Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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La Iglesia y el mundo moderno

 

Publicaciones de la Universidad de Deusto

 

      La Constitución Pastoral «Gaudium et Spes» se dirige a todos los hombres. Intenta hablar a los hombres del hombre y de sus problemas; ofrecerles una colaboración sincera para la instauración universal.

      Corresponde a uno de los fines principales de esta Constitución conciliar el diálogo con el mundo de nuestro tiempo.

      En este diálogo se trata de explicar al hombre de hoy, en un lenguaje simple e inteligible para todos, la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo.

      Se ha hecho notar que este documento conciliar constituye una innovación sin precedentes en relación con los de los tiempos pasados, tanto por su tono y su lenguaje, como por los temas tratados y por la forma misma de presentación de las ideas.

      Se ha querido ver en el actual Concilio un gesto de paz y de reconciliación de la Iglesia con el mundo y con la Historia.

      En realidad la postura conciliar, y en particular la que se manifiesta en la «Gaudium et Spes», constituye una especie de reacción contra cierta tendencia, existente desde hace largo tiempo en la Iglesia, y que pudiéramos llamar anti-histórica o anti-mundana.

      Los partidarios de esta actitud tienden a separar la historia en dos grandes dominios independientes y extraños el uno al otro. Por una parte, la Historia Sagrada, historia divina de redención y de gracia, en la cual acaecen los hechos importantes y definitivos de la historia. Por otra, la historia profana, mundana, donde sólo ocurren sucesos perecederos y accidentales, que en el fondo deben tenerles sin cuidado al cristiano.

      Esta desvalorización de la historia profana reduce el mundo y todo lo que en él ocurre a una especie de ilusión o de fantasmas inconsistente. Pero, al mismo tiempo, la propia historia sagrada aparece como un simple encadenamiento de intervenciones milagrosas que privan al quehacer humano de su propia sustancia, según ha dicho Mons. Van Cauwelaert, Obispo de Inongo.

      En el fondo este modo de ver las cosas destruirá toda posibilidad de un diálogo auténtico entre la Iglesia y el mundo. Desde este punto de vista la actitud normal de la Iglesia consistiría, únicamente, en la condenación de los errores y peligros que en el mundo se encierran.

      No hace falta insistir en las deplorables consecuencias que semejante actitud trae consigo. Todo el gran movimiento humano a que actualmente asistimos y del que forman parte la promoción política y social de los pueblos y el conjunto de los avances científicos e industriales, sería así considerado como algo prácticamente indiferente para el cristiano, o, lo que es peor aún, como un proceso hostil a Cristo y a la Iglesia.

      Es cierto que puede encontrarse en la literatura eclesiástica un gran número de textos condenatorios, por lo menos en apariencia, de ese conjunto de realidades humanas que llamamos «mundo e historia». Pero también lo es que ambos vocablos presentan una fuerte equivocidad, ya que pueden ser usados en sentidos distintos y de hecho lo han sido así en el campo del pensamiento cristiano.

      La palabra «mundo» puede servir para significar el universo, la obra de la creación, el cosmos, con todas las criaturas que lo forman, o también la humanidad, la especie humana, el conjunto de los hombres en su peregrinación a lo largo de los siglos. También puede significar el mundo del pecado, es decir, el dominio del príncipe de las tinieblas, la humanidad pecadora en cuanto tal, que se niega a reconocer el Verbo de Dios, el mundo que «aborrece al Hijo de Dios». Reino de tinieblas e imperio de Satanás. En la teología paulina y joánica, esta interpretación de la palabra mundo es muy corriente.

      En la misma encíclica «Ecclesiam Suam» se nos habla también del mundo entendido como «humanidad opuesta a la luz de la fe y al don de la gracia; la humanidad que se ensoberbece en su ingenuo optimismo y que pretende valerse únicamente de sus propias fuerzas para alcanzar su plena realización».

      Por esta razón, la Constitución pastoral se apresura en sus primeras páginas a precisar la significación del vocablo en cuestión dentro de la terminología empleada en este documento.

      La «Gaudium et Spes» emplea la palabra «mundo» en un sentido parecido al que actualmente se le da en el lenguaje corriente, es decir, el escenario humano, la familia humana en su totalidad, el universo de relaciones construido por ella dentro de la naturaleza, el teatro en que se juega la historia del género humano. «El mundo marcado por el esfuerzo del hombre, sus derrotas y sus victorias».

