Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Los límites del poder

 

El Diario Vasco, 1983-09-04

 

      En uno de sus luminosos artículos publicados en este mismo periódico en torno a la LOAPA, el profesor Jiménez de Parga hacía recientemente algunas consideraciones sobre los límites del poder legislativo.

      Hasta mediados del presente siglo —dice don Manuel— los tratadistas de Derecho constitucional habían mantenido la teoría de que los parlamentos, como órganos de expresión de la voluntad popular, tenían plenas facultades para hacer y deshacer las leyes. De esta suerte, «el poder legislativo se proyectaba sobre un campo sin fronteras. Cualquier materia era susceptible de ser regulada por las leyes. Contra lo establecido en una ley no cabía recurso alguno».

      Esta línea doctrinal se rompe con las constituciones más modernas, en la segunda mitad del siglo, al establecerse que el poder legislativo, al igual que los demás poderes públicos, se halla sujeto a la ley fundamental del Estado. Y esta misma postura adopta la Constitución española de 1978.

      Después de la ya histórica sentencia del Tribunal Constitucional queda ahora completamente claro para todos que el Parlamento no tiene facultades para alterar la Constitución, ni siquiera para interpretarlas. Ni aún votando por unanimidad podría un Parlamento traspasar los límites que la ley fundamental le impone.

      Ahora bien, es evidente que el punto de vista del jurista, con ser tan importante, no agota el tema de los límites del Poder. Este se halla limitado, no sólo por la Constitución, sino por una serie de principios éticos y políticos universalmente admitidos y que ningún texto legal podría recoger adecuadamente. Y, hablando del ejercicio del Poder, habría también que recordar que la prudencia política es básica en este terreno y debe primar sobre las mismas leyes, aunque no sea más que por aquello del «summum jus, summa injuria».

      Queda aún por decir, desde un punto de vista fáctico, que existen amplias zonas del vivir humano en las cuales los poderes públicos no sólo no deben intervenir, sino que ni siquiera pueden ni podrían hacerlo por mucho que lo intentaran.

      Con toda simplicidad lo muestra Cervantes en un delicioso pasaje del Quijote en el que aparece Sancho Panza —don Sancho, como allí se le llama— administrando justicia en una ínsula Barataria.

      El episodio al que queremos aludir es el siguiente: un joven ha sido apresado por huir de «los justicias». El gobernador Panza le interroga y el joven replica con no menor ingenio que osadía. A la vista de esta arrogancia, Sancho Panza amenaza al mancebo con mandarle «a dormir a la cárcel». A lo que éste responde: «no lo haréis».

      — «Pues qué, ¿no tengo yo poder para prenderte y soltarte, cada y cuando que quisiere?».

      — «Por más poderes que vuesa merced tenga no será bastante para hacerme dormir en la cárcel».

      La indignación de Sancho Panza crece, pero el joven se explica con absoluta lógica: el gobernador podrá enviarle a la cárcel; pero no puede mandarle dormir, porque ésta es cosa enteramente suya.

      — «Si yo no quiero dormir y estarme despierto toda la noche, sin pegar pestaña, ¿será vuesa merced bastante con todo su poder para hacerme dormir si yo no quiero?».

      El pasaje termina disponiendo Sancho Panza que sea puesto en libertad el mancebo y que se vaya —si quiere— a dormir a su casa.

      — «Y Dios os dé buen sueño».

      No es este un apólogo trivial. Hay mucha sabiduría política metida en él y no sería malo que se tratara de aplicar ésta en algunos de los problemas que plantea el ejercicio del poder —en todas sus formas— en nuestra complicada Euskadi de hoy.

      La Constitución no tiene alma; no entiende, ni tiene por qué entender, de estas cosas. Pero esta claro que, en esto del «querer» y «no querer», el Poder debe andárselas con muchísimo tiento. No se puede mandar a los hombres ni a los pueblos que amen lo que no aman ni que sientan lo que no sienten.

 

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