Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Preceptos y consejos

 

El Diario Vasco, 1983-11-20

 

      La distinción entre precepto y consejos es clásica y —sin duda— bien conocida de nuestros lectores. Los preceptos son reglas de vida que todo hombre religioso debe cumplir para mantener su «amistad con Dios», es decir, lo que en el lenguaje teológico se denomina la «vida de la gracia». Los consejos —en cambio— sólo se dirigen, estrictamente hablando, a los que son llamados a un más alto «camino de perfección».

      El ejemplo más frecuentemente empleado en la enseñanza religiosa para explicar esta distinción es el del «joven rico», que aparece en los evangelios preguntando al Maestro: «¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?». La respuestas de Jesús a esta pregunta se desarrolla en dos partes bien diferenciadas. «Si quieres entrar en la Vida guarda los mandamientos... Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres...».

      Precepto en el primer caso. Consejo en el segundo. La cosa no es sin embargo tan simple como pudiera creerse a primera vista. Durante muchos años han discutido moralistas cristianos acerca de este asunto sin llegar a ponerse del todo de acuerdo sobre los límites entre preceptos y consejos ni sobre el alcance real que unos y otros han de tener en la vida social del cristiano.

      El teólogo católico John Linskens afirma que algunos consejos evangélicos ni siquiera pueden llegar a tener sentido para las personas que llevan una existencia normal en el ámbito de una sociedad moderna.

      Por ejemplo —dice Linskens— carecería de toda lógica el invitar a esas personas a que vivan «como los lirios del campo o los pájaros del cielo» y a que se desentiendan por completo de la lucha por la vida de los medios más elementales de seguridad. Está claro, pues, que para la generalidad de las personas los consejos no tienen un sentido material e inmediato y que los mismos deben ser entendidos de modo metafórico y trascendente, como expresión de un alto estado interior de libertad espiritual.

      Hay en los evangelios un cierto número de consejos, que se pueden llamar en algún sentido pacifistas, los cuales son analizados minuciosamente por Linskens en uno de sus últimos artículos en la revista «Concilium» (184). Así, por ejemplo: «Amad a vuestros enemigos»; «orad por los que os maltratan»; «si alguien te quita la capa dale también la túnica»; «al que te golpee la cara preséntale la otra mejilla», etcétera.

      Ahora bien, pretender imponer estos consejos en la vida social como si esto fuera la cosa más natural del mundo, no tendría evidentemente ningún sentido.

      Pero hay algo peor y es querer extrapolar tales consejos a las instituciones políticas, a los Estados o a los Gobiernos.

      Así, defender la idea de que los pueblos deben también poner en práctica el consejo de «la otra mejilla», renunciando a los armamentos y a la guerra defensiva contra sus agresores, es algo por completo extemporáneo.

      Tal es sin embargo la postura de ciertos pacifistas cristianos que propugnan el desarme unilateral como la fórmula más adecuada ante el riesgo nuclear.

      Uno de los más destacados defensores de esta posición es el dominico belga Edward Schillebeeckx. Un cristiano fiel a Jesús —viene a decir el padre Schillebeeckx— no puede pactar con un mundo dispuesto a aniquilar al bando adversario mediante una guerra nuclear. El «círculo vicioso» de la carrera armamentista sólo puede ser roto por el «círculo virtuoso» del desarme nuclear unilateral.

      Este «círculo virtuoso» no es otro, en definitiva, que el de la no-violencia tan admirablemente definido por Gandhi: el pacífico con su absoluta inofensividad desarma al agresor y termina ganando la conciencia y la voluntad de este. Lo que traducido al lenguaje político querría decir en este caso lo siguiente: si Occidente se adelanta a renunciar unilateralmente a las armas nucleares los soviéticos se verán moralmente obligados a hacer lo mismo.

      Pero ¿es esto así? La respuesta parece más que dudosa. Nadie puede creer, en efecto, que los políticos soviéticos se sientan inclinados a seguir los consejos evangélicos. (Tampoco Reagan, ciertamente; que nadie se haga ilusiones a este respecto).

      Yo no dudo, ni por un momento, de la razón de los antinucleares en querer acabar contra las armas atómicas. Pero tendrían que utilizar otros argumentos más realistas que los que acabo de citar.

 

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