      Observemos que hoy se tiende a considerar el mundo, este mundo humano, como una creación del hombre, más que como una realidad prefabricada y dentro de la cual el ser humano había de tener un destino fijo y una situación predeterminada.

      Claro está que aun las posiciones más optimistas deben reconocer que la vida humana está condicionada por límites y factores que sobrepasan enteramente la capacidad de acción del hombre. Pero, aun dando esto por sentado, el mundo no es sólo situación, sino también misión, quehacer, tarea y construcción del hombre. Puede afirmarse, sin exageración, que el hombre no sólo está en el mundo, no sólo vive en la historia, sino que hace el mundo y contribuye a hacer la historia.

      La Iglesia no ve inconveniente en aceptar este punto de vista moderno acerca de la realidad histórica, perspectiva altamente estimulante para las más nobles y elevadas acciones, en beneficio del conjunto del género humano. Dentro de los planes providenciales de Dios la libertad humana es respetada: al hombre se le ha dado, hasta cierto punto, la posibilidad de manejar los destinos de su especie. Por eso, el mundo y la historia aparecen decisivamente «marcados por el esfuerzo del hombre, sus victorias y sus derrotas».

      La Iglesia de nuestro tiempo da muestras de una gran simpatía hacia el esfuerzo común del género humano, y quiere sumar sus fuerzas espirituales a la gran tarea emprendida por millones de hombres de diferentes creencias e ideologías para construir un mundo mejor. La Iglesia confía ampliamente en la utilidad del sacrificio y del trabajo para mejorar las condiciones de la vida humana.

      El Papa Pío XII afirmaba que «la acción del hombre sobre la tierra no está condenada a la desarmonía» (Discurso del 22-12-57). Criticaba enérgicamente «el pesimismo de los que no quieren ver en el mundo más que crueldades y dolores, como consecuencia directa o indirecta de las realizaciones del progreso».

      Este pesimismo vituperado por Pío XII debe ser definitivamente superado ahora. La Iglesia no puede menos de estimular el esfuerzo común de los hombres y de ayudarles en esa lucha que hoy tienen entablada para abrirse un camino hacia la civilización, el progreso y la paz. El propio Papa Pablo VI, en su discurso de 25 de agosto de 1965, quiso manifestar el optimismo, la simpatía, el amor y el interés de la Iglesia hacia la comunidad en la actual coyuntura histórica.

 

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      Ahora bien, la construcción de un mundo más humano exige una reintegración del hombre considerado como una unidad de cuerpo y alma, de corazón y conciencia, pensamiento y voluntad (G. et S. 3.1.).

      La contribución de la Iglesia a la creación de una humanidad nueva, más generosa, menos egoísta, más consciente de la solidaridad histórica y de la responsabilidad colectiva, consiste precisamente en reafirmar al hombre en la plenitud de sus valores.

      En estos últimos tiempos se han manifestado importantes corrientes del pensamiento que tienden a ignorar estos valores. Se ha realizado una labor de crítica en todos los órdenes, de la cual el hombre ha salido muy mal parado, y así ha nacido una corriente de desconfianza radical en la razón humana como auténtico medio de conocimiento de la realidad que trasciende a lo inmediato. Los fines y los destinos individuales han sido sacrificados a los colectivos, quedando éstos, a su vez, mal definidos por fórmulas que conducen finalmente a la negación de la libertad personal y de la responsabilidad moral de hombre como fundamentos de la vida social.

      Esta línea de pensamiento ha llevado a una gran parte de la humanidad a la desesperación y a la desconfianza más completa.

      Negar al hombre equivale a cerrarle todos los caminos que podrían conducirle a Dios. Y así el obstáculo humano mayor para la acción espiritual resulta ser la ausencia del sentido del hombre.

      Como dijo el Padre Loew, en la Semana de los Intelectuales Católicos Franceses de 1951, «si se quiere devolver al hombre el sentido de Dios hay que empezar por buscar, entre hombres, el sentido del hombre: sólo así podrá éste encontrar el sentido de Dios».

      Resulta, pues, que cuando la Iglesia defiende al hombre y sus valores, no se aparta de sus fines religiosos y de su obra redentora. Esta salvación del hombre en su propio terreno es precisamente uno de los grandes temas de esta Constitución pastoral. La Iglesia trata de salvar al hombre, en este sentido histórico e inmediato a que nos referimos, a fin de que el hombre pueda caminar hacia Dios libremente, humanamente, inteligentemente.

