Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Movimiento social condenado por los arzobispos franceses

 

Ya

 

      La reciente condenación del movimiento «Jeunesse de l'Église» por los cardenales y arzobispos de Francia no ha sorprendido a los que siguen con atención y simpatía el pensamiento y la actividad de nuestros hermanos los católicos franceses. Ya el año pasado había sido prohibido el cuaderno titulado «Les événements et la Foi», y, algo más tarde, la Asamblea de metropolitanos había formulado serias advertencias al grupo en cuestión. La actual decisión era, pues, en cierto modo esperada.

      Poco se ha dicho, sin embargo, sobre el alcance y la doctrina de aquel movimiento social y acerca de las razones de su condenación, tema al que procuraré dedicar mi próxima crónica, utilizando al efecto los textos del pequeño, aunque explosivo, volumen antes citado.

      Contrasta este silencio con el gran barullo originado en torno a los sacerdotes obreros, institución oficial de la Iglesia, directamente dependiente de la Jerarquía, y que en ningún momento ha dado, que yo sepa, la más leve señal de rebeldía.

 

No es fácil distinguir lo genuino de los espurio

 

      Entre los movimientos reformadores, que siempre han brotado con profusión en el seno de la Iglesia, no siempre es fácil, en efecto, distinguir lo genuino de lo espurio. Junto a las legítimas iniciativas renovadoras aparecen muchas veces mixtificaciones o falsificaciones que tienen, por lo general, un fin deplorable. Como ejemplo, basta recordar el caso de Valdès, el comerciante de Lyon promotor de los «pobres de Cristo» —que allá a fines del siglo XII reparte sus riquezas entre los pobres y sus hijas entre los conventos, para lanzarse a una existencia mendicante, que el propio Papa Alejandro III bendice en un principio—, y el otro, tan parecido y tan diverso, de su contemporáneo Francisco, que, abandonando también una situación acomodada, se convierte en el mísero y celestial pordiosero de Cristo.

      Bien diferentes los destinos de ambas empresas: mientras los valdenses agitan buena parte de Europa, preparando las convulsiones del mundo moderno, el franciscanismo —pura esencia de evangélica simplicidad— parece aromatizar la pesada atmósfera medieval, haciéndola menos irrespirable para los pulmones cristianos.

      Innumerables casos como éstos, mutuamente contrapuestos, podrían citarse sin más que echar una ojeada sobre las páginas de la historia de la Iglesia.

      Ahora bien, la piedra de toque para distinguir al hereje del santo es la que San Ignacio indica, ese tener el «ánimo aparejado y prompto para obedescer en todo a la vera Sposa de Christo nuestro Señor, que es la nuestra Sancta Madre Iglesia hierárchica». Y aun para aceptar que «lo blanco que se ve es negro si la Iglesia hierarchica así lo determina», características estas inconfundibles de los auténticos católicos y de los verdaderos reformadores.

      Aquellas frases, bien entendidas, no son en modo alguno incompatibles con la iniciativa, la libertad y la originalidad personal del cristiano, ni cierran el paso a la transformación de costumbres, de métodos o de estructuras que los tiempos aconsejen.

      Nadie puede escandalizarse de que afirmemos que las reformas en la Iglesia son necesarias en todo momento, si se tiene en cuenta que a la inspiración, al impulso y, en suma, a la vida divina que late dentro de ella se une un elemento humano, feble y miserable, cuyas deficiencias dan lugar a innumerables empobrecimientos y deformaciones de la vida eclesiástica.

      Del mismo modo que la clerogamia y los abusos simoníacos del siglo XII indignaron a los cristianos de aquel tiempo, cierto cristianismo «aburguesado», establecido hipócritamente al margen del espíritu evangélico, provoca hoy la tristeza y la preocupación de muchos católicos, no todos tan desorientados ni tan desdichados como los de «Jeunesse de l'Église».

      Pero estas brisas, que en todas partes soplan con más o menos fuerza, no perderán su apacibilidad ni se transformarán en huracanes si los fieles sienten firmemente en «Iglesia» y «en Iglesia jerárquica».

 

La jerarquía no es ajena a las inquietudes de algunos seglares

 

      La jerarquía no es, sin duda, ajena a las inquietudes de algunos seglares. Ahí están la carta pastoral del obispo de Bilbao y el mensaje del Papa a los católicos vizcaínos, en donde se recuerda a todos la necesidad de una mayor «interioridad» religiosa, de un mayor sentido de «comunidad» espiritual, de una tradición «vivificada» y de un mayor anhelo por la «justicia social», puntos todos en los que se pone, como si dijéramos, el dedo en la llaga.

      Las verdaderas reformas no se hacen con espíritu de rebeldía, tratando de reunir a la Iglesia «aun resistiéndola», como pretendían los desdichados amigos del padre Montuclard. Al contrario, «aquellos a quienes el Espíritu Santo impulsa a iniciativas atrevidas saben hacerse oír, entender y comprender del Papa y de los obispos, aunque esto sea a veces difícil y largo. Algunos santos conocieron este crucificante método, que les exigió una obediencia heroica; y si llegaron incluso a la amenaza, como Santa Catalina de Siena, nunca pretendieron reemplazar a la jerarquía, sino que permanecieron siempre fieles a la obediencia». Estas frases del padre Bonnichon, en un estudio sobre la obediencia del clero diocesano, nos dan la clave del problema. Sólo por esta vía de la obediencia se logrará remover lo que de injusto haya en el actual estado de cosas.

      Pero resulta sin duda más fácil decir que todo está muy bien y que aquí no hay problemas de ninguna clase, o al contrario, enfurecerse y criticar, lanzando airadas voces condenatorias, que conducir paciente y piadosamente, allí donde conviene hacerlo, la experiencia de un estado de noble y estimulante desasosiego.

 

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