Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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¿El comunismo a la deriva?

 

El Diario Vasco, 1989-06-10

 

      Â«Glasnost» y «perestroika» están en marcha. Con mayor rapidez de la que se esperaba, empiezan a aparecer señales de este cambio o renovación del régimen soviético, algunas de ellas tan curiosas como la «borrascosa» sesión del Congreso de diputados populares de la URSS en la que Andrei Sajarov calificó de «crimen» la intervención del Ejército soviético en Afganistán.

      Los observadores occidentales, que en un principio no habían tomado demasiado en serio la cosa, empiezan ahora a seguirla con la mayor atención. Muchos piensan que el régimen comunista va ahora a «liberalizarse», es decir, a democratizarse en el sentido occidental de la palabra, aproximándose más o menos abiertamente al sistema capitalista.

      Gorbachov ha sido enteramente claro sobre este punto. «Que nadie se llame a engaño... Quienes albergan la esperanza de que abandonemos el camino del socialismo están completamente equivocados... Todos los puntos de nuestro programa se basan en una profundización de la democracia socialista».

      De cualquier manera uno tiene derecho a mantener sus dudas sobre el destino final de la «perestroika». Ni siquiera sus inventores pueden prever actualmente hasta donde llegará ésta al ser llevada a sus últimas consecuencias a impulsos de su propia lógica interna.

      Las palabras de Gorbachov en su libro «Perestroika» —tienen en efecto— un acento marcadamente humanista que deja abiertas muchas puertas hacia el futuro.

      Â«Hemos llegado a la conclusión de que nos será imposible cumplir ninguna de las tareas que nos hemos impuesto si no activamos antes el factor humano. Las personas, los seres humanos, son quienes construyen la historia. En la actualidad nuestra principal tarea consiste en elevar espiritualmente al individuo respetando su mundo interior y proporcionándole fuerza moral».

      Estas y otras palabras de Gorbachov pueden inducirnos a pensar que éste ha abandonado la tesis marxista de la historia como lucha de clases.

      No obstante el propio Gorbachov sale al paso de esta objeción y lo hace en términos inequívocos: «A algunos pueden parecerles extraño que los comunistas hagamos tanto hincapié en los intereses y valores humanos». Sin embargo, «el comunismo contiene un enorme potencial de humanismo». «La filosofía marxista estuvo dominada» —en lo que se refiere a las cuestiones principales de la vida social— «por un enfoque o motivación clasista. Las nociones humanitarias eran vistas como una función y como un resultado final de la lucha de la clase obrera». Pero, en la situación actual del mundo, amenazado de destrucción, surge «por primera vez» un interés humano común que se halla por encima de la lucha de clases.

      Ahora bien, ¿hasta donde podrán conducir al comunismo ruso estas ideas gorbachovianas? ¿Cuáles serán los límites reales de una renovación política emprendida a partir de las mismas? Si a las personas se les da un papel activo, como pretende el líder soviético ¿cómo podrá impedirse un movimiento de desviación hacia algo nuevo y distinto de lo que hasta ahora han sido los regímenes comunistas?

      Por otra parte, esta aspiración a la renovación y al cambio se extiende hoy con fuerza irresistible a todos los países del Este, desde Polonia y Hungría hasta China, y no parece que pueda ser satisfecha con simples palabras.

      Para que las ideas de Gorbachov, tengan efectividad hará falta pues que se traduzcan en realidades concretas, capaces de responder a las necesidades planteadas.

      La política de humanización del comunismo propugnada por la «perestroika» tiende indudablemente a fomentar el interés de los ciudadanos, la iniciativa personal y la inventiva creadora de los individuos. Pero si el hombre no se siente estimulado por el fruto de su trabajo personal difícilmente pondrá su empeño en obras de gran envergadura. De aquí la necesidad de introducir en el socialismo algo parecido a lo que en el mundo capitalista se suele llamar el «espíritu de empresa».

      Análogamente, el sistema de partido único, característico de los países comunistas, se revela incapaz de utilizar adecuadamente la fuerza social contenida en la diversidad de opiniones de la base. En consecuencia, políticos e intelectuales del Este piensan en este momento en la posibilidad de implantar dentro del sistema comunista una forma de pluripartidismo adecuada.

      En la propia URSS, el secretario del nuevo Congreso de diputados del pueblo, Vadim Medvedev, admitía recientemente en una entrevista con el periódico «Le Monde», que «no hay contradicción entre pluripartidismo y sociedad socialista».

      Ahora bien si se opera a partir de estos supuestos, es decir, si se llegan a aplicar en el régimen soviético novedades tales como la del espíritu de empresa y la pluralidad de partidos, será difícil —pese a lo que diga Gorbachov— que la «perestroika» no revista al final una neta apariencia de «occidentalización».

      De todos modos, si nos atenemos a la vieja definición de la democracia de Abraham Lincoln, como «Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», resulta un tanto indecoroso que los occidentales presenten a los pueblos del Este su sistema de partidos como un modelo de democracia que ellos debieran imitar.

      En efecto, tal como funcionan las cosas en los llamados países libres los partidos distan mucho de ser un medio eficaz de Gobierno del pueblo por el pueblo.

      La gran mayoría de los ciudadanos no está afiliada a ningún partido y, entre los que lo están a alguno, sólo una mínima fracción toma parte activa en la vida del mismo. De esta suerte el poder queda de hecho en manos de un grupo muy reducido de personas, que son las que controlan y manejan el «aparato» del partido.

      Además, tampoco puede decirse que en el sistema occidental de partidos se gobierne —como quería Lincoln— «para» el pueblo, es decir, en favor de los simples ciudadanos, de los trabajadores y de los sectores más necesitados. Dada la enorme influencia que las gigantescas fuerzas económicas de nuestra época ejercen sobre los gobiernos, de modo visible o invisible, no es absurdo suponer que una buena parte de la acción de éstos va dirigida a favorecer los intereses de las mismas, mientras que el verdadero pueblo queda las más de las veces al margen de tales beneficios.

      Se dirá que desde un punto de vista teórico la democracia de partidos es una forma excelente de participación del pueblo, en el poder. Pero es evidente que haría falta introducir en ella profundas reformas para que en la práctica quedasen a salvo las exigencias de una verdadera democracia.

      Nuestra democracia no es pues tan perfecta como para que podamos alardear de ella ante nuestros «hermanos» del Este.

      El vicepresidente del Partido Socialista alemán y máxima esperanza de la izquierda de la social-democracia, Oskar Lafontaine, ha expresado estas ideas de modo absolutamente claro, en una sola frase que las resume admirablemente y a la que no hay nada que añadir por nuestra parte: Occidente está necesitando también su «perestroika».

 

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