      Al proceder de esta manera, la Iglesia quiere dar una respuesta adecuada a las interrogantes angustiosas que hoy se formulan sobre el valor y el significado de los esfuerzos individuales y colectivos, sobre el lugar y el papel del hombre en el Universo y el destino último de las cosas y de la propia humanidad.

      Todas estas cuestiones se las plantea el hombre de hoy con creciente interés y muchas de ellas quedan sin respuesta. En el mundo actual funcionan, o están vigentes, diversas «antropologías», cada una de las cuales presenta una visión particular, un esbozo, más o menos imperfecto o erróneo, de esos grandes temas. La Iglesia se siente solidaria de esta angustia contemporánea, porque la comunidad de los cristianos se halla profundamente identificada con la tragedia actual y no debe quedar, en modo alguno, al margen de esa lucha.

      La verdad fundamental que la Iglesia aporta al nuevo humanismo es la de que en el hombre se halla depositado un germen divino. Esto permite esperar que su acción será aún más eficaz y podrá ir aún más lejos todavía de lo que el hombre mismo pudiera proponerse. La Iglesia añade un elemento más, y no uno cualquiera, sino uno definitivo y de importancia trascendental, a la esperanza del mundo de hoy.

      Como se dice en la Encíclica «Ecclesiam Suam», la relación de la Iglesia con el mundo no es, pues, ni de separación, ni de indiferencia, ni de temor, ni de desprecio, sino de una profunda y estrecha colaboración y participación en los dolores y trabajos de ese mismo mundo.

      Hay que tener en cuenta que muchas de las interrogantes del hombre actual, a las que nos hemos referido, distan mucho de aparecer planteadas en forma completamente explícita y clara. Existe, eso sí, un conjunto de estados latentes, de angustia, o de malestar colectivo, de los que apenas tienen conciencia las sociedades mismas que los padecen.

      Una labor previa, que ha de preceder a todo intento de respuesta a las inquietudes de hoy, consiste precisamente en analizar dichos estados dentro del gran contexto histórico e ideológico contemporáneo.

      Esto es lo que la Constitución Pastoral llama escrutar los signos de los tiempos. Las cuestiones eternas sobre la suerte de la especie humana se presentan hoy bajo formas particulares y distintas a las de cualquier otra época. Las respuestas de ayer no pueden servir para los interrogantes de hoy, lo mismo que las respuestas de hoy no servirán tampoco para los interrogantes de mañana.

      Como consecuencia del progreso técnico y de la velocidad que éste imprime a los actos humanos, se ha agitado el ritmo y la palpitación de la historia. Se han producido enormes cambios, cambios rapidísimos y profundos que se extienden al conjunto del globo. Por otra parte no hay que creer que el factor velocidad sea sólo un factor cuantitativo. Constituye en realidad una causa de alteración que da lugar a la aparición de fenómenos importantes y cualitativamente nuevos.

      El hombre de hoy es en cierto modo incapaz de adaptarse al ritmo que las máquinas le imponen. Aunque sus condiciones fisiológicas y psicológicas no se han modificado sensiblemente, se ve obligado a enfrentarse con un movimiento histórico velocísimo, en el que los acontecimientos se precipitan y escapan al control de los dirigentes.

      La Constitución pastoral confirma este hecho de que el movimiento de la historia se hace tan rápido que no puede ser seguido por el hombre individual. De ahí nace una problemática nueva que obliga a nuevos análisis y a nuevas síntesis. Nos encontramos, pues, según la «Gaudium et Spes», ante una verdadera metamorfosis cuyos efectos alcanzan zonas profundas del vivir humano. El hombre aumenta y extiende su poder, pero no logra dominar la marcha de este proceso de aceleración de la historia y por ello la experiencia trágica de aprendiz de brujo se encuentra hoy en todas las mentes y ha llegado a hacérsenos familiar. La Constitución pastoral desarrolla ampliamente estas ideas que aparecen sugeridas en los párrafos 5.3, 3.2, y 3.3. de la misma.

      Lo más importante del caso es que este proceso no sólo escapa en cierto modo al control humano, sino que se produce de un modo irreversible.

      Frente a la avalancha de invenciones, descubrimientos, nuevas ciencias y nuevas técnicas, la humanidad se ve obligada a adaptarse y a aceptar esa corriente. No cabe la posibilidad de que renuncie espontáneamente a las nuevas técnicas, a los nuevos medios de transporte, de comunicación humana, de acción psicológica, de organización y de destrucción de la vida humana. Parece como si todas estas cosas se le impusieran al hombre de hoy de un modo fatal. No se puede volver a la rueca y el candil. No se puede prescindir del empleo de la energía atómica o de los cerebros electrónicos. Puesto que el instrumento existe y está al alcance de la mano del hombre, resulta absolutamente necesaria su utilización.

