierno que el Estatuto nos reconoce ahora, vamos de hecho a la reconciliación foral» —vinieron a pensar o a decir muchos de estos moderados.

      Las actuales instituciones vascas, por su parte, aceptaron el «enjeu» autonómico con todas sus consecuencias, aunque sabían perfectamente que esto les enfrentaría con otros sectores «abertzales» más extremistas, y algunos de ellos netamente violentos.

      Tampoco para el Gobierno Suárez fueron fáciles las negociaciones que se llevaron a cabo para la preparación del Estatuto. Hubo pues cesiones y sacrificios por ambas partes. Pero el hecho es que nunca estuvimos más cerca de una solución a fondo del viejo —pero siempre vivo— problema foral.

      Parece que una buena parte de esas ilusiones empieza a desvanecerse ahora a causa del pésimo tratamiento que el Gobierno de Calvo Sotelo —apoyado o empujado en esto por sus fieles enemigos los socialistas— ha dado al problema de la armonización. Y no tanto por el fondo como por la forma en que el asunto ha sido llevado adelante, con el más absoluto desprecio a las objeciones fundamentales de los minoritarios nacionalistas, y sin pensar que con esta forma de proceder se destruía por su base la obra de reconciliación nacional iniciada por Suárez.

      El Gobierno y sus aliados han querido dar a un problema secular, complicado y profundo, un tratamiento meramente parlamentario, carente de toda visión histórica.

      Este modo de proceder no infringe quizás la letra de la Constitución —vaya usted a saberlo, si la infringe o no— pero sí su espíritu, que era el de buscar la construcción de una nueva y más fuerte unidad del Estado, mediante el reconocimiento efectivo y leal de la personalidad de cada pueblo.

      Los obispos vascos con mayor inteligencia o conocimiento de la situación moral de este país y un espíritu no político, sino reconciliador y pastoral, han llamado la atención sobre lo que el Estatuto debiera ser para contribuir de modo efectivo a la pacificación de Euskadi, es decir, una especie de compromiso histórico, «tanto por parte del pueblo vasco que lo aceptaba, como por parte del Estado español que lo asumía dentro de su marco constitucional».

      Observación fundamental, junto con otras no menos importantes que se hacen en la pastoral y sobre las que volveremos en otro artículo.

 

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