      Los movimientos de retroceso que intentan luchar contra el avance de los procesos técnicos, resultan tan irrealizables como lo sería la pretensión de cambiar el sentido de la Ley de la gravedad.

      Este es el carácter irreversible de la evolución técnica del género humano, con el cual hay que contar como un imperativo categórico.

      Estamos ante un período enteramente nuevo de la historia (Pío XII, en su discurso de 7 de junio de 1957). «Con la automación comienza a existir un mundo nuevo, completamente hecho por el hombre. Hoy por primera vez el hombre va a ocupar el lugar de demiurgo, el del dueño autónomo del mundo». «La automación confiere al hombre el poder de convertirse en el demiurgo de un mundo fabricado enteramente por él».

      De estos afanes demiúrgicos, de estos intentos de re-creación del mundo, nos hablaba ya, como veremos, el Papa Pío XII, y el Concilio no ha hecho otra cosa que insistir y profundizar en el análisis de esos mismos fenómenos.

      La creación de un mundo nuevo hecho a imagen y semejanza de la técnica está exigiendo la fabricación de un nuevo tipo de hombre capaz de hacer frente a unas estructuras de la vida social y unos condicionamientos de la vida individual totalmente desconocidos hasta ahora.

      Pero una visión moral de las cosas no puede desentenderse de estas enormes pretensiones. Se ha hablado con seriedad de la posibilidad de influir sobre el proceso de desarrollo de la especie humana. Las experiencias realizadas con animales para modificar el proceso generativo, ¿van a ser ahora aplicadas también al hombre? Cabe preguntarse con angustia si las exigencias de carácter moral serán escuchadas y respetadas en un futuro más o menos próximo.

      Las experiencias con individuos de la especie humana, destinadas a modificar ésta en uno u otro sentido, turban profundamente todas nuestras ideas antropológicas. Como consecuencia de ello, resulta una situación de desorientación a la que alude claramente la «Gaudium et Spes» en su párrafo 4.3. El hombre, al querer intervenir en los resortes más profundos de su propio ser, aparece como más inseguro, más desasosegado, acerca de sí mismo.

      Una desorientación análoga se manifiesta también respecto de la organización de la vida social.

      Actualmente, la ciencia ha puesto a disposición del hombre procedimientos muy poderosos para el estudio de los fenómenos colectivos y ha descubierto la existencia de leyes sociales, en cierto modo análogas a las leyes físicas, que permiten tratar a las colectividades humanas como si fueran físicos o mecánicos.

      Se han inventado, por ejemplo, métodos de acción psicológica procedimientos eficaces para conducir a las masas por los caminos que quieran sus dirigentes. Todo esto lo vimos en la época de la última gran guerra mundial y lo seguimos viendo hoy, en mayor o menor grado, en esos sistemas de propaganda política prácticamente irresistibles que ponen en juego todas las armas científicas de «convicción» colectiva.

      La «Gaudium et Spes» señala que esa misma claridad con que hoy se ven las leyes de la vida social, hace titubear a los hombres sobre las orientaciones que deben imprimir a ésta.

      La responsabilidad de los dirigentes ante el empleo de armas y métodos tan poderosos aparece cada vez más clara; pero resulta muy difícil fijar criterios precisos que orienten con rigor y seguridad la acción técnica y científica sobre las colectividades humanas.

      La Constitución pastoral se ocupa, por ejemplo, de los modernos métodos de prospección y planificación, los cuales pueden ser causa de desviaciones importantes y graves para la especie humana.

      En suma, ha crecido en proporciones inverosímiles el poder de hombre sobre el hombre. La posibilidad de actuar sobre la demografía sobre los movimientos migratorios, en la organización del trabajo colectivo, en la implantación de criterios nuevos, más o menos al margen de las exigencias de la razón y de una sabiduría humana auténticamente digna de este nombre, es motivo de inmensas preocupaciones en la hora actual.

      La política demográfica, lo mismo que la acción psicológica o que los planes de desarrollo, plantea problemas humanos muy graves. Se corre el riesgo de invadir peligrosos terrenos y de alterar el equilibrio racial, cultural y económico de las poblaciones.

      Para evitar enormes daños hay que impedir que esos poderes vayan a parar a manos de hombres sin escrúpulos morales.

      Tales poderes excesivos del hombre sobre el hombre deben ser limitados o controlados, pero, ¿cómo hacerlo? Se comprende, pues que ante semejantes cuestiones surja la desorientación, la incertidumbre y el temor de grandes catástrofes.

 

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      Estamos asistiendo al principio de una gran transformación histórica que ha de alcanzar a todos los campos de la actividad humana, desde el pensamiento y la cultura hasta el orden político, económico, social y estructural. Todos estos cambios exigen e implican una alteración más o menos profunda de la condición humana. Como ya hemos indicado antes, esta transformación puede alcanzar en un futuro próximo a la propia especie humana. Tal vez se está abriendo paso a la creación de un nuevo tipo de hombre, aunque esta afirmación pueda parecer exagerada.

      La civilización técnica necesita transformar el mundo, re-crearlo de acuerdo con sus propios principios y conceptos. Para ello cuenta con instrumentos técnicos sumamente poderosos. La civilización técnica avanza por este camino a impulsos de una energía que parece irrefrenable.

      En la Constitución pastoral se estudian los caracteres de esta gran revolución, sus causas o principios motores y sus efectos más importantes en los diferentes dominios de la vida humana. La crisis de nuestro tiempo tiene, en realidad, una causa de origen puramente material y técnico, más que ideológico. Es cierto que existe una crisis ideológica profunda, pero si se consideran las cosas desde cierto punto de vista parece que esa crisis es en gran parte la consecuencia, más que la causa de la revolución técnica a que asistimos.

      Al alterarse las infraestructuras materiales de la civilización por causa de los descubrimientos científicos, cambian también las técnicas subyacentes a esa misma civilización y, como consecuencia de ello, se produce una importante conmoción en sus ideas claves. Hay en todo esto una especie de inversión de valores. Lo puramente técnico y material está influyendo en la organización social, en el pensamiento filosófico y hasta en las mismas creencias religiosas de un modo mucho más importante de lo que comúnmente se cree.

      Â«Contra lo que puede suponerse —dice el R.P. Bergounioux—, los descubrimientos científicos del siglo pasado han modificado revolucionariamente nuestra visión del mundo, y este hecho no ha podido menos de repercutir sobre nuestra mentalidad. Se ha ido desarrollando en derredor nuestro un humanismo científico: desde el átomo hasta el espacio cósmico, el hombre tiene ahora conciencia de una solidaridad íntima que le liga al universo».

      En realidad puede afirmarse que la ciencia crea una determinada mentalidad en el hombre contemporáneo. La transformación de las condiciones materiales de la vida humana y la importancia que hoy han adquirido los métodos científicos y técnicos, van ligadas a una mutación de conjunto, a una particular conmoción de los espíritus.

      Asistimos a un predominio importante de las ciencias y esta mentalidad científica tiende a modelar de un modo nuevo y distinto el estado cultural y las formas de pensar del hombre de hoy (G. et S. 5.1).

      Se ha hecho notar repetidas veces la influencia cada vez mayor que va adquiriendo la concepción matemática en todas las ciencias. La física, la química y aun las ciencias naturales han sido fuertemente matematizadas en el transcurso de los últimos lustros. Técnicas referentes a la organización de la vida humana pasan hoy a depender de este mismo contexto de ideas. Hoy se plantean en término matemático muchas cuestiones y problemas que afectan al desarrollo de la civilización.

      La Constitución pastoral divide en dos estratos el conjunto de fenómenos sociológicos que son la consecuencia de toda esta transformación: cambios en el orden social y alteraciones en el aspecto psicológico moral y religioso.

      La familia y las comunidades municipales han sido consideradas desde hace mucho tiempo como unidades elementales de la vida social. La actual crisis de la civilización las afecta fuertemente. Haría falta —ha dicho el cardenal Feltin— un minucioso estudio sociológico para analizar la influencia del progreso técnico sobre la vida familiar. Un problema como el de los conflictos entre generaciones sucesivas, que tanta importancia tiene en el ámbito de la familia, es en gran parte consecuencia de la mayor duración media de la vida humana. Padres e hijos coexisten durante un período mucho más prolongado que en otros tiempos. Otro tanto ocurre con la duración del matrimonio. Vemos aquí cómo se produce, de modo inesperado, una consecuencia importante que afecta mucho a la estructura familiar, a partir de un hecho aparentemente ajeno a este orden de cuestiones, como es el perfeccionamiento de los métodos higiénicos de defensa contra las enfermedades y el envejecimiento.

      Y no es solamente la crisis de la familia. En los países de civilización primitiva, que hasta ahora han vivido un régimen colonial, la crisis de la familia se complica con la del clan y de la tribu.

      Otro tanto ocurre en nuestras comunidades rurales. Todo el mundo conoce la crisis del mundo agrícola, la rápida transformación de los medios de trabajo, el abandono del campo y la aparición de inmensas zonas urbanas donde las condiciones de vida y de trabajo son tan difíciles.

      Según estimaciones científicas, la cuarta parte de la población humana habitará ya en ciudades de más de cien mil personas hacia finales del actual milenio. Y en el año 2050 esta parte, que pudiéramos llamar urbana, de la población humana, alcanzará ya la mitad de la humanidad. El crecimiento de las ciudades, y junto a ellas de inmensas zonas urbanas que van extendiéndose más y más, es un fenómeno típico de nuestro tiempo que no hubiera podido producirse si no hubiesen existido los medios modernos de construcción y de transporte. Según parece la población de París, lo mismo que la de Londres, se ha multiplicado por cuatro de un siglo a esta parte; la de Viena por cinco, la de Berlín por nueve; la de Madrid por quince; la de Chicago por seiscientos.

      Las nuevas estructuras de las ciudades, la extensión, la forma y la distribución de las viviendas, están influyendo de un modo notable en el carácter de las nuevas generaciones. Las actividades individuales, el comportamiento familiar, los caracteres colectivos de los hombres de nuestro tiempo presentan novedades que pueden atribuirse en gran parte a aquellas nuevas estructuras urbanísticas.

      Por otra parte, una porción importante de las poblaciones urbanas proviene de trasplantes y movimientos migratorios realizados recientemente y todavía no terminados. Carece de tradiciones, de recuerdos, costumbres y modelos culturales. No tiene historia y esto es causa de su especial movilidad y desequilibrio. El desarraigamiento produce un tipo amorfo de hombres, pretendidamente universales, pero que son en realidad juguete de muchos vientos.

      También el crecimiento demográfico viene a complicar los problemas de organización de la vida social.

      La civilización industrial, unida a un gigantesco desarrollo económico plantea problemas no menos importante. Una sociedad industrial se extiende poco a poco, conduciendo a algunos países a una economía de opulencia y transformando radicalmente las concepciones seculares de la vida social.

      La llamada «sociedad opulenta» está fundamentalmente movida por incentivos económicos de progreso, elevación del nivel de vida, «confort», comodidad y seguridad que no siempre responden a los principios de un sano humanismo.

      No es difícil descubrir el nexo de todos estos fenómenos que hemos enumerado (crecimiento demográfico, migraciones intensivas, desarrollo de civilizaciones urbanísticas, crecimiento industrial, crisis de la familia y de la tribu, retroceso y descomposición del mundo rural y expansión económica más o menos desmedida y desproporcionada respecto a cada situación social y humana). Ese nexo común es precisamente, como ya hemos apuntado, el progreso técnico, vertiginoso, irreversible y muchas veces anárquico.

      Los individuos se ven conducidos por corrientes cuya potencia de arrastre es muy superior a las fuerzas individuales o familiares.

      En la «Gaudium et Spes» se señala la necesidad de que todo ese proceso que pudiéramos llamar, en cierto sentido, fatal, sea compensado por un esfuerzo creciente en favor de la «personalización» de la vida social. Hay que intentar a toda osa el pleno desarrollo de la persona y la creación de lazos y relaciones auténticamente personales entre los hombres.

      Dentro del desconcierto que crea la situación actual, se observa que el movimiento de progreso material no se halla siempre sincronizado con la expansión y el mayor cultivo de los valores personales.

      Hay que hacer constar finalmente que ninguno de esos conflictos se produce aisladamente. Precisamente los avances realizados en los medios de comunicación dan a todos esos movimientos, favorables o desfavorables para un auténtico progreso humano, cierto carácter contagioso. Tales conflictos se propagan rápidamente a zonas muy extensas del género humano. La Constitución pastoral recoge una expresión, que hoy está muy en boga refiriéndose a las llamadas «reacciones en cadena».

      El científico F. Perrin empleaba también hace unos años este mismo símil, afirmando que «los medios de comunicación social nuevos y cada vez más poderosos, al favorecer el conocimiento de los hechos y la difusión extraordinariamente rápida y universal de las ideas y los sentimientos, suscitan innumerables reacciones en cadena».

      Vemos así que los conflictos de los países de economía socialista repercuten en los de economía capitalista; los de los países subdesarrollados en los países ultradesarrollados; los de las pequeñas naciones en los Estados más poderosos. Ninguna parte de la humanidad puede permanecer al margen de esta crisis. En cualquier momento y en cualquier rincón de la geografía mundial puede nacer un choque, un conflicto social o cultural, una situación de malestar o de catástrofe económica: inmediatamente repercutirá en el resto de las naciones, precisamente por causa de esa particular comunicabilidad y poder de difusión que las técnicas de nuestro tiempo confieren a todos los fenómenos humanos.

 

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      Todo cuanto venimos diciendo se refiere fundamentalmente al plano económico y político y también al plano social. Si de estos órdenes pasamos ahora al orden del pensamiento, al dominio de las ideas religiosas y morales, el cambio del que somos espectadores —y en cierto modo también actores— es todavía más profundo y más importante.

      La Constitución pastoral subraya el hecho fundamental del inconformismo. Hoy vemos que todos o casi todos los valores que nuestra generación ha recibido de las generaciones anteriores son puestos en tela de juicio. Cuadros de vida, leyes, maneras de pensar y de sentir todo se discute y se somete a crítica, dice la «Gaudium et Spes».

      Coexisten así ideas que «no hemos terminado todavía de enterrar y que están mucho más cerca de nosotros de lo que parece» —en frase de Emmanuel Mounier— y otras nuevas formas y modos de existencia que apenas se inician de modo incierto e inseguro.

      El cardenal Montini decía en febrero de 1956, que las nuevas generaciones quieren proceder como si el pasado no existiera, como si la historia empezase hoy. Y esta actitud tiene también muchas consecuencias en el orden de la concepción moral y religiosa.

      Entre las ideas combatidas por las actuales generaciones figura a menudo la de la creencia religiosa. Se insiste mucho sobre la ignorancia y la superstición de nuestros antecesores. Frente al espíritu de fe de que éstos dieron pruebas en otros tiempos, hoy se considera como postura moderna más adecuada el inconformismo ateo.

      Es verdad que el ateísmo moderno ha contribuido a realizar una labor de depuración de la mentalidad religiosa. ha sido un vigoroso y eficaz medio para combatir el antropomorfismo en el que, en buena parte, vivían sumergidos los creyentes de otros tiempos. La misma creencia de Dios ha ido «desantropomorfizándose» progresivamente. La Constitución pastoral reconoce que el espíritu crítico purifica, de alguna manera, la vida religiosa y tiende a liberarla de una concepción mágica del mundo y de un conjunto de supervivencias supersticiosas. Al hombre de hoy se le exige una adhesión cada vez más personal y activa a la fe, un sentido más vivo y trascendente de Dios.

      Pero, independientemente de estos beneficios, que de modo indirecto se están produciendo hoy en el campo religioso, ha de reconocerse que el ateísmo contemporáneo es un fenómeno muy grave e importante, tanto por su extensión como por su profundidad. El ateísmo no es ya un hecho aislado, sino la actitud colectiva de multitudes cada vez más densas y cada vez más alejadas de la práctica religiosa. A los ojos de muchos, este comportamiento no supone ni un retroceso ni una pérdida. Es más bien visto como un progreso y una exigencia del nuevo humanismo.

      Nos encontramos, pues, ante una civilización que intenta constituirse y desarrollarse al margen de Dios.

      Además, otra gran parte de la humanidad, aunque no se halle sumergida de lleno en la concepción atea, se deja llevar por diversos «mitos de sustitución». Nuevos ídolos reemplazan en la mente y en el corazón de muchos hombres la idea de Dios. La técnica, con su enorme poder de atracción, no es ajena tampoco a esta desviación de los sentimientos religiosos.

      El marxismo y ciertas formas radicales de existencialismo aparecen como enemigos todavía más coherentes de la idea religiosa. Sartre ha llegado a definir el existencialismo como «la única forma coherente del ateísmo». El argumento clave de este nuevo humanismo que se declara incompatible con la creencia religiosa es precisamente éste: «Si Dios existe, yo no puede existir». «Dios no deja lugar al hombre. Es preciso que la idea de Dios desaparezca para que el hombre pueda existir con plenitud».

 

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      En la humanidad actual y como consecuencia de todos los hechos a que venimos refiriéndonos se producen innumerables contradicciones, paradojas y desequilibrios que la «Gaudium et Spes» describe especialmente en sus artículos 4 y 8.

      Así, por ejemplo, los contrastes entre la riqueza y la abundancia de algunas partes del género humano con la miseria, el hambre y la ignorancia de otras. Esto es lo que Juan XXIII llamaba el escandaloso contraste entre el bienestar de unos y la insuficiencia de otros.

      En el fondo de este desequilibrio económico existen problemas que no son exclusivamente «de técnica distributiva», sino también de «justicia distributiva».

      En este mundo en el que, gracias al progreso técnico, debiera estar asegurada la expansión normal de la especie, cobra de nuevo actualidad la famosa frase de Malthus: «Un hombre que nace en una sociedad que no puede alimentarle, está verdaderamente de más en el mundo. En el banquete de la vida no hay cubierto para él».

      El fenómeno de los excedentes agrícolas, unido a la lamentable plaga del hambre que padece una gran parte de la humanidad es una de las paradojas más desconcertantes de este tiempo. En este orden de cosas, no sólo se ha progresado, sino que se ha producido un retroceso relativo, ya que la producción agrícola por individuo resulta ser, en muchos países, más baja de lo que era antes de la guerra. Esta observación del señor Sen, antiguo embajador de la India en Roma y Director de la F.A.O., es una muestra más del carácter contradictorio de la situación actual.

      Otra de las grandes paradojas de nuestro tiempo, es la del conflicto «libertad-esclavitud». La «Gaudium et Spes» afirma que los hombres nunca tuvieron un sentido tan vivo de la libertad como el que hoy tienen, pero que, al mismo tiempo que se extiende ese espíritu de libertad, surgen nuevas formas de servidumbres social y psíquica.

      La técnica crea autonomía e independencia para los individuos pero a la vez produce automatismo, conformismo y gregarismo. Así la civilización técnica, que debía haber sido generadora de nuevas formas de libertad, ha dado lugar a una mayor esclavitud del hombre con relación a la máquina. Una mayor dependencia afectiva del individuo respecto de la sociedad; de la persona respecto de la técnica.

      También presenta un aspecto contradictorio la tensión actual entre unidad y diversidad. Es verdad que la técnica ha facilitado la unificación del mundo, la comunicación de ideas, el contacto entre los humanos; pero, a la vez, ha contribuido a reducir rupturas políticas, sociales, económicas, nacionales e ideológicas, incomparablemente mayores que las de ninguna otra época («Gaudium et Spes», 4.4.).

      Basta citar el peligro de una guerra nuclear, peligro real y efectivo de destrucción práctica de la humanidad. Desde ahora en adelante la especie humana tendrá que contar con este enorme riesgo. Tendrá que vivir constantemente bajo la amenaza de esa gigantesca espada de Damocles. El peligro atómico no es un riesgo momentáneo, no es sólo cuestión de un momento crítico. Es también un elemento irreversible, un riesgo permanente.

      Pero nada de lo que venimos diciendo resultaría tan grave si los riesgos y paradojas que hemos reseñado tuvieran un origen externo al hombre. En realidad, el origen de todo eso está en el hombre mismo, en los desequilibrios internos del hombre contemporáneo.

      Â«El verdadero peligro está en el hombre», decía el Papa Pablo VI en su memorable discurso a la ONU. Y Denis de Rougemont al día siguiente de Hiroshima: «La bomba no es peligrosa, porque es un simple objeto, lo que es horriblemente peligroso es el hombre».

      La Constitución pastoral cataloga estos desequilibrios de la persona que caracterizan a la civilización de nuestro tiempo. Desequilibrio entre la especialización del saber y un saber auténticamente sapiencial; entre la preocupación de la eficacia y las exigencias de la conciencia moral. Dificultad para percibir la presencia de los valores permanentes en medio de todos esos cambios, de esa mutación profunda. Desequilibrio entre las condiciones colectivas de la existencia, fuertemente masificadoras, y las exigencias de un pensamiento personal.

 

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      La parte introductiva de la Constitución pastoral termina con una especie de acto de fe de la Iglesia. La «Gaudium et Spes» se remonta a partir de todas estas interrogantes a las eternas cuestiones del hombre y formula unos cuantos principios que tienen la grandeza de un credo adecuado a las necesidades del mundo de hoy.

      Â«La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, ofrece al hombre luz y fuerzas para responder a su vocación».

      Â«Cree que no hay bajo el sol ningún otro nombre que pueda salvar a los hombres».

      Â«Cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentran en este Señor y Maestro».

      Â«Cree que bajo todos los cambios y mutaciones de la historia humana hay cosas que permanecen y que tienen un fundamento en Cristo, el mismo hoy, mañana o siempre».

 

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